dimecres, 24 d’agost del 2016

Al borde del río

-          ¿Has venido a matarme? – pregunta entre susurros el hombre que se encuentra de cuclillas frente al río de aguas blanquecinas. Pese a sus palabras, su tono de voz es sereno y su faz un océano de tranquilidad.
El hombre que hay detrás de él se queda totalmente quieto, con la lanza flotando sobre su cabeza. Su rostro es un rictus de determinación, pero al mismo tiempo es una galaxia infinita de emociones.
-          ¿Dudas, hermano? – vuelve a hablar el hombre que está frente a las aguas que corren tan despacio que más que un río parecen un lago.
-          No puedo permitir que consigas el Imperio – dice el otro con voz pausada-. Has de comprender que solo lo conducirás a la destrucción.
Aunque ambos son muy parecidos, la diferencia de edad es notable.
-          ¿Destrucción? – sonríe con sorna el mayor -. Es curioso que digas que yo lo destruiré todo cuando tú quieres la guerra. Yo solo busco la paz.
La cara del menor deja entrever una mueca de rabia y disgusto.
-          Tu solo quieres pactar para una paz que nos ara débiles interna y externamente. Además, nadie la aceptará, han matado a demasiados de los nuestros como para que haya una posible paz. ¿Es que no lo entiendes? Hay que aniquilarlos.
-          Cuidado, hermano. Aniquilar es  una palabra peligrosa que se debe llevar hasta el final. Si de verdad quieres cumplirlo no puedes dejar a nadie con vida: mujeres y hombres, niños y ancianos, guerreros y ciudadanos… deberás acabar con todos. Una muerte violenta solo es una cadena que solo lleva a masacres y destrucción sin sentido. Solo la empatía y la comprensión pueden evitarlo. La guerra sí que es el final.
La lanza se acerca peligrosamente a la nuca del mayor mientras que el menor empieza a escupir palabras.
-          ¡Cállate basura! Has perdido el honor a tus raíces, debemos vengarnos…
-          ¿Sabes cómo se llama este río? – la voz del mayor sigue siendo relajada mientras que el desconcierto se dibuja en el semblante del menor – Es el rio Espejo. Los antiguos emperadores venían aquí, a verse reflejados en las aguas puras y así poder reflexionar. Ahora la tradición se ha perdido…
El menor vuelve a su faceta agresiva.
-          No es momento de hablar de estupideces pasadas…
-          Sin embargo, - dice el mayor –nunca encontraremos otro instante mejor. Este río solo refleja los días nubosos, cuando no hay ni mucha luz, ni mucha oscuridad y las aguas son blancas e inmóviles, como hoy. Gracias a eso, los primeros emperadores eran capaces de ver sus versiones deformadas, su peor yo. En realidad, ese reflejo grotesco y esperpéntico era el fondo de su corazón reflejado, todo el odio y maldad que atesoraban en la parte más podrida de su alma. Al ser capaces de verlo, según la leyenda, ellos eran capaces de librarse de su oscuridad, “renacer” y gobernar de la mejor forma posible.
La cara del mayor se ve perfectamente perfilada en el espejo de aguas cristalinas, sin deformar. Ahora hay menos serenidad y más tristeza.
-          Obviamente, por las guerras y muertes que ha habido, podemos saber que el mito del río es falso. Pero hermano, tú y yo tenemos ventaja: no necesitamos el río. Tú eres mi espejo y yo soy el tuyo. Y dime – por primera vez desde que empezaron a hablar, el mayor posa su mirada en el menor-: ¿Quién de los dos es el reflejo del otro? ¿Quién es el deforme? ¿Quién debe desaparecer?
La lanza se abre paso desgarrando hueso y carne, escupiendo sangre y porciones rosadas del mayor por doquier. El cuerpo inerte, con la cabeza partida, se desploma al río. Las aguas blancas se convierten en rojas. La sangre, debido a la poca corriente, se concentra alrededor del hermano, rodeándolo como una aureola macabra. Sus ojos siguen siendo tranquilos, y no miran al cielo, miran a su hermano.

El menor ve el cuerpo como si fuera su reflejo y, al mismo tiempo, se ve a sí mismo como el espejo. Y sabe la respuesta: el reflejo deforme no es la parte mala, es solo el reflejo de todo lo que uno es, una falsa ilusión. Una mentira hecha para consolar a gobernantes inútiles. Pero el sí que tenía un reflejo capaz de ver más allá de su parte oscura. De guiarlo y de servirse de apoyo mutuamente. Ambos eran la deformación del otro, y ahí residía su ventaja, en que ambos podían conocer la verdadera maldad del otro y servirse de esa habilidad para salvar al otro. Por desgracia solo uno lo comprendió.

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