-
¿Has venido a matarme? – pregunta entre susurros
el hombre que se encuentra de cuclillas frente al río de aguas blanquecinas. Pese
a sus palabras, su tono de voz es sereno y su faz un océano de tranquilidad.
El hombre que hay detrás de él
se queda totalmente quieto, con la lanza flotando sobre su cabeza. Su rostro es
un rictus de determinación, pero al mismo tiempo es una galaxia infinita de
emociones.
-
¿Dudas, hermano? – vuelve a hablar el hombre que
está frente a las aguas que corren tan despacio que más que un río parecen un
lago.
-
No puedo permitir que consigas el Imperio – dice
el otro con voz pausada-. Has de comprender que solo lo conducirás a la destrucción.
Aunque ambos son muy parecidos,
la diferencia de edad es notable.
-
¿Destrucción? – sonríe con sorna el mayor -. Es curioso
que digas que yo lo destruiré todo cuando tú quieres la guerra. Yo solo busco
la paz.
La cara del menor deja entrever
una mueca de rabia y disgusto.
-
Tu solo quieres pactar para una paz que nos ara débiles
interna y externamente. Además, nadie la aceptará, han matado a demasiados de
los nuestros como para que haya una posible paz. ¿Es que no lo entiendes? Hay que
aniquilarlos.
-
Cuidado, hermano. Aniquilar es una palabra peligrosa que se debe llevar hasta
el final. Si de verdad quieres cumplirlo no puedes dejar a nadie con vida: mujeres
y hombres, niños y ancianos, guerreros y ciudadanos… deberás acabar con todos. Una
muerte violenta solo es una cadena que solo lleva a masacres y destrucción sin
sentido. Solo la empatía y la comprensión pueden evitarlo. La guerra sí que es
el final.
La lanza se acerca
peligrosamente a la nuca del mayor mientras que el menor empieza a escupir
palabras.
-
¡Cállate basura! Has perdido el honor a tus raíces,
debemos vengarnos…
-
¿Sabes cómo se llama este río? – la voz del
mayor sigue siendo relajada mientras que el desconcierto se dibuja en el
semblante del menor – Es el rio Espejo. Los antiguos emperadores venían aquí, a
verse reflejados en las aguas puras y así poder reflexionar. Ahora la tradición
se ha perdido…
El menor vuelve a su faceta
agresiva.
-
No es momento de hablar de estupideces pasadas…
-
Sin embargo, - dice el mayor –nunca encontraremos
otro instante mejor. Este río solo refleja los días nubosos, cuando no hay ni
mucha luz, ni mucha oscuridad y las aguas son blancas e inmóviles, como hoy. Gracias
a eso, los primeros emperadores eran capaces de ver sus versiones deformadas,
su peor yo. En realidad, ese reflejo grotesco y esperpéntico era el fondo de su
corazón reflejado, todo el odio y maldad que atesoraban en la parte más podrida
de su alma. Al ser capaces de verlo, según la leyenda, ellos eran capaces de
librarse de su oscuridad, “renacer” y gobernar de la mejor forma posible.
La cara del mayor se ve
perfectamente perfilada en el espejo de aguas cristalinas, sin deformar. Ahora hay
menos serenidad y más tristeza.
-
Obviamente, por las guerras y muertes que ha
habido, podemos saber que el mito del río es falso. Pero hermano, tú y yo
tenemos ventaja: no necesitamos el río. Tú eres mi espejo y yo soy el tuyo. Y dime
– por primera vez desde que empezaron a hablar, el mayor posa su mirada en el menor-:
¿Quién de los dos es el reflejo del otro? ¿Quién es el deforme? ¿Quién debe
desaparecer?
La lanza se abre paso
desgarrando hueso y carne, escupiendo sangre y porciones rosadas del mayor por
doquier. El cuerpo inerte, con la cabeza partida, se desploma al río. Las aguas
blancas se convierten en rojas. La sangre, debido a la poca corriente, se
concentra alrededor del hermano, rodeándolo como una aureola macabra. Sus ojos
siguen siendo tranquilos, y no miran al cielo, miran a su hermano.
El menor ve el cuerpo como si
fuera su reflejo y, al mismo tiempo, se ve a sí mismo como el espejo. Y sabe la
respuesta: el reflejo deforme no es la parte mala, es solo el reflejo de todo
lo que uno es, una falsa ilusión. Una mentira hecha para consolar a gobernantes
inútiles. Pero el sí que tenía un reflejo capaz de ver más allá de su parte
oscura. De guiarlo y de servirse de apoyo mutuamente. Ambos eran la deformación
del otro, y ahí residía su ventaja, en que ambos podían conocer la verdadera
maldad del otro y servirse de esa habilidad para salvar al otro. Por desgracia
solo uno lo comprendió.
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