dimecres, 13 d’abril del 2016

Mar de tejados

                Con un movimiento elegante, el dedo vaporoso de la nube atrapa el sol del atardecer. Rápidamente, pero con sutileza la penumbra cubre tenuemente todo lo que pilla a su paso, sumiendo, en cierto modo, al pueblo en una atmósfera relajada, tranquila de primavera.
                Desde la barandilla cochambrosa de yeso, el mar de tejados se extiende. Es una marabunta de tejas marrones, rojizas y negruzcas que llega incluso a deformar el horizonte. Ventanas, claraboyas y placas solares se asoman entre ella como barcos piratas en busca de alguna isla de bonanza donde atracar y poder saquear. Algunas fachadas de colores se entrevén entre el caos formando un arcoíris descompuesto y lleno de desconchones, pero que tiene la belleza de la ruina, el toque de felicidad de la pobreza.
                Pero hay más. Terrazas y balcones también navegan sin rumbo, sin fuerza. Algunas son grandes pero abandonadas, llenas de polvo, hojas y nidos de pájaros que cantan sin pudor, sin importarles que haya gente intentando estudiar o dormir. En cambio, hay otras llenas de vida, engalanadas con muebles de jardín, con sillas y mesas de plástico blanco y con maceteros llenos de plantas verdes o mustias.
                También, como en cualquier mar de tejados que se precie, las antenas proliferan como si fueran la peste. Apuntan al cielo con sus extremidades rígidas y frías, acusándolo de millones de barbaridades y atrocidades  sin sentido, sin pies ni cabeza. Pero el cielo las ignora. Sobre su inmutable superficie azulada viajan las nubes. Algunas gordas y otras finas, hoy todas gigantes. Son divertidas, la forma más sencilla de belleza, sin contar a los virus. La parte que mira al pueblo es gris y plana, sin emoción, sin embargo, la parte de arriba son cascadas de blancura algodonada, palacios de vapor y ciudades inmensas y puras. Pero la más bonita es también la más osada. La valiente que ha cubierto al sol y se ha convertido en una masa grisácea y brillante, con los bordes del color amarillo del metal incandescente, como un caleidoscopio de calor. Y siempre moviéndose, sin pausa.
                El campanario parece agitarse, tan alto y solitario en medio de tanta actividad. Da pena, en comparación con las casas e incluso con las torres del castillo que apenas se atisban de lo bajas que son, el imponente campanario no es nada. Un testigo casi mudo de un pueblo que sigue adelante sin él.

                Entonces es el propio campanario quien decide empezar con el fin. Rompe con su habitual mutismo y las campanadas se extienden montaña abajo como un alud de ondas sonoras. En el preciso instante en que la séptima campanada es acallada, la nube heroína empieza a flaquear. Su cuerpo débil es llevado por el viento, siguiendo un camino que solo podrá acabar en la lluvia. Los primeros rayos de sol empiezan a extenderse por el mar de tejados y la atmósfera de paz es arrasada con la fuerza de un huracán.

