El viento le mece suavemente los pelos, que tiene largos y
desaliñados, aunque gracias al bamboleando movimiento del aire, le da un toque
de belleza exótico, un poco estrambótico, quizás. Está sentado en un banco de
piedra blanca, con los codos sobre las rodillas y las manos entrelazadas. Tiene
el esmoquin negro lleno de arrugas. Frente a él, un lápida. El enterramiento
parece reciente, porque la tierra está removida y parece fresca, como salida de
las entrañas del planeta.
Parpadea. A nadie le daría
tiempo, pero a ella sí. Sigilosa como una ninfa, una mujer aparece y se sienta
sobre la lápida mientras él sube y baja los párpados. Lleva un vestido negro que
le llega hasta las rodillas. Un velo hecho de encaje negro le cubre solo el ojo
derecho. Lo más curioso es que va descalza. El viento también agita sus pelos,
que tapan a ratos su rostro, intentando disimular la sonrisa de satisfacción
que se dibuja en ella.
-
Dieciocho
ya – dice ella con la voz aterciopelada -. No te has podido controlar
Parece divertirse.
-
Cállate – susurra él apenas con un gemido. Sus manos
han dejado de estar entrelazadas y le han tapado la cara.
Ella ensancha aún más la sonrisa
-
Sabes perfectamente que no puedo. No me dejan. “Tú”
no me dejas.
Durante unos segundos, en los
cuales el viento arremolina un montón de hojarasca entre ellos dos, nadie
habla.
-
¿Sabes? – dice ella de nuevo – Esta vez no te
vas a poder librar. Hasta ahora no tenían muchas pistas, pero ahora ya nos les
hace falta. Lo han relacionado todo y han llegado hasta ti. Un poco lentos, la
verdad. ¿Hacían falta dieciocho cadáveres para darse cuenta de quien era el
asesino? Cuanto incompetente suelto – mientras dice eso va leyendo los nombres
de las tumbas que le rodean, curiosa -. Pero ahora ya da igual, ahora te vas…
Un disparo interrumpe su charla. Ha
sido él, que ha sacado una pistola y le ha disparado a bocajarro. Pero no hay
herida, ni siquiera está ya la mujer. Él eso ya lo sabía, siempre pasaba lo
mismo, nunca la mataba, pero a veces servía para callarla. Pero no aquella vez.
-
Eres un tonto. Un tonto jodidamente astuto –
dice ella, que ha aparecido sentada a su lado. Observa el agujero de bala, aún
humeante, que se ha formado en la lápida de detrás -, pero un tonto al fin y al
cabo
-
Esperaba que te callaras – dice él con voz
ronca.
Pero ella niega con la cabeza.
-
No hoy, querido. Quiero pasar los últimos
momentos que te quedan de libertad contigo.
Vuelven a estar unos segundos
callados. El viento ha ido amainando hasta volverse una brisa suave y dulce. De
nuevo, es ella quien rompe el silencio.
-
La ventaja del pasado es que se puede dejar
atrás – dice -. Sin embargo, los humanos somos tozudos y morbosos, nos encanta
regocijarnos en la mierda ocurrida y dejada atrás. Pero, al mismo tiempo, se
puede continuar. El tiempo no cura nada, pero la demencia sí. Y si hay una cosa
que el tiempo hace, es volvernos dementes. Saber es perder cordura.
Él no entiende nada, solo le
parece que ella está desvariando.
-
Pero tú no eres del promedio – sigue hablando -.
No te equivoques, tampoco eres de los privilegiados que saben aprovechar las
ventajas del pasado. Tú eres de los más estúpidos: eres un cobarde. Y no un
cobarde frente a los miedos, como la mayoría. No. Eres un cobarde frente a la
vida y el tiempo.
-
No te entiendo…
-
Por supuesto que no me entiendes, pero te lo voy
a intentar explicar: no has asimilado tu pasado, para poder encerrarlo. Lo que
has hecho, es intentar pasarle por encima y eso, querido, el pasado no lo
tolera. En lugar de aprender de los errores, los has querido eliminar. Y lo has
hecho de la peor forma posible: matando. Te creías que cada vez que matabas a
alguien que te causaba un “problema de pasado” lo superabas. Pero no, al matar,
convertías el problema en algo del presente y lo alargabas hasta el futuro.
La atmosfera se había vuelto
tensa. Pese a la profundidad de sus palabras, ella seguía sonriendo y
contándolo todo de forma divertida.
-
Mientes
-
¿Qué miento? – ríe -. Mírame, cerdo. Yo soy el
ejemplo de todos los errores que has cometido. Fui la primera, tú propia
hermanita. Me mataste hace ya tres años y medio. Me quitaste mi futuro, pero me
diste el tuyo. A través de tu culpabilidad, nací como un tumor de tu mente. Y cada
vez que matabas, yo era más fuerte y me mostraba más. Me diste el poder. Maldito
cobarde, me diste el control sobre ti.
Él la mira con la mirada vacía.
-
¿Por qué me dices estas cosas justo ahora?
-
Fácil, ya no tienes salvación – sonríe y
disfruta con la incredulidad de su hermano -. Si hubieras parado cuando me
mataste, o después de los tres o cuatro siguientes, podrías haber intentado
redimirte, matar la culpa para que tu pasado solo fuera una sombra en el futuro
y no el futuro entero. Pero yo decidí que no. Quería verte destruirte, quería
ver como aumentaba tu culpabilidad y con ella mi fuerza. Y hoy eso ha
cristalizado. Has matado a nuestra madre, a la mujer que te dio la vida. Simplemente,
ya no tienes salvación. Y eso me da la vida.
Vuelven a estar en silencio por
tercera vez. Pero ahora es él quien lo rompe.
-
Pero, el hecho de que existas tú, el hecho de
que me sienta culpable, es bueno – dice con una inocencia infantil, casi con
esperanza-. No soy malo.
Ella ríe. Ríe mucho, a carcajada
limpia. Se le saltan lágrimas y todo.
-
Sigues sin entender, estúpido – dice con una
sonrisa maligna -. Claro que no eres malo, eso no te lo he dicho en ningún
momento. Lo que eres es un cobarde, que es bastante más malo, por muy irónico
que suene. ¿Y sabes qué es lo peor? Que aún no has conocido el miedo. El terror
viene ahora, más negro que nunca. Pero no te asustes, yo estaré ahí para
hacerte compañía. A todas horas. Hasta después de muerto. Siempre tuya,
hermanito.
Y ríe como si nunca hubiera
podido reír hasta ese momento. Y sus carcajadas se mezclan con las sirenas de
los coches de policía que se acercan, formando una cacofonía que se traga todas
las esperanzas de él. Comienza el terror.
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