Cáscaras,
eso somos. Como muñecos de trapo vacíos y sin relleno, llegamos a un mundo que
es como una gran caja de juguetes llena de muñecos de trapo como nosotros, de
castillos de piezas y de coches destartalados. En realidad la caja de juguetes
es tan grande, tan inmensa, y el vacío de nuestro interior tan infinito que en
el momento en el que abrimos nuestros ojos de cristal, lo único que pedimos es
desear.
Deseamos
existir, deseamos respirar, deseamos comer y deseamos dormir. Un deseo que con
la edad no se atenúa, como mucho cambia de dirección. Nuestros deseos se
vuelven más concretos y más ambiciosos. Entonces nuestras entrañas empiezan a
tener sus propios hijos. Un aquelarre de monstruitos que la propia diosa Nix envidiaría.
Algunos de esos hijos son Envidia, Ambición, Pasión, Rencor, Desazón... Solo
las lenguas han conseguido ponerle límite a este flujo interminable de torturas
al englobar con cuatro letras bien hiladas todo lo que sentimos.
Pero hay
una que escapa a todo control. Esa hija se llama Resignación y es la cabronceta
que nos colma a todos en nuestros anhelos. A los que consiguen lo que desean,
benditos cerdos, la resignación llega como una especie de aire frío
imperceptible. Se posa en sus cuerpos y empieza a congelarlos sin darse cuenta.
Y para cuando descubren que quieren más, que se han conformado con demasiado
poco o que no es lo que esperaban, ya es demasiado tarde. Es la resignación sorpresa,
por decirlo de alguna forma.
Por otro
lado, está la resignación más conocida, la que te atropella como un tren
desbocado. Es la que te tumba todas las expectativas, la que tira por el
sumidero de la desesperación todo el tiempo malgastado en luchar, la que
disfruta viendo como tu alma se consume. No sé si esta resignación es peor o
mejor que la anterior, pero sí que es la más dolorosa en su momento.
Siempre
encontraremos a gente sin estos deseos, muñecos rellenos de bolas de poliespan
que no saben que es sufrir. Gente que puede ser muy feliz o estúpida, o las dos
cosas, personas que te llaman inconformista o te acusan de ser un llorica porque
siempre hay alguien peor que tú. Y es verdad, sin embargo todos tenemos derecho
a sufrir. Cada uno con sus metas diferentes, por lo tanto, cada uno tendrá un
punto donde se sentirá abatido. El que lucha por llegar a los 100 metros se sentirá
hecho mierda si llega a los 75, ya que él pensaba que podía llegar hasta el
final, se creía capaz. El que luchaba por los 50 o por los 25 no tiene por qué
meterse con el otro por tener una buena marca y quejarse, ya que esta no era
por la que estaba luchando.
Somos arquitectos, nuestros
sueños son los planos de edificios y se debe intentar construirlos. Todos serán
diferentes, pequeños y grandes, anchos y estrechos, barrocos o románicos… todos
tendrán algo por lo que ser bonitos. Pero los edificios sin acabar, lo siento
Gaudí, son feos y ondean como una insignia de nuestra incompetencia y resignación.
Lo último que le falta al arquitecto es que le vengan a decir que no llore, que
por lo menos es alto.
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