Serai despachó a las tres mujeres y los
dos hombres con lo que había estado jugando sexualmente todo el día. Estaba cansada
y sumida en el tedio. Con un silbido, una forma salió de las sombras oscuras
del fondo de la cueva. Al principio solo eran unos ojos brillantes, pero a
medida que avanzaba, la rata gris y ágil se mostró en toda su forma. Se llamaba Susy, y era la mascota de Serai
desde que escapó de Arse hace años.
La cueva, que más parecía un
palacio de los que abundaban en Arse antes de que acabara destruida, estaba
decorada con las mejores estatuas y tapices de las culturas fenicias e íbera. La
cama parecía una nube y estaba perfectamente adecuada para los juegos sexuales
de la diosa. Desde una punta de la gran estancia dividida por pieles de
animales, sonaba el bonito ritmo de un tambor. Era Fangoria, la música del
poblado que solía acompañar con sus melodías a Serai. Esta, por su parte,
intentó despacharla, pero esta no quiso. La gran diosa bisexual suspiró,
también tendría que matarla.
Serai se sentó en su gran trono
de deidad mitificada y empezó a pensar como había llegado allí, al mismo tiempo
que se preparaba mentalmente para un largo viaje. Su padre había sido uno de
los hombres más ricos de Arse cuando Aníbal llegó a la Península Ibérica junto
a sus hordas de cartagineses y elefantes. Serai decidió que ella no se
convertiría en uno de los muertos que engrosaría las listas de esa guerra que
se avecinaba entre Roma y Cartago.
Cuando Arse y todas sus gentes quedaron
reducidas a cenizas, ella ya hacía casi un año que había huido hacia el sur, a
refugiarse en un poblado cerca de Cartago Nova. De forma irónica, Serai llamó
al poblado pesquero Picaporte, porque no había en sus toscos muebles o puertas
ni uno solo. Por ese entonces solo tenía unos 20 años.
Un anciano que había perdido a
sus dos hijos, reclutados a la fuerza, en el asedio de Arse decidió adoptarla
informalmente. Él le enseñó a pescar y a surcar las olas como si fuera una hija
de Neptuno. Pasó casi dos años allí, siendo feliz. Pero de repente, el anciano
se mareó pescando y los oscuros mares se lo tragaron para siempre. Serai
decidió irse. Ya no le quedaba nada tan cerca del peligroso mar. No peligroso
por los seres marinos y las furiosas mareas. Era peligroso por las naves
cargadas de hombres sedientos de sangre.
Se encaminó tierra adentro. Allí donde
los fenicios y los griegos nunca llegaron, donde los romanos y los cartagineses
solo se atrevían a entrar armados hasta los dientes. Sin embargo no llegó muy
lejos. Después de unos días de viaje, la capturaron unos lugareños y la
llevaron a un altar de sacrificios. Nos los entendía, ya que hablaban una mezcla de íbero con
fenicio, tartésico y lusitano. Tal amalgama de idiomas era imposible de
descifrar. Obviamente, de griego no tenían ni idea. No obstante, ella logró
captar algunas cosas. Querían sacrificarla para que los dioses les llevasen
lluvias, ya que hacía meses que no caía ni una gota en la zona. La gente moría
de sed y de hambre.
Serai de las apañó para
convencerlos de que ella podía hacer que lloviera. Llena de miedo y sin tener
ni idea de que hacer, intentó buscar una forma de huir. Mientras, sacó de sus
cosas una bolsa de chufas podridas que llevaba desde que huyó de Arse. Más de
recuerdo que de alimento. Las lanzó al fuego y allí se quemaron sin que pasara
nada. Sin embargó, pasaron unos minutos
y el cielo se encapotó. Empezó a llover a mares y las tormentas duraron días. Desde
ese momento, pasó a ser la gran Diosa Serai, la diosa bisexual de las lluvias y
los rayos, portadora de las chufas mágicas. La instalaron en esa cueva y la
agasajaron durante años. Gracias a sus conocimientos de meteorología, había
podido salir del paso durante todo ese tiempo.
Pero, había un problema. El pueblo
donde estaba la consideraba su diosa, pero también su cautiva. Solo permitían
que estuviera en la cueva o por los alrededores cercanos. Y ya estaba cansada. Además
se había asegurado que le fueran informando sobre qué pasaba en el mundo
civilizado. Mientras Aníbal había sembrado de miles de cadáveres romanos los
campos y montes italianos, la República había enviado a un joven general a
Tarraco. Este, unas semanas atrás había conquistado Cartago Nova y estaba
destruyendo uno detrás de otro a los ejércitos de Cartago en Hispania. El general,
llamado Escipión, se había enterado de la existencia de la poderosa diosa de
las tormentas con sus tubérculos mágicos y quería hablar con ella. Serai temía que, al
haber escapo de Arse, aliada de Roma, el general la quisiera juzgar por
traición si descubría sus orígenes. Así que decidió entrar aún más en Iberia.
Cogió su petate y se colocó a
Susy sobre un hombro. Sigilosamente, se acercó a Fangoria y la degolló sin que
esta emitiera ruido. Con pase firme y tranquilo, salió de su santuario. La cueva
se hallaba sobre una colina que bordeaba por el norte al poblado, que se
extendía por el verde valle que tenía a sus pies. Se veían fuegos y antorchas
por sus calles destartaladas. Serai sonrió a uno de los guardias que la
custodiaban. El otro le devolvió la sonrisa pero fue lo último que hizo. El frío
beso de una cuchilla le atravesó al corazón.
Sin dudarlo, Serai le arranco la
corta daga y degolló al de al lado, que estaba tan sorprendido que no había
podido reaccionar. No sería tan fácil con los otros dos. Uno le intentó dar un
puñetazo, pero Serai lo esquivó con facilidad. No había estado ociosa en la
cueva. Se había entrenado hasta desfallecer. La afilada daga abrió un camino de
sangre por el estómago del guardia por donde empezaron a escapar sus tripas. Antes
de que gritara, Serai ya le había rajado la garganta.
Sin embargo, el otro estaba más espabilado.
La desarmó de un manotazo y le cogió el cuello con ambas manos. Serai no podía
contra su desmesurada fuerza, además sabía que no la mataría. Solo la dejaría
K.O. para después sacrificarla. Serai ya pensaba que iba a morir cuando Susy
actuó. Con un chillido se lanzó contra el rostro del guardia y empezó a roer y
arañar, defendiendo a su amiga. El guardia empezó a gritar de dolor e intento
arrancarse a la rata de la cara desgarrada. Serai recuperó el aliento durante
unos segundos, recogió el cuchillo y apuñaló repetidas veces al último guardia,
hasta que dejó de moverse. Susy volvió de un salto al hombro de su amiga. Entre
sus dientes había un ojo, el cual estaba masticando con satisfacción.
Entonces, Serai cogió el petate
que había caído en el suelo y puso rumbo a las tierras donde se ponía el sol. Su
plan era ir hasta la Lusitania, donde buscaría una forma de sobrevivir, lejos
de griegos, romanos y cartagineses. Lejos de las guerras y la sangre. Lejos del
hambre y la sequía. Solo Susy y ella.