Sus pasos
son silenciosos como los susurros de un muerto. Pese a que el vestido es enorme
y los faldones acarician el basto suelo, produciéndole quejidos arcaicos, el
sigilo la convierte en un ser casi invisible.
El frío
le muerde la piel marmórea y llena de quemaduras tan viejas como su mirada. Le gustaría
sentir la gelidez que sabe que le rodea, pero solo siente pequeños aguijones
entre los trozos de piel mal cicatrizada. Aunque es una mala época para ser
mujer, es la mejor para ser una asesina. Todos vestidos con tantas telas y
tanta pompa para querer destacar que han conseguido el efecto contrario. Y aún
mejor son esas fiestas donde todos van con máscaras venecianas. Quieren imitar
el Carnaval sin saber que la verdadera fanfarria la producen en sus frívolos
días normales.
Las luces
de los candiles van muriendo a medida que los pasillos se vuelven más angostos
y profundos. El aire puro se vuelve oro en lugares como ese. El sonido de las
voces exageradamente agudas se queda definitivamente atrás. En su lugar, la cacofonía
de gemidos aparece.
Los desagradables
sonidos la llevan hasta unas puertas de buena calidad. La luz anaranjada
atraviesa la rendija de la puerta, acuchillando la vacía oscuridad. No le hace
falta asegurarse de que su víctima está dentro. La tiene demasiado estudiada. Con
un movimiento grácil, abre la puerta con fuerza. Por unos instantes, la suave
luz la ciega.
Dos mujeres y un hombre, su
víctima. Obviamente ellas se convierten al instante en sus presas también. No quiere
testigos. Los tres se separan corriendo y tapando todos los cachos de piel que
tienen al aire. En apenas instantes, la pasión se convierte en vergüenza y
asco. Aunque sobrevivieran a esa noche, nunca volvería a pasar nada.
-
¿Qué hace aquí? – pregunta él con las mejillas
rojas y perladas por el sudor.
Ella no contesta, simplemente lo
mira a través de la máscara, con una sonrisa siniestra esculpida en el rostro.
Una de las amantes se acaba de vestir
como puede y sale despedida hacia la puerta. En el momento que pasa al lado de
ella, un gran corte le abre la garganta hasta casi separarle la cabeza del
cuello. Ella apenas se ha movido cuando su primera víctima cae al suelo sin
saber cómo toda esa sangre está escapando de su ya muerto cuerpo.
-
¿Quién eres? – le pregunta el hombre, aturdido.
Como antes, ella no dice nada. Desliza
sus castigados dedos y deshace los lazos de su vestido. A medida que las tiras
de seda se van separando, cuchillas de metal aparecen al final de ellas. Otra de
las cosas buenas de esos trajes: toda tú puedes ser un arma.
Una de las cuchillas sale de su
mano y clava la mano del hombre en su propio estómago, inmovilizándola. Ahora sí
que grita, pero de puro dolor. Con un movimiento grácil, le clava la cuchilla
en la otra mano, que tenía sobre el pene. Esta vez el grito reverbera por todo
el lugar. Aunque no es suficiente para que nadie lo oiga. Casi desmayado, cae
sobre el jergón que antes había utilizado para darse a los placeres de la
carne.
Rápidamente deshace otro lazo y
balancea la cuchilla hasta propulsarla sobre la otra chica. Sorprendentemente,
esta lo esquiva con mucha facilidad. Pero ella no se asusta. Ya tiene una cinta
de seda en la otra mano. Las dos cuchillas giran a su alrededor, como aves de
plata bruñida. Una de ellas cae sobre la flaca pierna de la víctima, cercenándola
al instante. La otra da un par de vueltas más sobre su cabeza y le atraviesa el
hombro hasta medio torso en diagonal. La mujer cae al suelo. Ya no respira. No puede.
Los estertores finales del hombre
suenan. Está lloriqueando y sollozando. Ella limpia las dos cuchillas y las
guarda en sus fundas de cuero entre los pliegues del vestido. Siguiendo las
tiras de seda que la unen al hombre se acerca a las sabanas, moteadas de rojo. La
sangre sale de su cuerpo con un lento pero constante flujo, sobretodo de la
herida más baja.
-
Por favor, piedad – dice él con una voz ya
muerta.
Ella lo ignora y extrae las dos
cuchillas. El hombre grita con las pocas fuerzas que le quedan. Un trozo de
carne cae al suelo. La sangre empieza a
salir a borbotones mientras él se retuerce e intenta tapar la piel
desgarrada con sus manos. Como si algo fuera a regenerarse.
-
Te has ganado muchos enemigos poderosos, Monsieur
Pompadour – dice ella con una voz rasgada y rota.
La cuchilla cae sobre su corazón
y los quejidos desaparecen.
Sin inmutarse, ella limpia y
guarda las cuchillas. Se vuelve a hacer los lazos y analiza sus zapatos y las
partes bajas de su vestido, para evitar arrastrar restos de sangre. O quien
sabe si algo peor.
Segura, limpia y satisfecha, su
cuerpo se funde con la negrura.
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