Algunas veces olvidamos sin más. Otras, se nos prohíbe recordar.
Y de vez en cuanto nos obligamos a olvidar. Hay demasiadas formas de ver como
nuestros recuerdos se diluyen en los entresijos de nuestra mente, cubiertos por
el telón imperturbable del tiempo.
Caemos, eventualmente, en una situación de
colapso, durante la cual nos vemos en el espejo, reflejados con nuestras
virtudes y defectos, y no somos capaces de decir quiénes somos. Nos observamos
como desconocidos, como si la persona del espejo acabara de llegar a nuestras
vidas.
La Historia intenta mantener todo
lo que ha ocurrido, intenta evitar que la humanidad ignore como se formó. Una enmienda
loable pero vana y superficial. Solo se recuerda el nombre de los reyes y
reinas, de los emperadores y emperatrices, duques, duquesas, barones o
marquesas y algún otro desgraciado con un poco de suerte. Pero perdemos todo lo
demás, la intrahistoria de Unamuno desaparece. No hay lugar para los recuerdos
de todos, solo para los de los importantes.
Y cuanto más atrás intentamos
buscas menos encontramos. Los árboles genealógicos de alargan por abajo pero
pocas veces por arriba. Es normal y comprensible, pero también muy triste. La vida
se acaba cuando es olvidada, y ya son millones las vidas, las experiencias y
las existencias que han perecido para siempre. Somos cuerdas que nos vamos deshilachando
lenta e inexorablemente. Primero morimos y después somos olvidados. Los más
desafortunados son cortados por manos ajenas, ni siquiera tiene la posibilidad
de dejar la existencia de forma natural, aunque poco hay más natural que matar.
Es comprensible pero también increíblemente
frustrante y ofuscante. ¿Vale la pena vivir si todo lo que hacemos va a
desaparecer? La respuesta es sí, claro que sí… no obstante, siempre nos quedará
la duda de pensar quién se acordará de nuestras hazañas y vivencias, o más
importante, si quedará alguien capaz de decirnos quiénes somos…
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