dissabte, 29 d’agost del 2015

Flores en el bosque

Sus dedos pequeños y blancos como dedales de porcelana se entrecruzaron entre los míos hasta formar un apretado conjunto de falanges negras y blancas, colocadas regularmente. Su pelo era tan fino que flotaba alrededor de su cabeza como una aureola de poder que se mantenía flotando por la ligera brisa de agosto, dejando escapar destellos violetas por la luz lunar. Pero yo sabía cómo era realmente su pelo, ese color pardo que mezclaba con mechones rubios dando la sensación que tuviera la cabeza en llamas. Era hermoso, y el olor que desprendía aún más, era como meter la nariz en un jardín de plantas aromáticas, donde las fragancias parecían haber hecho una tregua para no enmascararse entre sí. Parecía pequeña, pero como pude comprobar, eso no la hacía débil. A su lado yo no era nada, mi pelo era una gruesa mata negra que jamás había estado bien peinado, mi piel negra como el azabache me había condenado a la esclavitud, al igual que lo había echo con toda mi familia. Y si eso no era suficiente, era una mujer a la que le gustaban las mujeres. Al principio estaba confusa, y cuando le pregunte a mi madre me miro horrorizada y me azoto durante horas con sus manos fuertes de tanto fregar. Dijo que si mi padre aun estuviera vivo se avergonzaría de mí. Me hizo sentir un monstruo, un ser que no debía existir, un error sobre un error. Cada vez que miraba a otra mujer y sentía que me gustaba me odiaba a mí misma y si mi madre me pillara, hacía que el dolor también fuera físico. Estuve tentada de acabar con todo, prefería morir libre antes de cambiar y sentirme frustrada y encerrada en mí misma. Pero todo cambio cuando conocí a Campanula, era un nombre raro, pero ella me dijo que se puso ese nombre cuando se escapó de casa y vio su reflejo en un lago una noche de luna llena. Su pelo se parecía tanto a las flores que había en el alfeizar de su ventana que decidió llamarse así y de ese modo romper todo contacto con su antigua vida. A ella también la habían tratado como a un engendro por ser lo que era. Pero ella no intento remediarlo como yo, ella se fue de casa y vivió libre, por lo que supo, sus padre no la buscaron hicieron como si no existiera y punto. Ahora yo haría lo mismo, lo dejaría todo atrás, solo lo puesto y mi amor por ella, incluso mi nombre iba a cambiar. De ahora en adelante seria Molly Sanderson, también raro, ¿verdad?, pero mis motivos tendría. Mi amo intentaría darme caza y alcanzarme, no solo por ser su esclava, sino porque era la única que según él, le complacía por la noche. Tendría que correr y mucho, desaparecer, desvanecerme en el bosque, como Campanula, pero estaba preparada, con un amo violador y una madre maltratadora, no era difícil elegir. Por eso, cuando note el tirón en mi brazo me deje llevar. Nos pusimos a correr y los adoquines llenos de estiércol y orín pasaron a ser hierba húmeda y piedras afiladas. Los imponentes arboles parecían esperar nuestra llegada con ansiedad, moviendo las ramas suavemente por la brisa. Se oía una corriente de agua a lo lejos, que junto al vaivén de los árboles y el disimulo cantar de los grillos, creaba una atmósfera salvaje, pero al mismo tiempo de paz. Atravesamos el muro de troncos y de pronto la oscuridad nos rodeó, al igual que los sonidos melifluos del bosque. A partir de ese momento, los imponentes arboles serian nuestros centinelas milenarios. No iba a ser fácil, pero por lo menos, siempre tendríamos la seguridad de ser libres.