dijous, 7 d’abril del 2016

De trapo

                Cáscaras, eso somos. Como muñecos de trapo vacíos y sin relleno, llegamos a un mundo que es como una gran caja de juguetes llena de muñecos de trapo como nosotros, de castillos de piezas y de coches destartalados. En realidad la caja de juguetes es tan grande, tan inmensa, y el vacío de nuestro interior tan infinito que en el momento en el que abrimos nuestros ojos de cristal, lo único que pedimos es desear.
                Deseamos existir, deseamos respirar, deseamos comer y deseamos dormir. Un deseo que con la edad no se atenúa, como mucho cambia de dirección. Nuestros deseos se vuelven más concretos y más ambiciosos. Entonces nuestras entrañas empiezan a tener sus propios hijos. Un aquelarre de monstruitos que la propia diosa Nix envidiaría. Algunos de esos hijos son Envidia, Ambición, Pasión, Rencor, Desazón... Solo las lenguas han conseguido ponerle límite a este flujo interminable de torturas al englobar con cuatro letras bien hiladas todo lo que sentimos.
                Pero hay una que escapa a todo control. Esa hija se llama Resignación y es la cabronceta que nos colma a todos en nuestros anhelos. A los que consiguen lo que desean, benditos cerdos, la resignación llega como una especie de aire frío imperceptible. Se posa en sus cuerpos y empieza a congelarlos sin darse cuenta. Y para cuando descubren que quieren más, que se han conformado con demasiado poco o que no es lo que esperaban, ya es demasiado tarde. Es la resignación sorpresa, por decirlo de alguna forma.
                Por otro lado, está la resignación más conocida, la que te atropella como un tren desbocado. Es la que te tumba todas las expectativas, la que tira por el sumidero de la desesperación todo el tiempo malgastado en luchar, la que disfruta viendo como tu alma se consume. No sé si esta resignación es peor o mejor que la anterior, pero sí que es la más dolorosa en su momento.
                Siempre encontraremos a gente sin estos deseos, muñecos rellenos de bolas de poliespan que no saben que es sufrir. Gente que puede ser muy feliz o estúpida, o las dos cosas, personas que te llaman inconformista o te acusan de ser un llorica porque siempre hay alguien peor que tú. Y es verdad, sin embargo todos tenemos derecho a sufrir. Cada uno con sus metas diferentes, por lo tanto, cada uno tendrá un punto donde se sentirá abatido. El que lucha por llegar a los 100 metros se sentirá hecho mierda si llega a los 75, ya que él pensaba que podía llegar hasta el final, se creía capaz. El que luchaba por los 50 o por los 25 no tiene por qué meterse con el otro por tener una buena marca y quejarse, ya que esta no era por la que estaba luchando.

Somos arquitectos, nuestros sueños son los planos de edificios y se debe intentar construirlos. Todos serán diferentes, pequeños y grandes, anchos y estrechos, barrocos o románicos… todos tendrán algo por lo que ser bonitos. Pero los edificios sin acabar, lo siento Gaudí, son feos y ondean como una insignia de nuestra incompetencia y resignación. Lo último que le falta al arquitecto es que le vengan a decir que no llore, que por lo menos es alto.  

dilluns, 4 d’abril del 2016

Retrato

                Hay muchísimas formas de cerrar rotundamente una conversación. Maneras que posiblemente puedan llevar a cerrar también una amistad o directamente perder la oportunidad de pasar toda una vida junto a la mejor persona. Yo soy partidario de decir las cosas a la cara, sin rodeos, o con el silencio. El potente vozarrón del silencio que puede llevar a callarlo todo.
                Pero estas formas no suelen gustar. La sinceridad asusta y es rehuida y el silencio es muy difícil de mantener, por no decir imposible. Por desgracia para mí, hoy en día es preferible utilizar una retahíla de cadencia en apariencia armoniosa y divertida, pero que suele esconder más secretos que la Biblia. Un letanía de la misma consonante con la misma vocal repetidas hasta el hastió. Una burrumballa que va desde dos silabas hasta el infinito.
                Y pese a tener el alma negra, fría y podrida se puede intentar ser simpático, intentar alcanzar al prójimo con la mano y establecer un pequeño vinculo. Pero todos tenemos un límite, y en especial las alma oscuras y álgidas. Pocos comprenden hasta qué punto puede llegar a trastornar el rechazo o la manipulación, y cuando alguien intenta salir de esa pompa de negrura, fétida y roñosa, encuentra aún más desprecio.
                Coño. Y luego se tiene que soportar la subnormalidad que le digan antisocial o callado. Que poco sales. Que poco hablas. Que pocos amigos tienes. Que poca sensibilidad. Que poco amor. Que poco cariño. Gilipolleces de personas que no pueden o no quieren comprender el mundo.
                Y lo mejor es la brillante justificación que se les ocurre para hacerse sentir superiores o más inteligente que nadie. Es que se auto margina, nosotros intentamos ser su amigo y él nos rechaza. Como ya se ha dicho, magnificas gilipolleces.
                Claro que hay gente que huye del tacto ajeno, pero hay que ver que se les ha hecho anteriormente. Pequeñas bromas en plan: no nos reímos del sino con él. Tomarla con una persona por ser diferente, por pensar diferente o por un solo día haber hecho algo diferente por error o en nombre de la innovación, que todos somos de mente abierta pero después, de los 90 nadie nos mueve.

