Apenas
se puede mover. Tiene las piernas y los brazos atados por sendas cuerdas. Las
partes expuestas a la soga han hecho que pequeños hilillos se sangre escapen de
su piel desgarrada. Se revuelve y agita inútilmente. Apenas puede flexionar un
poco las rodillas y los codos. Hasta ahí llegan todos sus movimientos.
Tiene la
respiración agitada, el trozo de tela que le cubre la boca así lo indica al
agitarse una y otra vez. La mordaza esta húmeda por la saliva y las lágrimas
que no paran de manar de sus ojos enrojecidos. Eso, junto a la orina que tiñe
sus pantalones y llena la atmosfera de olor a amoniaco, le da un toque patético
a la situación. No obstante, todos luciríamos penosos si estuviéramos en su
posición.
Con un
sonido estruendoso y metálico, un semicírculo de acero blanquecino se desprende
del camión cisterna y queda suspendido sobre la fosa donde se encuentra el
pobre desgraciado. Con parsimonia y pesadez, la muerte se arrastra lentamente
por el tobogán improvisado.
Mientras
la cisterna del camión no deja se seguir, los primeros cuajos de cemento caen
dentro del agujeros. Los chillidos se oyen distorsionados a través de la
mordaza sucia. A medida que siente como sus piernas empiezan a ser aplastadas
por la masa semisólida, su desesperación aumenta. Sin embargo, no sirve de nada
revolverse. Cada vez que agita las piernas, se escapan sonidos gelatinosos y
húmedos. Una desgracia morir escuchando tan desagradables ruidos. Dejando eso
aparte, es una inutilidad. El cemento ya se le acerca a la cintura. Ya no hay
escapatoria.
Podría
decir que siente como se le rompen los huesos de las piernas, pero no es capaz de
sentir ningún dolor. Solamente el terror está presente mientras la muerte gris
y espesa lo va abrazando lentamente. La opresión del material sobre el pecho
parece querer cortarle la respiración. No obstante, el peso no es suficiente. Los
pulmones, cabezotas a más no poder, se obligan a seguir hinchándose.
Cuando las
primeras lenguas frías del lodo grisáceo le lamen el cuello intenta gritar con
todas sus fuerzas. Es tan fuerte y vano su esfuerzo que parece que se le rompen
las cuerdas vocales. Pero ya se acaba.
En apenas
unos segundos, toda la cara está debajo de una capa infranqueable de arena,
agua, gravilla y polvo. Cierra la boca con todas sus fuerzas, con la esperanza de
poder vivir aún. A veces pienso que tener esperanza es el peor castigo con el
que se nos ha bendecido. Empeñándonos a pensar que podemos, que somos capaces,
que habrá una especie de milagro. Consumiéndonos las fuerzas hasta dejarnos sin
nada. Porque, al fin y al cabo, eso es lo único que nos trae la esperanza:
nada.
Los párpados
apenas pueden soportar la presión sobre ellos. Siente como los globos oculares
quieren explotar hacia dentro. Pero no llega a tiempo para captar semejante
barbaridad. Sus pulmones, ahora sí que sí, no pueden más. Su nariz busca el
aire que todo su cuerpo demanda, pero no lo encuentra. Simplemente cemento. Cemento
en su boca. Cemento en sus ojos. Cemento en su nariz, tan profundamente que le
parece que le llega al cerebro.
Y nada.
Solo cemento fresco.
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