diumenge, 2 de desembre del 2018

Siete balas


                Recuerdo el día de mi nacimiento. Hacía mucho frío y la lluvia había caído tan fuerte que València se había vuelto a inundar en muchos lugares. Al igual que la primera vez, vine al mundo empapado. Se lo que estaréis pensando: “dice que ha vuelto a nacer porque se salvó de morir”. Os equivocáis. Además, no consideró que volví a nacer, ya que todo lo que sucedió antes no lo considero una vida propia. Solamente una existencia, y eso no es vivir, al fin y al cabo, las piedras también existen sin vivir.
                Como ya he dicho, mi vida no empezó con mi cercana muerte. No, mi vida empezó con la muerte de otra persona. Aún tengo el recuerdo de los seis balazos que asesinaron a la persona que me dio la existencia pero me negó la vida. No hablo de matricidio. Mi madre murió cuando dio a luz. Mi destino fue acabar en manos de mi tío. No sé porque me adoptó. Nunca me quiso y siempre me anuló como persona. Simplemente no me contó porque me acogió. Y yo nunca le pregunté.
                Dudo que toda mi infancia fuera tan horrible como la recuerdo. Supongo que me lo pasé bien o disfruté a veces. Pero no soy capaz de encontrar esos recuerdos. Quiero pensar que mi cerebro los esconde para que no tenga que sufrir por algo que nunca voy a poder recuperar. Me protege enseñándome solo lo que me produce dolor para que no olvide que es el mal. Tengo grabadas en mi memoria cada golpe y cada insulto. Cada vez que acabé en el hospital por “cosas de niños”. Me abrasan internamente los recuerdos donde se ve a mi tío entrando a mi habitación, donde me viola. Ni en esos momentos dejó de insultarme o pegarme.
                Pensaba, que cuando creciera y me hiciera fuerte, todo se acabaría. Que le plantaría cara y me iría a vivir solo después de darle la paliza de su vida. Pero no. Cada vez que se acercaba a mí, el miedo se expandía por mi cuerpo y me agarrotaba. Me anulaba y convertía todo mi valor en sumisión y desprecio hacia mí mismo.
                Pero todo cambio cuando llegué a los 21 años. Volvía casa. El agua lodosa me lamía los pies hasta muy por encima de las perneras. Hacía rato que una fuerte ráfaga de viento había arrancado el paraguas de mis manos. Nunca he sentido tanto frío como durante esa travesía. Entonces lo vi: un coche de la Guardia Civil, abandonado en medio de la calle. El agua había entrado por las puertas y estaba inundado. Se había movido, arrastrado por la fuerza del agua, hasta quedarse varado contra un árbol. Me acerqué, por pura curiosidad. Aún no me explico como la corriente no pudo arrastrarme y escupirme al mar. Creo que fue la fuerza de voluntad.
                No la vi directamente, solamente fue un destello metálico. Estaba sobre el asiento del copiloto, casi cubierta por el agua, así que la cogí y me la llevé. Fue más instinto que otra cosa. No lo pensé. Estaba aún más fría que el ambiente. Pesaba un poco, pero era más pesado el simbolismo. Lastraba mi mano. Pero al igual que con la corriente, tiré de fuerza de voluntad.
                Llegué a casa y ahí estaba él. Viejo pero aún poderoso. Todos los nervios de mi cuerpo se pusieron alerta ante el ser que me controlaba por completo. No obstante, durante unos segundos, perdió un poco el control. Eso fue la perdición para él. En el momento que el miedo quería volver a someterme, algo se rebeló. Simplemente me negué. La pistola apareció ante mis ojos. Estaba empapada, pero no dejé que se resbalara. Con los dedos entumecidos, jalé del gatillo.
                El primer disparo no lo mató. Ni el segundo ni el tercero ni el cuarto ni siquiera el quinto. Simplemente lo dejaron en el suelo, hecho un guiñapo de sangre y gritos. Con cada alarido, su control se desvanecía un poco más. Cada bala que le había dado, era una bala para mi miedo. La sexta bala, que le atravesó la cabeza de punta a punta, me dio la vida. En ese momento nací. Era como un bebé en un mundo familiar pero desconocido.
                Lloré de alegría. Reí. Disfruté por primera vez. Todas las cosas buenas me llenaron y ahí supe que eso era vivir. Que eso era nacer. No obstante, al igual que tanto otros, yo soy un bebé destinado a morir pronto. A no llegar a crecer. Me da igual. Ese trocito de vida, es suficiente.
                He vuelto a la calle inundada. Ha parado un poco de llover, pero la corriente sigue empujando fuerte. El coche de la Guardia Civil sigue ahí. Sigue sin aparecer nadie. Creo que he elegido este lugar porque fue donde mi voluntad se impuso por primera vez. A penas han pasado unos minutos, pero pienso en ello como si hubieran pasado siglos. La vida no consiste de años o tiempo, consiste de sentimientos y libertad. Por eso mi vida ha sido más larga que la de muchos que viven 100 años. Mi tumba dirá que he vivido 21 años, pero, para mí, solo son 19 minutos exactos. Y, esos 19 minutos, son los que valen. Los que importan.
                Levanto el arma y sonrío. Durante unos segundos, la luz del sol se cuela entre las nubes negras. Al minuto 20 de mi vida, la bala número siete lo cierra todo. Lo bueno y lo malo. Todo se funde con la oscuridad para no ser nada.
Eso me hace feliz.