dimecres, 20 de març del 2019

Tardes de miel


                Me acurruco en posición fetal sobre el suelo. Tengo tanta suciedad en el cuerpo que las lágrimas y el sudor arrastran grandes bolas de mugre, convirtiendo mi piel en un mosaico de teselas negras y piel irritada. Las explosiones y disparos forman una orquestra que hace que las paredes se sacudan y caigan polvo y esquirlas de yeso del techo. Aunque estoy en un pequeño sótano, hay tanto humo en la ciudad que se está empezando a colar por los agujeros. O quizás, se está quemando el edificio. Da igual.
                Creo que debería arrepentirme de haber decidido luchar en esta contienda, aunque nadie me obligara. Bueno, en realidad, sí que me obligaron. No usaron la violencia, pero amenazar con una pistola no es la única forma de obligar a alguien a ir a la guerra. Las mentiras y la necesidad son grandes diosas bélicas. Por otro lado, nadie va a la guerra por gusto, excepto, tal vez, los ricos, los psicópatas y los desesperados, y creo que no soy ninguno de ellos. Bueno, al menos rico no soy.
                Horribles gritos atraviesan las rocas y me distraen de mis pensamientos. Son gritos fuertes y cortos, los típicos que preceden a la muerte. Grandes grietas aparecen en las paredes y el techo de mi pequeño escondite. Por una pequeña rendija, se cuela la luz anaranjada y danzarina del fuego, acompañada por los destellos momentáneos de los disparos.
                Me tumbo de espaldas para observar cómo van creciendo las grietas del techo. En cierto modo, es bonito observarlo. También macabro, porque es observar el avance de mi muerte, pero no me queda mucha sangre como para preocuparme por la moralidad de mis últimos momentos. Prefiero ver como se producen pequeños zigzags que se van ensanchando, dejando a la vista las entrañas oscuras e insondables del edificio. En las partes más profundas, donde la grieta ha llegado hasta la otra habitación, se ven pequeños puntos de luz roja. El edificio está en llamas.
                Respiro profundamente y, aunque mis pulmones se inundan de polvo y vapores tóxicos, yo solo puedo sentir ese olor. El olor dulzón y fresco de las tardes de primavera. Concretamente, de aquella tarde de primavera donde a mi alrededor solo habían abejas y briznas de hierba que bailaban al son de una brisa suave. Hay una tranquilidad tan profunda, que me asusta lo pequeño que soy pero, al mismo tiempo, me emociona lo grande que es todo lo demás.
                El cielo es de un azul brillante como un estanque de aguas cristalinas. Me acuerdo, que en aquel momento, compare las nubes con grandes buques piratas de color blanco. Ahora, en la profundidad de mis recuerdos, solo son nubes algodonosas. Y eso es más bonito.
                El suelo tiembla mientras las grietas del techo se abren de forma bestial. La luz rojiza se abre paso, como si el Olimpo se estuviera quemando y se precipitará contra la tierra. Los trozos de piedra candente se abalanzan sobre mí, pero a una velocidad tan lenta, que puedo volver a sentir ese olor dulzón. Quizá, el cielo ya no es azul, sino rojo, y, la tranquilidad, ha sido substituida por las explosiones. Pero no importa, el recuerdo importante es el olor. Y el sabor. No recuerdo si la miel me la estaba dando él o ella, pero no importa. Es el recuero más bonito que tengo y solo importo yo. Los amé, pero no son relevantes.
                La miel se derrite en mi boca y siento una felicidad tan grande que nunca volveré a alcanzarla. Quizá por eso fui a la guerra: obligado a buscar una felicidad inigualable. No la he encontrado, pero la he imitado. Soy conformista.
                Mientras los escombros aplastan mis miembros y el fuego calcina mi piel y quema mis ojos, yo ya no estoy allí. Ya no hay cielo, ni hierba o abejas, solo el olor dulzón y el sabor de la miel. Durante unos instantes, floto en alguna parte envuelto por las sensaciones. Por la felicidad. Después, nada, solo mi cuerpo sepultado, coronado por una tumba formada por los cascotes de un edificio entero.