diumenge, 19 de juny del 2016

Condenados

Algunas veces olvidamos sin más. Otras, se nos prohíbe recordar. Y de vez en cuanto nos obligamos a olvidar. Hay demasiadas formas de ver como nuestros recuerdos se diluyen en los entresijos de nuestra mente, cubiertos por el telón imperturbable del tiempo.
 Caemos, eventualmente, en una situación de colapso, durante la cual nos vemos en el espejo, reflejados con nuestras virtudes y defectos, y no somos capaces de decir quiénes somos. Nos observamos como desconocidos, como si la persona del espejo acabara de llegar a nuestras vidas.
La Historia intenta mantener todo lo que ha ocurrido, intenta evitar que la humanidad ignore como se formó. Una enmienda loable pero vana y superficial. Solo se recuerda el nombre de los reyes y reinas, de los emperadores y emperatrices, duques, duquesas, barones o marquesas y algún otro desgraciado con un poco de suerte. Pero perdemos todo lo demás, la intrahistoria de Unamuno desaparece. No hay lugar para los recuerdos de todos, solo para los de los importantes.
Y cuanto más atrás intentamos buscas menos encontramos. Los árboles genealógicos de alargan por abajo pero pocas veces por arriba. Es normal y comprensible, pero también muy triste. La vida se acaba cuando es olvidada, y ya son millones las vidas, las experiencias y las existencias que han perecido para siempre. Somos cuerdas que nos vamos deshilachando lenta e inexorablemente. Primero morimos y después somos olvidados. Los más desafortunados son cortados por manos ajenas, ni siquiera tiene la posibilidad de dejar la existencia de forma natural, aunque poco hay más natural que matar.

Es comprensible pero también increíblemente frustrante y ofuscante. ¿Vale la pena vivir si todo lo que hacemos va a desaparecer? La respuesta es sí, claro que sí… no obstante, siempre nos quedará la duda de pensar quién se acordará de nuestras hazañas y vivencias, o más importante, si quedará alguien capaz de decirnos quiénes somos…

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