dissabte, 19 de setembre del 2015

Banderas negras

El suave vaivén hace que el horizonte baile continuamente delante de mis ojos. En realidad, no es suave, el Ninfa roja se sacude con fuerza con las embestidas de las olas, y hace que cada una de las tablas de madera que formen el barco crujan. Pero yo ya estoy acostumbrado a todo eso. A mí me gusta pensar que las olas son las manos de alguna diosa marina que intenta acariciar el barco pero sin ser consciente de su verdadera fuerza. Al fin y al cabo sigo siendo un soñador, después de todo. Cualquier persona normal, sobretodo algún noble, odiaría las continuas quejas y gruñidos de los hombres que trabajan sobre la cubierta y bajo esta, hombres y mujeres. Yo no discrimino, si sirven para matar, su sexo importaba poco. Es verdad que se producen muchos problemas de índole sexual, sobre todo cuando estamos en alta mar. Pero eso es un precio mínimo, ya que a la hora de atacar por sorpresa a otra nave, las mujeres son las mejores, todo el mundo las menosprecia, claro está, dejan de pensar eso cuando las hojas oxidadas por el salitre del aire marino les desgarran por dentro. El nuevo rumbo del Ninfa roja es ni nada más ni nada menos que el Nuevo Mundo. Si, el Mediterráneo está bien, pero el Atlántico es mejor. Las pocas veces que hemos navegado por él, hemos disfrutado abordando a la Armada Castellana para robarle el oro de las indias. Pero mejor era hacerle creer a la Armada Británica que formábamos parte de esa clase de piratas que ellos contrataban. Para cuando nos tenían encima, ya era demasiado tarde. También abordarlos a ellos, era divertido, peligroso pero divertido. El viaje seria largo, seguro, no todos llegaban y tanto yo como mi tripulación sabemos que no todos tocaremos tierra de nuevo. Pero es una aventura, y un pirata que se precie no le dice que no a una aventura, ni a un tesoro, ni a una puta en un buen puerto. En realidad, hay pocas cosas que un pirata niega. El viento salado del mar trae consigo el olor a pólvora. La sombra de un barco se acerca. Levanto la cabeza, seguramente el vigía se habrá dormido. Lástima, acabara forrado de plomo. La tripulación empieza a moverse frenética, para situarse en sus puestos de ataque. Mis dedos se deslizan por la cicatriz que me recorre paralela la ceja derecha. Esa es solo una de muchas, pero no me desagradan. Las cicatrices son el resultado de una lección aprendida a la fuerza, como a un niño que le muelen a golpes por hacer lo que no se debe, y yo no olvido una lección. Por encima de la cabeza del mascaron de proa, una hermosa mujer semidesnuda, sujetando una lanza, completamente blanca excepto por dos rayas rojas debajo de los ojos, como si llorara sangre, me es fácil ver que el barco que se acerca es pirata, aunque piratas árabes. Al parecer el Mediterráneo presenciara otra batalla del Ninfa roja antes de partir para siempre. El sol desata destellos dorados sobre la cubierta enigma, los cañones. La sangre me hierve y disfruto durante unos segundos del silencio y la expectación que reina en el barco, todos a la espera de mis órdenes. Dos palabras son las que grito: Sin piedad. Y al momento todos a coro empiezan a gritar capitán. Quiero a esos cabrones, aunque alguno de ellos desee matarme o amotinarse. Me da igual, son mis camaradas, son mi familia, y no los abandonaría nunca. Levanto mi cabeza un momento antes de que la confusión reine sobre el agua turbia del estrecho y uno de los dos barcos pase a formar parte de la fauna marina, junto con sus ocupantes. Mi mirada acaba posada sobre la bandera negra que ondea sobre el mástil más alto. La calavera blanca me devuelve la mirada y yo sonrió. Esa bandera lo es todo para mí, porque mi bandera no es solo blanco sobre negro, no. Mi bandera es la libertad.