divendres, 7 d’agost del 2015

La casa del polvo. Parte 2

Un escalofrió recorrió el cuerpo de Silvia, que se giró de golpe. A través de las puertas del salón pude ver que había otra sala en frente. También pudo ver que Patricia no estaba. - ¿Dónde está Patricia? – preguntó Julia la miro un momento despreocupada y miro la habitación de enfrente. - Puede que esté allí. A Silvia no le gustaba ni un pelo ese salón, así que giro en redondo y fue a buscar a Patricia. Julia decidió acabar de seguir la senda de huella que terminaba al final del salón, detrás de un sofá. El polvo se había levantado, creando una neblina grisácea que se le colaba por la boca y hacia que le escociera la garganta. Detrás del sofá no había nada, las huellas terminaban debajo de un par de zapatos. La oscuridad pareció aumentar cuando Julia se arrodillo a por ellos. Aunque casi no veía nada pudo reconocer con facilidad os zapatos de Roberto en sus manos. Un líquido tibio empezó a bajarle por las muñecas. El líquido tenía un brillo rojizo, debido a la luz que se filtraba por la ventana. El grito de Julia recorrió la casa de arriba abajo. Sus ojos se habían quedado bloqueados, mirando con horror los trozos de piel y huesos sangrientos que asomaban de los zapatos. Los pies seguían dentro y habían sido cortados recientemente. Reacciono y se levantó, pero había otra figura en mitad del salón. No era ni Roberto ni Patricia. Tampoco era Silvia, ya que Julia la podía ver en el umbral de la otra habitación, petrificada por el horror. El hombre que había en mitad de la habitación tenía la cara rodeada por tres vendas roñosas y llenas de sangre. Tenía un espada en la mano, de donde goteaba un líquido espeso, al igual que de sus manos. Silvia corrió hacia la puerta. El hombre la persiguió a ella. Julia lo sintió mucho por Silvia, pero no podía ayudarla, así que se metió por en la enorme chimenea. Estaba llena de hollín y excrementos de rata, pero no podía hacer nada, así que se impulsó con las manos y se encogió todo lo que pudo. Los pasos que había oído hasta ahora dejaron de sonar. El único sonido que había era el de su respiración agitada. Seguramente el asesino se habrá ido persiguiendo a Silvia. Julia estaba pensando que no podía estar más a salvo cuando le vino a la cabeza que no había borrado su rastro en el polvo. Demasiado lenta. Sintió como la hoja de la espada le habría un agujero en su vientre. Callo y se estrelló contra el suelo de la chimenea. Estaba aturdida, la cabeza le palpitaba y sentía como se le escapaba la vida lentamente por el agujero que le había hecho en el estómago. También olía algo, fuerte y dulzón, que se le metía en las fosas nasales. ¿Gasolina? Vio la cerilla encendía volar sobre ella, y en el momento que toco su cuerpo, todo se convirtió en un infierno. Silvia sollozaba, todo era horrible, sin sentido. Primero había desaparecido Roberto, después había encontrado las gafas rotas y ensangrentadas de Patricia en el suelo. Y cuando salió y vio al hombre, corrió. Pero no pudo escapar. Las puertas de la casa estaban cerradas a cal y canto. Le perseguía y ella iba a morir. Pero el miedo le despertó el sentido y pudo ver que había unas escaleras en el recibidor. Las subió y dejo de perseguirla. En ese momento estaba encerrada en una habitación, tirada en el suelo y oyendo los gritos agónicos de Julia en el piso de abajo. Quería ayudar, pero apenas podía moverse. Solo podía oír los gritos, sollozar y sentir como el polvo la cubría, como si intentara consolarla con su abrazo etéreo. O también podría estar intentando enterrarla. Los gritos cesaron, y la habitación se llenó de olor a carne quemada. Las lágrimas le resbalaban por la cara y se volvían densas cuanto más polvo atrapaban en su descenso hacia la barbilla. Le dolía la palma de la mano, por estar apretando con fuerza las gafas rotas de Patricia. Oía como se acercaba, sus pasos resonaban por todo la casa, como subía uno a uno los escalones. Lo hacía con lentitud, saboreando el momento. Con la seguridad de que no podía escapar. Silvia se levantó, tenía que escapar. Había un balcón en la habitación, pero saltar sería un suicidio. La otra cosa que había en la habitación era un armario. Podía esconderse y rezar para que no la buscara. Revolvió el polvo, como había echo antes de encerrarse en la habitación, para que no la encontrar. Se acercó al armario, pero se paró en seco. Alguien lloraba dentro de él. Gemía débilmente, como si estuviera amordazado. Silvia lo reconocía. - ¿Roberto? – pregunto con cautela. Los gemidos se multiplicaron y empezaron a dar golpes desde dentro del armario. - Gracias a Dios, Roberto, este vivo – dijo – espera que te saco. Su cabeza se estampo con violencia contra la puerta del armario, con tal fuerza que esta se combo e incluso se astillo. Silvia estaba mareada sentía como la oscuridad se llenaba de color extravagantes. Se alejó del armario tambaleándose. Podía oír como Roberto se sacudía con furia dentro del armario. Alguien la cogió por la espalda y la lanzo hacia un lado. Su cuerpo atravesó el viejo cristal con facilidad, llenándose de cortes profundos. Era alta, así que su cintura quedaba por encima de la barandilla. Por los pelos consiguió cogerse y no caer al vacío. Estaba de espaldas a la calle. Donde las gafas de Patricia habían caído. Estaba llena de cortes sangrantes y la cabeza le dolía horrores. Pudo ver como el hombre de las vendas se acercaba a ella y levantaba la espada. Lo único que se podía ver de su cara era un ojo de color azul, lleno de venitas enrojecidas. Lo último que pensó Silvia antes de que le separaran la cabeza del cuerpo fuer que debería haber saltado. Su cabeza se estampo contra el suelo y reventó como una sandía podrida.

