diumenge, 27 de desembre del 2015

Frío

Frío, muy frío, demasiado. No puede evitarlo, solo lo siento. Frío. Es un gran manto que me acecha y se clava en mi piel como si fuera un millón de agujitas de cristal helado. Es horrible, inevitable. Dicen que el cuerpo se acostumbra, que los seres vivos somos capaces de adaptarnos al medio, o en caso contrario, adaptar el medio a nosotros. Pero es mentira, falso, un eslogan que se utiliza para sentirnos superiores. Nadie escapa de este frío. No es el viento helado que recorre los campos del norte o desciende voraz de las montañas. No es el frío del hielo, ni tan siquiera el frío que transmite la mismísima muerte. No, es algo mucho peor. Se te clava en el cuerpo y ya no te suelta, una tortura preparada para durar milenios. No como, no bebo, pero es como si a mi cuerpo no lo hiciera falta, solo está pendiente del dolor, del dolor intenso, y del frío que lo provoca. No te deja pensar, te acuchilla cada nervio, cada neurona, te bloquea, te deja inerte, sufriendo. Y aunque parezca imposible, no deja de expandirse, se te mete por la sangre, como si un torrente de hormigas de metal te devorara las arterias. Sientes como se te astillan los huesos pero sin romperse, te retuerce los músculos y eres capaz de captar como te desuellas, pero no puedes comprobarlo, porque junto al frío, vino la oscuridad. La negrura absoluta, que le suma al frío y al dolor la soledad. Una mezcla que te destruye pero sin matarte, que convierte cada instante de tu vida en un infierno pero sin llegar nunca a acabarlo. Exacto, como quedarse encerrarse en un Inferno de Dante que lo único que hace es expandirse, con el único motivo de repartir dolor. Frío, muy frío, demasiado. Llegó sin avisar, invisible e intangible, cubriéndolo todo, como una avalancha. No sé si el resto del mundo se encuentra en la misma situación que yo. Todo sucedió tan rápido y me sumió en un mundo de dolor, soledad y frío. Sin escapatoria. Creo que han pasado siglos desde que todo empezó, pero perfectamente podría solo haber pasado unos días, o ni siquiera eso, solo minutos. Dolor. Soledad. Frío. Me agarrota los dedos, me destroza las articulaciones, como si un taladro con la máxima broca me las perforara. Duele hasta respirar, como si en el aire viciado hubiera cuchillas que te cortan cuando inhalas. No. Demasiado dolor, no puedo ni gritar, la garganta se me colapsa, como si una serpiente se hubiera enroscado a su alrededor y la estrangulara. No. No puedo ni llorar, solo quiero que acabe, por favor, un final, el que sea, al fin y al cabo, cuando la historia es horrible el final es lo de menos. Soledad. Nada, no hay nada, solo dolor y frío. Solo abandono y desasosiego, aunque incluso eso es difícil de sentir cuando sientes que tu cuerpo se destruye lentamente, se derrite, se descuartiza. Como si yo mismo me lo hiciera. Tengo frío. Demasiado, muy frío, frío.

divendres, 4 de desembre del 2015

Corazones de bruma

La botella chocó contra la mesa con un ruido sordo, vació. Las persianas de la ventana se movían suavemente por el viento que se colaba entre los resquicios de la ventana rota. Lance estaba solo, demasiado solo quizá. Sus quimeras siempre le llevaban a discernir el mismo tema. Habían sido tantos los errores de él y de ella que habían convertido la relación en una especie de cadáver disecado, una máquina que solo funcionaba por inercia, como un objeto en el espacio. Hasta que paró. Entonces llego la bruma para Lance. Se encerró en su pequeño pisito y se dejó llevar por el licor y el sueño, guiándolo hacia un pozo abismal que solo conducía al fracaso. Pero ya hacía tiempo que Lance había tocado eso fondo oscuro. La vida no es más que una batalla que acaba por dejarnos maltrechos a todos, por eso, Lance se decidió a acelerar el proceso. Rendirse, caer en el profundo abismo sin fondo, pero sería la última caída. También llegó a la conclusión de que pese a haber sido una vida de mierda, no toleraba que acabase en un piso oscuro y mohoso que olía a alcohol y sudor rancio. Se vistió, se afeitó y se peinó, si su última cita iba a ser con la Muerte, por lo menos iría elegante. Abandonó el piso entre una banda sonora de botellas repicando y de bolsas arrugándose. Una muerte digna, eso es lo que quería. Ni tirarse al rio fétido, ni dejar que el metro o el tren le atropellasen, no. El fin le vendría por donde empezó todo, en el lugar donde la sal lo desinfectaría y el agua lo limpiaría definitivamente, al mar. Se dejó conducir por sus pies decididos, que le sumieron en un ciudad llena de monstruos de cemento y de demonios de cristal. Nadie le miraba, era solo una persona más recorriendo las calles grises y colapsadas de basura, tanto material como humana, en una metrópolis que estaba sucia hasta la médula. ¿Cómo podía surgir el amor en un lugar así? Entonces una mano de dedos fríos le cogió el brazo desde atrás. No le hizo falta girarse para reconocerla, puede que la niebla de sus ojos no le dejara ver mucho, pero su olor y su tacto eran inconfundibles, al igual que su voz cuando susurró tenuemente, como si temiera romperlo: - Lance… Lance no se giró, tenía la mente abotargado, sucia y sumida en la bruma. Ella pareció captarlo y lo abrazó desde atrás, apoyando su frente en su nuca, como antes, en los buenos tiempos, cuando el sol parecía brillar de verdad. - Lance – volvió a susurrar, esta vez con insistencia. Pero Lance seguía inmóvil, observando los rostros anónimos pasar sin verlos, planteándose seriamente si valía la pena volver a intentarlo, nunca se sabía cómo podía acabar, pero un final aún peor lo aterrorizaba. Entonces, sintió como ella se ponía de puntillas, restregando su cálido cuerpo contra su espalda, levantándole ligeramente la camisa con el roce, dejando que la brisa llena de polución le helara el vientre. Cuando sus labios tibios y húmedos se posaron con la más absoluta suavidad en su cuello, la bruma de Lance se disipó totalmente.