Me acurruco
en posición fetal sobre el suelo. Tengo tanta suciedad en el cuerpo que las
lágrimas y el sudor arrastran grandes bolas de mugre, convirtiendo mi piel en
un mosaico de teselas negras y piel irritada. Las explosiones y disparos forman
una orquestra que hace que las paredes se sacudan y caigan polvo y esquirlas de
yeso del techo. Aunque estoy en un pequeño sótano, hay tanto humo en la ciudad
que se está empezando a colar por los agujeros. O quizás, se está quemando el
edificio. Da igual.
Creo
que debería arrepentirme de haber decidido luchar en esta contienda, aunque
nadie me obligara. Bueno, en realidad, sí que me obligaron. No usaron la
violencia, pero amenazar con una pistola no es la única forma de obligar a
alguien a ir a la guerra. Las mentiras y la necesidad son grandes diosas
bélicas. Por otro lado, nadie va a la guerra por gusto, excepto, tal vez, los
ricos, los psicópatas y los desesperados, y creo que no soy ninguno de ellos.
Bueno, al menos rico no soy.
Horribles
gritos atraviesan las rocas y me distraen de mis pensamientos. Son gritos
fuertes y cortos, los típicos que preceden a la muerte. Grandes grietas
aparecen en las paredes y el techo de mi pequeño escondite. Por una pequeña
rendija, se cuela la luz anaranjada y danzarina del fuego, acompañada por los
destellos momentáneos de los disparos.
Me tumbo
de espaldas para observar cómo van creciendo las grietas del techo. En cierto
modo, es bonito observarlo. También macabro, porque es observar el avance de mi
muerte, pero no me queda mucha sangre como para preocuparme por la moralidad de
mis últimos momentos. Prefiero ver como se producen pequeños zigzags que se van
ensanchando, dejando a la vista las entrañas oscuras e insondables del edificio.
En las partes más profundas, donde la grieta ha llegado hasta la otra
habitación, se ven pequeños puntos de luz roja. El edificio está en llamas.
Respiro
profundamente y, aunque mis pulmones se inundan de polvo y vapores tóxicos, yo
solo puedo sentir ese olor. El olor dulzón y fresco de las tardes de primavera.
Concretamente, de aquella tarde de primavera donde a mi alrededor solo habían
abejas y briznas de hierba que bailaban al son de una brisa suave. Hay una
tranquilidad tan profunda, que me asusta lo pequeño que soy pero, al mismo
tiempo, me emociona lo grande que es todo lo demás.
El cielo
es de un azul brillante como un estanque de aguas cristalinas. Me acuerdo, que
en aquel momento, compare las nubes con grandes buques piratas de color blanco.
Ahora, en la profundidad de mis recuerdos, solo son nubes algodonosas. Y eso es
más bonito.
El suelo
tiembla mientras las grietas del techo se abren de forma bestial. La luz rojiza
se abre paso, como si el Olimpo se estuviera quemando y se precipitará contra
la tierra. Los trozos de piedra candente se abalanzan sobre mí, pero a una
velocidad tan lenta, que puedo volver a sentir ese olor dulzón. Quizá, el cielo
ya no es azul, sino rojo, y, la tranquilidad, ha sido substituida por las
explosiones. Pero no importa, el recuerdo importante es el olor. Y el sabor. No
recuerdo si la miel me la estaba dando él o ella, pero no importa. Es el
recuero más bonito que tengo y solo importo yo. Los amé, pero no son
relevantes.
La miel
se derrite en mi boca y siento una felicidad tan grande que nunca volveré a
alcanzarla. Quizá por eso fui a la guerra: obligado a buscar una felicidad inigualable.
No la he encontrado, pero la he imitado. Soy conformista.
Mientras
los escombros aplastan mis miembros y el fuego calcina mi piel y quema mis
ojos, yo ya no estoy allí. Ya no hay cielo, ni hierba o abejas, solo el olor
dulzón y el sabor de la miel. Durante unos instantes, floto en alguna parte
envuelto por las sensaciones. Por la felicidad. Después, nada, solo mi cuerpo
sepultado, coronado por una tumba formada por los cascotes de un edificio
entero.