dissabte, 26 de gener del 2019

El ejército abandonado


Querido Lamar:
Sigo esperando la respuesta a mis cartas. Sé que aceptamos que jamás podríamos estar juntos, pero eso no quita que no podamos seguir cultivando una bonita amistad. ¿Tan arriesgado lo ves? De todas formas, no te escribo por eso.
No sé si has leído las otras cartas o si simplemente las has visto quemarse en la lumbre al ver mi nombre en el remitente. Si es la segunda, supongo que esto es un acto inútil. No obstante, pensar que hay alguien que me lee y comparte mis pesares, me reconforta en estos momentos duros.
Como deberías saber, hace tres meses me instalé en la casa de campo que me dejó en herencia mi tía viuda, cerca de Segovia. Pensé que estaba de suerte: una casa enorme y totalmente amueblada, llena de lujos, sin vecinos. Incluso en el testamento estaba todo arreglado para que la servidumbre siguiera trabajando y suficiente dinero como para pagarles y darme a la buena vida hasta morir.
Pero no fue así. Durante las noches, empecé a escuchar susurros. Me despertaba asustado, porque muchas veces los oía cerca de mis oídos, pero nunca había nadie en mis aposentos. Durante varios días estuve cambiando de habitación, pero los susurros me seguían en la noche y en los sueños. Susurros huecos y llenos de resentimiento. Susurros que me helaban el alma.
Después, las cosas empeoraron: una noche escuché el tiro de un fusil a lo lejos. No le di importancia, pensé que sería alguien cazando. Sin embargo, un par de noche después, el tiro se escuchó dentro de la casa. No sé si te fijaste cuando viniste el verano pasado a esta casa y viste el gran retrato de mi tía que hay colgado sobre la chimenea. Pues cuando esa noche bajé al salón, había un gran agujero, aún humeante, en el lienzo. El rostro de mi tía estaba desfigurado por el tiro. Le habían disparado a su cuadro, a su fantasma. A su recuerdo.
A la mañana siguiente, estuve atosigando a todo el personal, pero nadie había sido y no habían visto nada, hasta que la más vieja de todas, avanzó un par de pasos y me dijo que teníamos que hablar. Despidió al resto de la servidumbre como si ella fuera el ama y me hizo sentar en un sillón. Yo estaba como hipnotizado por las arrugas y los ojos tan llenos de ira y tristeza que tenía. Sin preámbulos, empezó a contarme una historia. Te la voy a contar en primera persona, como si fueras un espectador más de esta ajada señora:
“Cuando Franco, finalmente, hizo que la ciudad de València se rindiera y que la República cayera, tocaba el momento de limpiar el cenagal. Y cuando digo limpiar, me refiero a matar a todos los que ellos consideraban indignos. Aquí, en Segovia, teníamos a nuestra propia familia de asesinos: tu tío y tus tres primos. Eran conocidos como la Familia del Aguilucho.
Durante meses, pasaron por el paredón a centenares de personas. Todos los hombres y mujeres, pero sobretodo hombres, que eran considerados rojos, homosexuales o ateos eran asesinados. Mataron más de lo que el propio Franco les mandó. Eran su mano ejecutora perfecta: la que mata sin tener que molestar. Durante años, la provincia fue un auténtico nido de terror.
Pero se pasaron de asesinos. El 7 de marzo de 1942, fusilaron a un niño de 13 años, acusado de homosexual y rojo por ellos. En realidad, había discutido con el menor de los Aguiluchos. Eso lo sé, porque era mi hijo. También sé que era homosexual, pero eso nadie más lo sabía. Cuando lo enterré, el día después, me puse a caminar hasta esta casa. Nada me movía, no pensaba mucho lo que iba a hacer. Simplemente, tenía que huir del cementerio y cerrar sus puertas. Y, para eso, alguien tenía que morir. O ellos o yo.
 La gente me vio por las calles y, como un ejército silencioso, la gente empezó a salir de sus casas y a seguirme. Eran todas las mujeres que la historia había dejado atrás: madres, esposas, hermanas e hijas. El ejército del rencor y la pena, el ejército de la rabia y la venganza, el ejército abandonado. Andamos durante horas, hasta que llagamos a esta casa. Ninguna habíamos hablado, pero todas sabíamos lo que queríamos. La mecha se había prendido, algo tenía que explotar.
Alguien nos vio llegar y nos dejó pasar, simplemente se apartó y nos dijo: “Están en el salón”. Durante horas, eso fue un festín de sangre y horror. Descuartizamos y mutilamos al padre y a sus tres polluelos. No quedó nada de ellos, simplemente un gran charco de sangre, entrañas y jirones de ropa. Tu tía, la persona que lo había visto todo y la que nos había abierto la puerta, estaba callada. Solamente, después de minutos de letargo, dijo: “Desapareced, salid de aquí. Dispersaos como si esto nunca hubiera pasado”. Después, la casa se “quemó”.
Tu tía montó bien el paripé: su marido y tres hijos habían muerto quemados por un incendio fortuito. Ella, pasó a estar bajo el amparo de su hermano, tu padre, quien la dejó hacerlo que quisiera con los negocios y su dinero, de forma encubierta claramente.
Reconstruyó la casa y yo entré a trabajar para ella. Durante este tiempo trabajando, he sabido todos los calvarios por los que pasó tu tía antes de que nos lleváramos por delante a la Familia del Aguiluchos, de la cual ella no formaba parte, aunque la mala suerte la había puesto en el medio. Era una santa. No, una mártir, como todas nosotras. Ella era la única que los podía mantener quietos y aterrorizados. Y  ahora no está, simplemente, nos ha dejado.”

Esto pasó esta mañana. Ahora estoy solo en esta casa, despierto a las tres de la madrugada, por culpa de unos susurros horribles. Son susurros gritados y aullados. Susurros que me llaman “maricón de mierda”, “sodomita” y “nenaza”. Insultos que me han perseguido toda la vida y yo los había apartado para que no me afectaran. Pero estos son peores, es como si los mencionara el propio Satán. O peor aún, como si los mencionara el propio Dios.
Han sonado tres disparos de fusil: uno ha reventado la puerta de mi habitación. Pero nadie ha entrado. Sin embargo, yo me he resguardado en el baño. La puerta es de acero, por si alguien necesita refugiarse dentro en caso de que haya un atraco. No sé si servirá de mucho, pero espero que sí.
Mañana, mandaré a toda la servidumbre a su casa con todas las cosas valiosas que haya en esta mansión y bajaré al salón por la noche. Si la vieja señora no se equivoca, la casa mantiene la misma distribución que antes de quemarse. Si es así, es en ese lugar, es donde esos cabrones aparecerán. Creo que sé lo que debo hacer. He tomado una decisión. No sé si es la correcta, pero sí que es la mejor para mí. Para ti.
Pase lo que pase, te quiero mucho Lamar. No vivas engañándote a ti mismo, por favor.
                                                                                                                                             Carlos
                                                                                                                             8 de noviembre de 1980

La noche del 8 al 9 de noviembre de 1980, un fuerte incendio se desató cerca de Segovia. Pese a ser otoño, el fuego quemó con virulencia y llego hasta las puertas de la ciudad del acueducto. Varias casas de campo quedaron arrasadas. No se contaron víctimas mortales, pero si una desaparición: Carlos Soto Buendía.