divendres, 7 d’agost del 2015

La casa del polvo. Parte 2

Un escalofrió recorrió el cuerpo de Silvia, que se giró de golpe. A través de las puertas del salón pude ver que había otra sala en frente. También pudo ver que Patricia no estaba. - ¿Dónde está Patricia? – preguntó Julia la miro un momento despreocupada y miro la habitación de enfrente. - Puede que esté allí. A Silvia no le gustaba ni un pelo ese salón, así que giro en redondo y fue a buscar a Patricia. Julia decidió acabar de seguir la senda de huella que terminaba al final del salón, detrás de un sofá. El polvo se había levantado, creando una neblina grisácea que se le colaba por la boca y hacia que le escociera la garganta. Detrás del sofá no había nada, las huellas terminaban debajo de un par de zapatos. La oscuridad pareció aumentar cuando Julia se arrodillo a por ellos. Aunque casi no veía nada pudo reconocer con facilidad os zapatos de Roberto en sus manos. Un líquido tibio empezó a bajarle por las muñecas. El líquido tenía un brillo rojizo, debido a la luz que se filtraba por la ventana. El grito de Julia recorrió la casa de arriba abajo. Sus ojos se habían quedado bloqueados, mirando con horror los trozos de piel y huesos sangrientos que asomaban de los zapatos. Los pies seguían dentro y habían sido cortados recientemente. Reacciono y se levantó, pero había otra figura en mitad del salón. No era ni Roberto ni Patricia. Tampoco era Silvia, ya que Julia la podía ver en el umbral de la otra habitación, petrificada por el horror. El hombre que había en mitad de la habitación tenía la cara rodeada por tres vendas roñosas y llenas de sangre. Tenía un espada en la mano, de donde goteaba un líquido espeso, al igual que de sus manos. Silvia corrió hacia la puerta. El hombre la persiguió a ella. Julia lo sintió mucho por Silvia, pero no podía ayudarla, así que se metió por en la enorme chimenea. Estaba llena de hollín y excrementos de rata, pero no podía hacer nada, así que se impulsó con las manos y se encogió todo lo que pudo. Los pasos que había oído hasta ahora dejaron de sonar. El único sonido que había era el de su respiración agitada. Seguramente el asesino se habrá ido persiguiendo a Silvia. Julia estaba pensando que no podía estar más a salvo cuando le vino a la cabeza que no había borrado su rastro en el polvo. Demasiado lenta. Sintió como la hoja de la espada le habría un agujero en su vientre. Callo y se estrelló contra el suelo de la chimenea. Estaba aturdida, la cabeza le palpitaba y sentía como se le escapaba la vida lentamente por el agujero que le había hecho en el estómago. También olía algo, fuerte y dulzón, que se le metía en las fosas nasales. ¿Gasolina? Vio la cerilla encendía volar sobre ella, y en el momento que toco su cuerpo, todo se convirtió en un infierno. Silvia sollozaba, todo era horrible, sin sentido. Primero había desaparecido Roberto, después había encontrado las gafas rotas y ensangrentadas de Patricia en el suelo. Y cuando salió y vio al hombre, corrió. Pero no pudo escapar. Las puertas de la casa estaban cerradas a cal y canto. Le perseguía y ella iba a morir. Pero el miedo le despertó el sentido y pudo ver que había unas escaleras en el recibidor. Las subió y dejo de perseguirla. En ese momento estaba encerrada en una habitación, tirada en el suelo y oyendo los gritos agónicos de Julia en el piso de abajo. Quería ayudar, pero apenas podía moverse. Solo podía oír los gritos, sollozar y sentir como el polvo la cubría, como si intentara consolarla con su abrazo etéreo. O también podría estar intentando enterrarla. Los gritos cesaron, y la habitación se llenó de olor a carne quemada. Las lágrimas le resbalaban por la cara y se volvían densas cuanto más polvo atrapaban en su descenso hacia la barbilla. Le dolía la palma de la mano, por estar apretando con fuerza las gafas rotas de Patricia. Oía como se acercaba, sus pasos resonaban por todo la casa, como subía uno a uno los escalones. Lo hacía con lentitud, saboreando el momento. Con la seguridad de que no podía escapar. Silvia se levantó, tenía que escapar. Había un balcón en la habitación, pero saltar sería un suicidio. La otra cosa que había en la habitación era un armario. Podía esconderse y rezar para que no la buscara. Revolvió el polvo, como había echo antes de encerrarse en la habitación, para que no la encontrar. Se acercó al armario, pero se paró en seco. Alguien lloraba dentro de él. Gemía débilmente, como si estuviera amordazado. Silvia lo reconocía. - ¿Roberto? – pregunto con cautela. Los gemidos se multiplicaron y empezaron a dar golpes desde dentro del armario. - Gracias a Dios, Roberto, este vivo – dijo – espera que te saco. Su cabeza se estampo con violencia contra la puerta del armario, con tal fuerza que esta se combo e incluso se astillo. Silvia estaba mareada sentía como la oscuridad se llenaba de color extravagantes. Se alejó del armario tambaleándose. Podía oír como Roberto se sacudía con furia dentro del armario. Alguien la cogió por la espalda y la lanzo hacia un lado. Su cuerpo atravesó el viejo cristal con facilidad, llenándose de cortes profundos. Era alta, así que su cintura quedaba por encima de la barandilla. Por los pelos consiguió cogerse y no caer al vacío. Estaba de espaldas a la calle. Donde las gafas de Patricia habían caído. Estaba llena de cortes sangrantes y la cabeza le dolía horrores. Pudo ver como el hombre de las vendas se acercaba a ella y levantaba la espada. Lo único que se podía ver de su cara era un ojo de color azul, lleno de venitas enrojecidas. Lo último que pensó Silvia antes de que le separaran la cabeza del cuerpo fuer que debería haber saltado. Su cabeza se estampo contra el suelo y reventó como una sandía podrida.

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