divendres, 30 d’octubre del 2015

Xio

Las nubes eran como grandes buques grisáceos que navegaban por un profundo cielo brillante. Entre ellas se escapaban etéreos rayos de sol que se desparramaban sobre las montañas, o lo que quedaba de ellas. Habían sido mutiladas por el tiempo, pero sobre todo por los humanos. Bancales llenos de árboles achaparrados y recortados, chalets que por muy lujosos que fueran nunca sustituirían la belleza de la naturaleza, la carretera, que era como una larga cicatriz de asfalto en la delicada piel de la tierra, por donde continuamente pasaban coches que eran parásitos que devoraban todo a su alrededor. Pero lo peor era la cantera, siempre del mismo color blanquecino como el de un cadáver, ella no solo había mutilada la montaña, sino que le había amputado un trozo. Pero eso a mí hacía tiempo que había dejada de importarme, cuando subía allí arriba y dejaba mis pies colgando sobre el vacío, todo se escapaba. Lo anhelaba: andar durante media hora y subir penosamente por pendientes destartaladas para llegar hasta aquella fortaleza de paz aislada. El nombre que le habían puesto los almohades era Xio y así se había quedado durante siglos, un nombre sencillo y sonoro, que a mí solo me transmitía buenos recuerdos. Apenas quedaba ya nada de él, las torres hacía tiempo que habían dejado de acariciar el viento para quedar desmoronadas por el suelo y los muros que lo formaban estaban al borde del derrumbe. Pero eso también importaba poco, esos muros eran resistentes y encerraban en ellos un pequeño bosque que había conseguido salvarse de la tala indiscriminada. Era como una parcelita de vida en medio de una jungla de asfalto y metal. Pues eso, que a mí, pese a todos los inconvenientes, me encantaba sentarme sobre esos muros, que apenas eran un cadáver de cal. Era feliz acariciando los guijarros que contaban las historias de personas que hacía tiempo que solo eran polvo y cenizas. Y el viento, era una de las mejores cosas. Allí arriba siempre corría, ya fuera una brisa que te despeinaba y te refrescaba o un vendaval que te amenazaba con despeñarte. Pero daba igual, el sonido furibundo del viento apagaba el sonido de la civilización y te transportaba a otro mundo, un mundo mejor. Así que, si algún día tienes la bendita suerte de acabar perdido en esa pequeña montaña, donde descansa un castillo que siempre está sumido en sombra, asegúrate de sentarte en las rocas, dejar que los pies te cuelguen y que tus pensamientos vuelen libres con el viento.

dissabte, 10 d’octubre del 2015

Monstruo

La luz anaranjada del atardecer se cola tímidamente a través de los ventanales rotos y de los maderos carcomidos que forman las paredes. Los goteos que resuenan en toda la posada suenan espesos y siguen una especie de ritmo macabro que se suma al clic del tambor de mí revólver. No lo hago a voluntad, es mi dedo encallecido, el que sin pedirme permiso, le da vueltas lentamente a la fría superficie de la pieza giratoria. Está tan frío, pese a que acaba de disparar, como mi corazón, que es ardiente cuando ama pero rápidamente pasa a ser gélido como una noche en el desierto. Quiero levantarme y marcharme, pero no puedo. Mi alma ha muerto aquí, aunque lo he hecho muchas veces, esta vez me he rendido. Es como si mi cuerpo fuera un vaso, y cada atrocidad que he cometido ha ido llenándolo hasta que hoy se ha desbordado y me ha hecho sucumbir. Sigo girando el tambor de mi revólver. Inspiro fuertemente y mis fosas nasales se llenan del olor metálico de la sangre mezclado con el del alcohol barato. Miro la barra y la veo, es la posadera. Está tirada sobre la barra, colgando. No recuerdo su nombre, sé que me lo dijo, pero no lo recuerdo, y eso hace que mi vaso se llene más. De su pelo rubio cae la sangre y se acumula en el suelo. No era guapa la mujer, ni tampoco simpática, ni siquiera tenía dinero, pero eso no quita que tenía que matarla sin haberle preguntado su nombre. Mi dedo ya no gira el tambor del revólver, no es necesario, la única bala que me queda ya está en su sitio correcto. Levanto mi brazo, y esta vez lo hago porque quiero. Observo la cantidad de cuerpos inertes que me rodean y comprendo que no solo soy un monstruo, también me he pasado la vida sin hacer nada. Soy un monstruo que no ha hecho nada. Toda la vida deambulando por un mundo arenoso y sin fin, toda una vida ajusticiando hasta que me harte y me convertí en el que debía ser ajusticiado. Nadie recordara mi nombre, ni siquiera yo querría recordarlo. Siento el beso del cañón en mi sien, esta frío, como el resto del revolver. Ni siquiera en el borde de la muerte sentiré algo calentito, no es que me lo merezca, pero hasta el más loco quiere un poco de paz en medio de la guerra. Acaricio el gatillo. Antes pensaba que había una parte en los suicidas que los incitaba a no hacerlo, no encuentro esa parte en mí y no sé si alegrarme o enojarme. Suspiro y aprieto el gatillo con delicadeza. Por lo menos me iré del mundo ajusticiando a un monstruo que no ha hecho nada.