dissabte, 10 de gener del 2015
Un par de ojos
La luz mortecina del atardecer iluminaba vagamente sus rasgos duros y sus arrugas bien profundas. Aunque sus ojos de color ámbar brillaban con la energía de un joven entusiasta. Suspiro una voluta de vaho salió de su boca y se deshizo en el aire, la escasa ropa que llevaba no impedía que el frio le helara hasta las entrañas.
Respiro fuertemente y siguió su camino, no podía detenerse, no ahora. Recorría el lecho de un rio ya seco y que antaño debió de ser profundo, ya que le era imposible escalar las paredes para salir del rio.
Un escalofrió le recorrió la espalda cuando oyó el aullido de sus perseguidor. Alzó la cabeza y ahí estaba, en la orilla del viejo rio, acosándole que unos ojos humanos inyectados en sangre. Nunca antes había visto semejante animal, tenía cuerpo de zorro, pero tres veces más grande, y su cola grande y esponjosa acababa en un aguijón de color rosa chillón. Su pelaje era del color de sangre, ese rojo negruzco. Pero eso era lo de menos, sus ojos eran el problema, unos ojos azules normales y corrientes, como los de un humano, que lo observaban sin descanso. Eso era peor que la muerte, estar siempre vigilado, con miedo a todo, con la muerte tan cerca que incluso podía tocarte, pero nunca llegaba, siempre se quedaba al margen, mirándolo.
El ser hizo ademan de saltar y el hombre a punto estuvo de caer cuando se echó atrás del susto. El corazón le latía a cien por hora y un sudor frio como el hielo le recorría hasta el último centímetro del cuerpo. El animal empezó a reír, con una mezcla de carcajada humana y gruñido animal, era estremecedor.
El viejo se levantó y se quedó observando, herido y humillado. Cundo la bestia lo vio, se rio mucha más fuerte. El hombre siguió andando, intento huir de él, pero no podía, sentía su mirada en la espalda y oía continuamente sus pisadas en el suelo seco.
La noche calla con rapidez, no había luna esa noche, solo un montón de estrellitas diminutas que inundaban todo el cielo y lo llenaban de alegría y luz, pero en el suelo esa luz no era suficiente, y el anciano caminaba clavándose guijarros en los pies y enredándose continuamente en zarzas marchitas y puntiagudas que se le enganchaban en la ropa y en la piel. Sollozo y se derrumbó en el suelo, las lágrimas no tardaron en anegar sus ojos y empezar a caer por sus cara, trazando extrañas trayectorias cuando entraban en sus arrugas.
Levanto la mirada, tembloroso vio, como si de dos astros más se tratara, el par de ojos aterradores, escrutándole sin pudor y mofándose de él. Entonces empezó a llorar con más fuerza. No podía olvidarlos, ni tampoco apartarlos, nunca se iban a ir, eran como un mal recuerdo o como un trauma, siempre están contigo, solo puedes aprender a convivir con ellos.
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