Las
aguas verdes y putrefactas estaban totalmente inmóviles, ni tan solo el viento
que agitaba con violencia los árboles que la circundaban se atrevía a
sacudirlas. Botellas de plástico la navegaban, semejando un banco de peces
iridiscentes que convertían la afligida luz en arcos iris, que pese a brillar
con colores, eran incapaces de convertir en alegría la pena que impregnaba la atmósfera.
También llovía, llovían hojas marchitas y muertas que se dejaban caer con
delicadeza sobre la superficie del agua enfermiza.
El cielo
estaba triste. Las nubes blanquecinas hacían que la luz del sol llegara
mortecina a la tierra, creando sombras vaporosas y endebles pero igualmente terroríficas.
No quedaba ya nadie en una piscina en septiembre. Los niños iban a clase a
llorar el verano, los pájaros empezaban a migrar y los gatos callejeros se mudaban
a barrios más poblados, más sucios. Por lo tanto, en otoño, invierno y
primavera, una piscina se convertía en una tumba perfecta.
Sus cabellos
rojos le rodeaban la cabeza enmarcando sus rasgos andróginos y aniñados. Ni hombre
ni mujer, solo igualdad, armonía. Con piel blanca que se teñía del azul
purpureo del infierno y ojos verdes como el agua que le arropaba, que le arroparía
ya para siempre. Sus labios finos formaban una simple línea que parecía mostrar
que no se conformaba. Que no quería un mundo donde se moría por ser diferente,
que se lloraba por nacer de una forma u otra, donde nadie se respetaba.
En algún
lugar de su ya inservible cerebro, se escondía la imagen de su madre llamándole
ángel, llamándole demonio. Puede que no fuera un ser humano y por eso mismo
acabo sus días sin palabra felices: porque para las personas era el ideal
convertido en carne. Era demasiado para la condenada Tierra, para una especie
cegada con su propia vanidad, ahogada en su propio egocentrismo.
Sus velados
ojos eran como pantallas donde se podía leer que no estaba triste, que había
muerto luchando por lo que quería. Vivir por nada o morir por algo. Al menos lo
había conseguido. Y al fin y al cabo, había sido la sociedad quien más había
perdido.
Y aún
hoy sigue allí, su cuerpo, deformándose por la corrupción que arrastra a todo
la existencia para seguir existiendo. No obstante, su verdadera entidad no
sigue allí. Porque los sueños nunca mueren, están para cumplirse. Si alguien no
consigue cumplir su voluntad otro la heredará. Y es por eso que nunca acabará
de morir, porque era un ideal, un sueño y una voluntad. Era el cambio, que por
desgracia, tanto necesitamos.
Se hunde,
lo veo. Las aguas se apoderan de su cascaron, deseosas de tener un recuerdo del
ideal de vida. Lo último que desaparece en ese infinito verde es su pelo rojo,
una llama en un bosque de hipócritas. Incluso desapareciendo es sutil. Por desgracia,
no lo suficiente para evitar desaparecer, ahora serán otros quienes deberán cambiar
el mundo, espero que no condenados a perderse en aquel verde. Y entonces la
atmósfera se rompe y ya no es triste, es simplemente indiferente, como siempre.
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