                Finalmente, cuando el damnificado intenta cruzar esa barrera e intenta olvidarlo todo, se encuentra con un muro de insinceridad e indiferencia. Porque para los bromistas no les vale joder, también tienen que ser ellos los que tiendan la mano, porque no solo son los más bromistas y los más inteligente, también deben ser los más “caritativos”. Ahí es cuando se llega al punto del tan mal acuñado término de la auto marginación, ya que después de tanto odio, nadie se fía ya de un poco de amor. 

dissabte, 2 d’abril del 2016

El resurgir de la noche

Aviso. La primera parte de esta entrada es Cosas de la noche, la primera de este blog. Es una entrada especial por ser la 50.
Me muevo como un fantasma, como una sombra al amparo de la noche, por otro lado, el único amparo del que puedo disponer. Salto de tejado en tejado buscándola, intentando encontrar esos ojos rojos como la sangre, como dos brasas ardientes, lívidos y mortales. Me jodió la vida hace ya demasiado tiempo, un tiempo indefinible. Cuando no puedes dormir, toda tu vida se convierte en un puto día interminable, el tiempo como lo perciben los humanos es una estupidez para mí. Para todos los que son como yo, supongo.
                Recuerdo la noche que la zorra me atacó. Primero mató a mi perro Rapaz y después se tiró sobre mi pobre cuerpo desnudo y comió de mí, para después follarme. Fue la última noche que dormí. A la mañana siguiente me desperté tirado en el cuchitril que era mi piso, con una profunda quemadura producida por un resquicio de luz que se coló por la cortina raída de la ventana de mi cocina-salón. Aún no está curada, y duele horrores.
                Pero no solo me chupo la sangre y me pego un polvo. Encima ella me convirtió en un vampiro. Un jodido vampiro que antes era un simple divorciado depresivo, escéptico y pobre. Lo único bueno es que ya no tengo que comer, eso que me ahorro. Bueno, eso y las facultades sobrehumanas. En cambio, el no poder salir bajo el sol jode mucho. Y todavía jode más el hambre eterna que tengo dentro. Muerto en vida, los únicos instintos humanos que me quedan son comer y follar.
                Al principio intenté huir de lo que era, pero rápidamente me resigné y empecé a alimentarme. La primera fue mi exmujer y después el gorrón y el vago de su novio. Ahorrarme la pensión también fue un puntazo. Dejé vivo al niño que ella intentó hacer pasar como mi hijo porque el chaval no tenía ninguna culpa y porque parecía bueno. A veces me siento mal por haberle jodido la vida, pero bueno, así crecerá más fuerte, o se matará, quien sabe.
                El olor dulzón de la vampiresa me llega como un puñetazo en toda la nariz. Me quedo completamente quieto sobre el tejado de una finca de 15 plantas. Mis colmillos se agitan violentos y noto como mis pupilas se expanden al máximo. Me lanzo a la velocidad del rayo detrás de ese caminito de migas de pan que me deja.
                Desde el día que me convertí, todas las mujeres con las que he estado han muerto por mí. Todos los amigos que he hecho han sido devorados por mí, incluso he matado animales. Suerte que ya no me quedaba familia. Sus muertes en parte me dan igual, pero me molesta que por su culpa haya tenido que cambiar radicalmente mi vida, que me haya vuelto un puto asesino sádico y que mi corazón quieto cada día sea más gélido. Yo me aseguro que mis comidas acaben bien muertas. Ella me dejó vivo para casi violarme (ahora sé que me empalmé porque es el efecto que tienen los vampiros y vampiresas en los varones humanos) y no se aseguró que muriera, condenándome a algo peor que la muerte.

                Veo su largo cuerpo ceniciento, el esmoquin que llevaba puesto cuando me atacó, sus largas pestañas, sus ojos quebrados por la locura de la eternidad… Ella también me mira y sonríe de forma cruel y brutal, enseñándome todo su arsenal dental. Enloquezco y caigo sobre ella como una fiera desbocada.