La casa del polvo. Parte 1

El frio emanaba a través de la puerta como el aliento de una bestia invernal, mezclándose con el aire cálido de una noche de agosto. - Entremos – dijo Julia. Le brillaban los ojos por la emoción. La casa que se elevaba ante ellos era una de las más grandes del pueblo y, también, de las más antiguas. Llevaba más de medio siglo cerrada, imposible de reformar, porque la fachada estaba protegida. Imposible de habitar por la cantidad de reformas que necesitaba. Roberto asintió entusiasmado, el también tenía muchas ganas de entrar, aunque el miedo le atenazara las entrañas. Silvia y Patricia eran la otra cara de la moneda. - Ni de coña – dijo Patricia – podría haber algo o alguien. Roberto sonrió. - Vamos será divertido – y se adentró en la casa. Su figura se fundió con la negrura, y lo último que vieron de él fueron los colores de su camisa: azul, gris y blanco. Julia, también entro y Patricia y Silvia no tuvieron otro remedio que seguirlos. La casa estaba a oscuras, solo iluminada por la luz anaranjada que se colaba por las puertas y por las ventanas, creando sombras siniestras que se contorneaban cada vez que alguien o un coche pasaban por delante de la casa. El recibidor en el que aparecieron era enorme, con baldosas de mármol rotas y sillas de madera muy elaboradas desperdigadas por el suelo. Todo cubierto de polvo. Las pisadas de Roberto destacaban en el suelo, adentrándose en el pasillo que se abría a partir del recibidor. - Roberto – dijo Silvia con un hilito de voz temblorosa – sal, esto no tiene gracia. El silencio le respondió. - Sigamos las huellas – dijo Julia. A medida que iban avanzando, la oscuridad que cubría el pasillo como un manto de pesadilla, se hacía más tenue, dejándoles ver por dónde iban pero con una barrer negra siempre por delante. El caminito de huella dio un brusco giro y se adentraron en una habitación. Las puertas acristaladas estaban abiertas de par en par. El salón era aún más gran que el recibidor, lleno de sofás, con una chimenea enorme y una araña de cristal colgada del techo, oscilando de manera muy débil, como si una ligera brisa recorriera la habitación. - Por dio Roberto, si quería darnos un susto deberías haber borrado tus huellas. Julia y Silvia entraron, pero a Patricia algo le llamo la atención. Había una habitación en frente del salón, con la puerta también abierta. Un destello amarillo había brillado al fondo. Aunque todo su ser le dijo que no, Patricia entro. La habitación estaba totalmente vacía, exceptuando un gran espejo cubierto de polvo. Patricia tembló por el frio, el mono azul marino con motivos blancos no le llegaba ni a las rodillas, y además sin mangas. Al ver espejo, Patricia comprendió que el destello habría sido un reflejo de la blusa amarilla de Julia. Dejo salir todo el aire de su interior y suspiro. Se dio la vuelta y se dispuso a salir de la habitación. La mano apareció de entre las sombras. Tenía los dedos largos, al igual que sus uñas. Con una bestialidad brutal la mano rodeo la cabeza de Patricia y la uñas le perforaron los ojos. El dolor fuer horrible, sentía la sangre manar a través de sus cuencas, ahora vacía, quiso gritar, pero otra mano había rodeado su cuello. Le empezó a faltar el oxígeno y sintió como tiraban de ella.