La construcción
se elevaba majestuosa sobre el mar de trigo que deslumbraba dorado como el
metal más candente al ser bañado por el sol. La torre coronaba una pequeña
colina, pese a eso, debido a la gran altura de esta, desde sus almenas perfectamente
recortadas se divisaban grandes planicies y montañas del paisaje circundante. Los
ladrillos que la formaban eran de un color azul grisáceo, como el del cielo en
una tarde de tormenta. De hecho, había veces que la torre se camuflaba perfectamente
con el lienzo de nubes tempestuosas. Además, los ladrillos estaban colocados de
tal forma que formaban una espiral ascendente, y parecía que la infraestructura
se retorciera y moviera como una boa constrictora.
Sin embargo,
lo más interesante de la atalaya era lo que escondían las cuatro ventanas del penúltimo
piso. Y es que, en la única habitación de ese piso, habitaba un fuerte lazo inquebrantable.
En cualquiera
de los cuatro ventanales solía siempre haber una joven asomada, oteando el
horizonte. La chica tenía el pelo más extraño jamás visto pues estaba formada
por mechones aleatorios de pelo rubio platino y negro azabache, añadiendo que
las puntas de los primeros eran de color castaño y las de los segundo rojas
como el fuego. Este peculiar pelo también era largo, por eso y por la pereza de
la mujer, siempre se encontraba enredado. En ese momento, la maraña de colores
se encontraba flotando como una nube de gas tóxico, meciéndose con las ráfagas de
viento que entraban de forma descortés en la habitación.
Ese día,
al igual que los demás, la chica se dedicaba solo a esperar, mirando con sus
ojos marrones moteados de azul y verde como el sol descendía lentamente pero al
mismo tiempo de forma inexorable. Su vigilia de debía únicamente a un pájaro. Un
halcón que se había convertido en su leal compañero y su único apoyo real. Sin embargo,
su amigo emplumado, debido a la guerra, debía estar siempre viajando y
entregando mensajes.
Eso ponía
tristes a ambos, porque solo podían verse tres o cuatro veces al año y solo
durante unas pocas horas. No obstante, la amistad que los unía era tal que les
era imposible romper el lazo que les ataba. Había cosas que solo podían
confiarse entre ellos. Palabras carentes de significado que se llenaban de
sentimiento en el oído de ambos. Algunas risas que solo se desataban entre
ellos, y bromas que al entender de cualquier otro habrían parecido majaderías de
algún demente.
Apenas se veían, era posible,
pero eso no impedía que al volverse a ver el cariño que se profesaban fuera
diferente o se hubiera esfumado. Había la misma confianza, el mismo amor y
respeto mutuo. Y al separarse, cada cual ya anhelaba volverse a reunir con el
otro.
Cayó la
noche y el halcón no llegó. La mujer suspiró resignada y triste, pero con la
esperanza de que al día siguiente fuera el acertado.
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