dilluns, 14 de maig del 2018

Cemento fresco


                Apenas se puede mover. Tiene las piernas y los brazos atados por sendas cuerdas. Las partes expuestas a la soga han hecho que pequeños hilillos se sangre escapen de su piel desgarrada. Se revuelve y agita inútilmente. Apenas puede flexionar un poco las rodillas y los codos. Hasta ahí llegan todos sus movimientos.
                Tiene la respiración agitada, el trozo de tela que le cubre la boca así lo indica al agitarse una y otra vez. La mordaza esta húmeda por la saliva y las lágrimas que no paran de manar de sus ojos enrojecidos. Eso, junto a la orina que tiñe sus pantalones y llena la atmosfera de olor a amoniaco, le da un toque patético a la situación. No obstante, todos luciríamos penosos si estuviéramos en su posición.
                Con un sonido estruendoso y metálico, un semicírculo de acero blanquecino se desprende del camión cisterna y queda suspendido sobre la fosa donde se encuentra el pobre desgraciado. Con parsimonia y pesadez, la muerte se arrastra lentamente por el tobogán improvisado.
                Mientras la cisterna del camión no deja se seguir, los primeros cuajos de cemento caen dentro del agujeros. Los chillidos se oyen distorsionados a través de la mordaza sucia. A medida que siente como sus piernas empiezan a ser aplastadas por la masa semisólida, su desesperación aumenta. Sin embargo, no sirve de nada revolverse. Cada vez que agita las piernas, se escapan sonidos gelatinosos y húmedos. Una desgracia morir escuchando tan desagradables ruidos. Dejando eso aparte, es una inutilidad. El cemento ya se le acerca a la cintura. Ya no hay escapatoria.
                Podría decir que siente como se le rompen los huesos de las piernas, pero no es capaz de sentir ningún dolor. Solamente el terror está presente mientras la muerte gris y espesa lo va abrazando lentamente. La opresión del material sobre el pecho parece querer cortarle la respiración. No obstante, el peso no es suficiente. Los pulmones, cabezotas a más no poder, se obligan a seguir hinchándose.
                Cuando las primeras lenguas frías del lodo grisáceo le lamen el cuello intenta gritar con todas sus fuerzas. Es tan fuerte y vano su esfuerzo que parece que se le rompen las cuerdas vocales. Pero ya se acaba.
                En apenas unos segundos, toda la cara está debajo de una capa infranqueable de arena, agua, gravilla y polvo. Cierra la boca con todas sus fuerzas, con la esperanza de poder vivir aún. A veces pienso que tener esperanza es el peor castigo con el que se nos ha bendecido. Empeñándonos a pensar que podemos, que somos capaces, que habrá una especie de milagro. Consumiéndonos las fuerzas hasta dejarnos sin nada. Porque, al fin y al cabo, eso es lo único que nos trae la esperanza: nada.
                Los párpados apenas pueden soportar la presión sobre ellos. Siente como los globos oculares quieren explotar hacia dentro. Pero no llega a tiempo para captar semejante barbaridad. Sus pulmones, ahora sí que sí, no pueden más. Su nariz busca el aire que todo su cuerpo demanda, pero no lo encuentra. Simplemente cemento. Cemento en su boca. Cemento en sus ojos. Cemento en su nariz, tan profundamente que le parece que le llega al cerebro.
                Y nada. Solo cemento fresco.  

