El cielo
se tiñe de color verde, después de rojo y finalmente de morado. Y otra vez,
alguien perdido en un lugar oscuro de la calle aprieta un botón y se inicia la
cadena de fogonazos que sueltan las cargas explosivas. Palmeras de chispas
doradas, columnas retorcidas de humo y fuego y bolas de calor estallan tintando
el lienzo nuboso para acabar con un sonoro estallido, que recorre la avenida
levantando el ánimo de la gente.
Estoy feliz,
no tengo lo que quiero pero casi, y eso ya es más de lo que se puede pedir. Observo
embelesado el teatro de luces y explosiones rodeado de amigos y amigas, todos
vestidos de blanco, negro, gris o azul marino. Todos de gala, todos disfrutando
de nuestro momento. Un cuadro idílico que se rompe cuando por el rabillo del
ojo veo un fogonazo. Extraño, porque es un fogonazo que sale desde una ventana,
en diagonal y hacia el suelo, en lugar de hacia el cielo.
Tardo
un segundo en comprender, los segundos necesarios para que el proyectil le haya
reventado el corazón a la amiga que tengo al lado. Cae a cámara lenta. Ante mi
mirada horrorizada, la veo, hermosa, derrumbarse en el suelo y comenzar a
colorear su puro vestido de rojo. Los fuegos artificiales siguen y lo acallan
todo, el disparo, mi grito y el sonido hueco de su cuerpo al golpear el cruel
asfalto.
Ni siquiera
tengo tiempo de arrodillarme para consolar a una amiga muerta cuando el siguiente
cae. Esta vez más gente se da cuenta. La cabeza de mi mejor amigo explota como
una sandía, esparciendo trozos de hueso, piel y cerebro junto con sus recuerdos
y sentimientos. Me quedo clavado en el sitio, media agachado, con los parpados
paralizados y los ojos enrojecidos.
Otro disparo
se lleva por delante la mano de otro amigo y otro le revienta el ojo. Entonces el
castillo de fuegos artificiales es lo de menos, porque los gritos y llantos son
tantos y tan estridentes que las detonaciones solo son un eco de fondo,
insignificantes. La gente corre frenética a mí alrededor mientras me enderezo. Los
que se supone que son mis amigos me empujan y me dan golpes para huir, sin importarles
quien este en medio. La única amiga que me tira del brazo para correr está
desesperada. La miro llorando y en ese momento cuatro rosas de color rojo
intenso florecen en su pecho, fagocitando su alma. Me da un último apretón con
la mano, el más fuerte que me han dado nunca, antes de aflojar y caer al suelo,
con las extremidades retorcidas, como un maniquí en el vertedero.
Comprendo:
yo puedo ser el siguiente. Hecho a correr y resbalo con algo, no quiero saber qué.
Pies desconocidos y aterrorizados me pisan las manos y las piernas. Los rodillazos
de inocentes me llueven sobre la cabeza y me hacen perder el norte. Tengo el
traje manchado de sangre y tierra, mi precioso traje. La palmera final ilumina
el cielo como un millar de meteoritos. Y el cielo se tiñe de rojo. Y el suelo
se tiñe de rojo. Y yo me tiño de rojo.
Sin poder
levantarme observo un último fogonazo. Y siento mi cabeza esparcirse por todo
el lugar.
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