dimecres, 7 de setembre del 2016

La torre azul

                La construcción se elevaba majestuosa sobre el mar de trigo que deslumbraba dorado como el metal más candente al ser bañado por el sol. La torre coronaba una pequeña colina, pese a eso, debido a la gran altura de esta, desde sus almenas perfectamente recortadas se divisaban grandes planicies y montañas del paisaje circundante. Los ladrillos que la formaban eran de un color azul grisáceo, como el del cielo en una tarde de tormenta. De hecho, había veces que la torre se camuflaba perfectamente con el lienzo de nubes tempestuosas. Además, los ladrillos estaban colocados de tal forma que formaban una espiral ascendente, y parecía que la infraestructura se retorciera y moviera como una boa constrictora.
                Sin embargo, lo más interesante de la atalaya era lo que escondían las cuatro ventanas del penúltimo piso. Y es que, en la única habitación de ese piso, habitaba un fuerte lazo inquebrantable.
                En cualquiera de los cuatro ventanales solía siempre haber una joven asomada, oteando el horizonte. La chica tenía el pelo más extraño jamás visto pues estaba formada por mechones aleatorios de pelo rubio platino y negro azabache, añadiendo que las puntas de los primeros eran de color castaño y las de los segundo rojas como el fuego. Este peculiar pelo también era largo, por eso y por la pereza de la mujer, siempre se encontraba enredado. En ese momento, la maraña de colores se encontraba flotando como una nube de gas tóxico, meciéndose con las ráfagas de viento que entraban de forma descortés en la habitación.
                Ese día, al igual que los demás, la chica se dedicaba solo a esperar, mirando con sus ojos marrones moteados de azul y verde como el sol descendía lentamente pero al mismo tiempo de forma inexorable. Su vigilia de debía únicamente a un pájaro. Un halcón que se había convertido en su leal compañero y su único apoyo real. Sin embargo, su amigo emplumado, debido a la guerra, debía estar siempre viajando y entregando mensajes.
                Eso ponía tristes a ambos, porque solo podían verse tres o cuatro veces al año y solo durante unas pocas horas. No obstante, la amistad que los unía era tal que les era imposible romper el lazo que les ataba. Había cosas que solo podían confiarse entre ellos. Palabras carentes de significado que se llenaban de sentimiento en el oído de ambos. Algunas risas que solo se desataban entre ellos, y bromas que al entender de cualquier otro habrían parecido majaderías de algún demente.
Apenas se veían, era posible, pero eso no impedía que al volverse a ver el cariño que se profesaban fuera diferente o se hubiera esfumado. Había la misma confianza, el mismo amor y respeto mutuo. Y al separarse, cada cual ya anhelaba volverse a reunir con el otro.

                Cayó la noche y el halcón no llegó. La mujer suspiró resignada y triste, pero con la esperanza de que al día siguiente fuera el acertado. 

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