divendres, 11 de maig del 2018

Escombros


                No queda nada. Es decir, sí que queda, pero es solo destrucción. Hace apenas unas horas este páramo de basura era una gran ciudad. Los rascacielos acariciaban la barriga de las nubes, las ventanas reflejaban la luz del sol creando iridiscencias anaranjadas, los árboles, recuerdos hipócritas de una naturaleza perdida, se agitaban juguetones por la brisa fresca. En comparación a eso, no queda nada. Solo escombros.
                El paisaje está formado por montículos de cemento ennegrecido y restos de baldosas cuarteadas. Los cristales forman un césped irregular de dolor transparente y afilado. Los metales retorcidos por el calor de las explosiones parecen seres amorfos emergiendo de entre el mar de aniquilación.
                Yo, simplemente, me abro paso como puedo. Solo lo busco a él. En teoría la batalla ha terminado. Ha ganado alguien y hemos perdido casi todos (la riqueza no conoce la derrota). Sin embargo, la noticia del fin no ha llegado a todo el mundo. Las comunicaciones se han cortado antes de tiempo. Gracias a dios, su localizador sigue encendido y puedo encontrarle.
                El punto, parece estático, pero tiene ligeros movimientos, lo que me da entender que sigue vivo. Al menos, me aferro a esa esperanza. No hemos pasado por la humillación y el desprecio de nuestros compañeros y por las balas de nuestros enemigos para perdernos por una estúpida notificación mal dada.
                Apenas unos 50 metros y oigo gritos. Son varias voces. Dos al parecer. Corro todo lo que puedo. Escalo la última pila de bloques de piedra desmoronados. Ya los veo. Es él contra una mujer. Los dos pelean por una pistola. Ella lleva en la espalda la bandera que nos han enseñado a odiar. Sin motivos lógicos. Solo odio visceral. Al fin y al cabo, a nadie le interesan soldados amorosos y empáticos.
                Parecen empatados, pero no. Ella es mejor. Mucho mejor. De un zarpazo le quita la pistola a él y le apunta a la cabeza. Yo reacciono todo lo rápido que puedo. En apenas milésimas de segundo tengo mi arma entre manos. A los de mi cuartel les jodía mucho que un maricón tuviera mejor puntería que ellos. Pero es lo que hay. Soy el mejor. Apenas necesito unos instantes para asegurarme de que mi bala le va a reventar los sesos.
                Al mismo tiempo que mi dedo jala el gatillo mi pie derecho se mete entre dos trozos de metal. El sonido de la articulación rompiéndose se junta con el del disparo, formando una cacofonía de terror. El dolor me cubre todo, pero eso no me impide ver la bala atravesarle la cabeza a ella. Pero también veo como le da a él.
                Mi cuerpo toca el suelo bruscamente y cuchillas de varios materiales acarician mi piel hasta abrirme demasiadas heridas. El dolor del tobillo es horrible pero no me importa. Yo solo puedo pensar en una cosa: lo he matado. Me giro para tener el cielo de cara.
                Me cuesta unos segundos acabar de asimilarlo. Quiero levantarme y correr pero no puedo. Simplemente, empiezo a hiperventilar. Entre bocanada y bocanada de aire se me escapa su nombre a susurros. Pedazo a pedazo me deshago por dentro. Me he quedado sin nada. Solo en una guerra que no es mía. Solo con unos compañeros que no lo son. Solo rodeado de escombros.
                Alguien cae de rodillas al lado de mi cabeza. Antes de poder reaccionar tiene mi cabeza entre manos y la acuna. Siento su calor. Aún no le he visto la cara, pero puedo reconocerlo por las esencias y sensaciones que emite su cuerpo. Mi respiración se acompasa lentamente y me atrevo a abrir los ojos anegados de lágrimas. A través de una capa húmeda le veo el rostro. Lo tiene lleno de sangre.
-          No es mía – me dice antes de que yo saque conclusiones equivocadas. Me da a entender que es de la cabeza de la mujer.
No obstante, tiene la voz rara. Parpadeo para quitarme las lágrimas y lo observo atentamente. No le he volado la cabeza, pero un agujero humeante y rojizo le decora la mejilla izquierda. La bala, después de atravesar la cabeza de la mujer, entro por su boca y salió por su mejilla.
-          Lo siento… - susurro lleno de congoja mientras le paso la mano por la mejilla intacta.
El sonríe y me abraza aún más la cabeza.
-          Prefiero este agujero que morir – me dice con voz dulce -. Gracias. Sigues siendo el mejor disparando.
Vuelvo a llorar, pero por algo totalmente diferente. En su abrazo siento que me falta el aire, pero me da igual. Esta estrechez, ahora mismo, es más importante que el oxígeno. El páramo de escombros, es ahora mismo el mejor paraíso para mí.