dijous, 22 de març del 2018

Filos de seda

                Sus pasos son silenciosos como los susurros de un muerto. Pese a que el vestido es enorme y los faldones acarician el basto suelo, produciéndole quejidos arcaicos, el sigilo la convierte en un ser casi invisible.
                El frío le muerde la piel marmórea y llena de quemaduras tan viejas como su mirada. Le gustaría sentir la gelidez que sabe que le rodea, pero solo siente pequeños aguijones entre los trozos de piel mal cicatrizada. Aunque es una mala época para ser mujer, es la mejor para ser una asesina. Todos vestidos con tantas telas y tanta pompa para querer destacar que han conseguido el efecto contrario. Y aún mejor son esas fiestas donde todos van con máscaras venecianas. Quieren imitar el Carnaval sin saber que la verdadera fanfarria la producen en sus frívolos días normales.
                Las luces de los candiles van muriendo a medida que los pasillos se vuelven más angostos y profundos. El aire puro se vuelve oro en lugares como ese. El sonido de las voces exageradamente agudas se queda definitivamente atrás. En su lugar, la cacofonía de gemidos aparece.
                Los desagradables sonidos la llevan hasta unas puertas de buena calidad. La luz anaranjada atraviesa la rendija de la puerta, acuchillando la vacía oscuridad. No le hace falta asegurarse de que su víctima está dentro. La tiene demasiado estudiada. Con un movimiento grácil, abre la puerta con fuerza. Por unos instantes, la suave luz la ciega.
Dos mujeres y un hombre, su víctima. Obviamente ellas se convierten al instante en sus presas también. No quiere testigos. Los tres se separan corriendo y tapando todos los cachos de piel que tienen al aire. En apenas instantes, la pasión se convierte en vergüenza y asco. Aunque sobrevivieran a esa noche, nunca volvería a pasar nada.
-          ¿Qué hace aquí? – pregunta él con las mejillas rojas y perladas por el sudor.
Ella no contesta, simplemente lo mira a través de la máscara, con una sonrisa siniestra esculpida en el rostro.
Una de las amantes se acaba de vestir como puede y sale despedida hacia la puerta. En el momento que pasa al lado de ella, un gran corte le abre la garganta hasta casi separarle la cabeza del cuello. Ella apenas se ha movido cuando su primera víctima cae al suelo sin saber cómo toda esa sangre está escapando de su ya muerto cuerpo.
-          ¿Quién eres? – le pregunta el hombre, aturdido.
Como antes, ella no dice nada. Desliza sus castigados dedos y deshace los lazos de su vestido. A medida que las tiras de seda se van separando, cuchillas de metal aparecen al final de ellas. Otra de las cosas buenas de esos trajes: toda tú puedes ser un arma.
Una de las cuchillas sale de su mano y clava la mano del hombre en su propio estómago, inmovilizándola. Ahora sí que grita, pero de puro dolor. Con un movimiento grácil, le clava la cuchilla en la otra mano, que tenía sobre el pene. Esta vez el grito reverbera por todo el lugar. Aunque no es suficiente para que nadie lo oiga. Casi desmayado, cae sobre el jergón que antes había utilizado para darse a los placeres de la carne.
Rápidamente deshace otro lazo y balancea la cuchilla hasta propulsarla sobre la otra chica. Sorprendentemente, esta lo esquiva con mucha facilidad. Pero ella no se asusta. Ya tiene una cinta de seda en la otra mano. Las dos cuchillas giran a su alrededor, como aves de plata bruñida. Una de ellas cae sobre la flaca pierna de la víctima, cercenándola al instante. La otra da un par de vueltas más sobre su cabeza y le atraviesa el hombro hasta medio torso en diagonal. La mujer cae al suelo. Ya no respira. No puede.
Los estertores finales del hombre suenan. Está lloriqueando y sollozando. Ella limpia las dos cuchillas y las guarda en sus fundas de cuero entre los pliegues del vestido. Siguiendo las tiras de seda que la unen al hombre se acerca a las sabanas, moteadas de rojo. La sangre sale de su cuerpo con un lento pero constante flujo, sobretodo de la herida más baja.
-          Por favor, piedad – dice él con una voz ya muerta.
Ella lo ignora y extrae las dos cuchillas. El hombre grita con las pocas fuerzas que le quedan. Un trozo de carne cae al suelo. La sangre empieza a  salir a borbotones mientras él se retuerce e intenta tapar la piel desgarrada con sus manos. Como si algo fuera a regenerarse.
-          Te has ganado muchos enemigos poderosos, Monsieur Pompadour – dice ella con una voz rasgada y rota.
La cuchilla cae sobre su corazón y los quejidos desaparecen.
Sin inmutarse, ella limpia y guarda las cuchillas. Se vuelve a hacer los lazos y analiza sus zapatos y las partes bajas de su vestido, para evitar arrastrar restos de sangre. O quien sabe si algo peor.  
Segura, limpia y satisfecha, su cuerpo se funde con la negrura.

Cap comentari:

Publica un comentari a l'entrada