Recuerdo
el día de mi nacimiento. Hacía mucho frío y la lluvia había caído tan fuerte
que València se había vuelto a inundar en muchos lugares. Al igual que la
primera vez, vine al mundo empapado. Se lo que estaréis pensando: “dice que ha
vuelto a nacer porque se salvó de morir”. Os equivocáis. Además, no consideró
que volví a nacer, ya que todo lo que sucedió antes no lo considero una vida
propia. Solamente una existencia, y eso no es vivir, al fin y al cabo, las
piedras también existen sin vivir.
Como ya
he dicho, mi vida no empezó con mi cercana muerte. No, mi vida empezó con la
muerte de otra persona. Aún tengo el recuerdo de los seis balazos que asesinaron
a la persona que me dio la existencia pero me negó la vida. No hablo de
matricidio. Mi madre murió cuando dio a luz. Mi destino fue acabar en manos de
mi tío. No sé porque me adoptó. Nunca me quiso y siempre me anuló como persona.
Simplemente no me contó porque me acogió. Y yo nunca le pregunté.
Dudo que
toda mi infancia fuera tan horrible como la recuerdo. Supongo que me lo pasé
bien o disfruté a veces. Pero no soy capaz de encontrar esos recuerdos. Quiero pensar
que mi cerebro los esconde para que no tenga que sufrir por algo que nunca voy
a poder recuperar. Me protege enseñándome solo lo que me produce dolor para que
no olvide que es el mal. Tengo grabadas en mi memoria cada golpe y cada insulto.
Cada vez que acabé en el hospital por “cosas de niños”. Me abrasan internamente
los recuerdos donde se ve a mi tío entrando a mi habitación, donde me viola. Ni
en esos momentos dejó de insultarme o pegarme.
Pensaba,
que cuando creciera y me hiciera fuerte, todo se acabaría. Que le plantaría
cara y me iría a vivir solo después de darle la paliza de su vida. Pero no. Cada
vez que se acercaba a mí, el miedo se expandía por mi cuerpo y me agarrotaba.
Me anulaba y convertía todo mi valor en sumisión y desprecio hacia mí mismo.
Pero todo
cambio cuando llegué a los 21 años. Volvía casa. El agua lodosa me lamía los
pies hasta muy por encima de las perneras. Hacía rato que una fuerte ráfaga de
viento había arrancado el paraguas de mis manos. Nunca he sentido tanto frío
como durante esa travesía. Entonces lo vi: un coche de la Guardia Civil,
abandonado en medio de la calle. El agua había entrado por las puertas y estaba
inundado. Se había movido, arrastrado por la fuerza del agua, hasta quedarse
varado contra un árbol. Me acerqué, por pura curiosidad. Aún no me explico como
la corriente no pudo arrastrarme y escupirme al mar. Creo que fue la fuerza de
voluntad.
No la
vi directamente, solamente fue un destello metálico. Estaba sobre el asiento
del copiloto, casi cubierta por el agua, así que la cogí y me la llevé. Fue más
instinto que otra cosa. No lo pensé. Estaba aún más fría que el ambiente. Pesaba
un poco, pero era más pesado el simbolismo. Lastraba mi mano. Pero al igual que
con la corriente, tiré de fuerza de voluntad.
Llegué
a casa y ahí estaba él. Viejo pero aún poderoso. Todos los nervios de mi cuerpo
se pusieron alerta ante el ser que me controlaba por completo. No obstante,
durante unos segundos, perdió un poco el control. Eso fue la perdición para él.
En el momento que el miedo quería volver a someterme, algo se rebeló. Simplemente
me negué. La pistola apareció ante mis ojos. Estaba empapada, pero no dejé que
se resbalara. Con los dedos entumecidos, jalé del gatillo.
El primer
disparo no lo mató. Ni el segundo ni el tercero ni el cuarto ni siquiera el
quinto. Simplemente lo dejaron en el suelo, hecho un guiñapo de sangre y
gritos. Con cada alarido, su control se desvanecía un poco más. Cada bala que
le había dado, era una bala para mi miedo. La sexta bala, que le atravesó la
cabeza de punta a punta, me dio la vida. En ese momento nací. Era como un bebé
en un mundo familiar pero desconocido.
Lloré de
alegría. Reí. Disfruté por primera vez. Todas las cosas buenas me llenaron y
ahí supe que eso era vivir. Que eso era nacer. No obstante, al igual que tanto
otros, yo soy un bebé destinado a morir pronto. A no llegar a crecer. Me da
igual. Ese trocito de vida, es suficiente.
He vuelto
a la calle inundada. Ha parado un poco de llover, pero la corriente sigue
empujando fuerte. El coche de la Guardia Civil sigue ahí. Sigue sin aparecer
nadie. Creo que he elegido este lugar porque fue donde mi voluntad se impuso
por primera vez. A penas han pasado unos minutos, pero pienso en ello como si
hubieran pasado siglos. La vida no consiste de años o tiempo, consiste de
sentimientos y libertad. Por eso mi vida ha sido más larga que la de muchos que
viven 100 años. Mi tumba dirá que he vivido 21 años, pero, para mí, solo son 19
minutos exactos. Y, esos 19 minutos, son los que valen. Los que importan.
Levanto
el arma y sonrío. Durante unos segundos, la luz del sol se cuela entre las
nubes negras. Al minuto 20 de mi vida, la bala número siete lo cierra todo. Lo bueno
y lo malo. Todo se funde con la oscuridad para no ser nada.
Eso me hace feliz.
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