Los verdes
naranjos se extendían como un gran mar de malaquita que rompía contra las
montañas, formando construcciones irregulares de arbustos chatos y raquíticos,
y de pinos y hayas que habían sobrevivido a innumerables sequías. De vez en
cuando, de este mar de jade surgían casas y edificios de pocas plantas, símbolos
de la vida rural en plena época de cambios modernistas.
Aquel día
de principios de otoño, cuando el sol aun caía con fuerza y doraba a fuego
lento las crestas de las colinas con la luz del atardecer, yo me encontraba
atravesando aquel paisaje en una maquina traqueteante y silenciosa al mismo
tiempo, a una velocidad demasiada alta como para acabar de disfrutar de las
vistas. Por fortuna, en esos momentos, el tren se encontraba bastante vacío y
yo podía disfrutar de un poco de paz y tranquilidad, escuchando música de
autores demasiado autóctonos como para ser conocidos.
Entonces
llegó. No recuerdo el nombre exacto de la estación, quizá fue La Pobla Llarga,
o quizá me encontraba entre L´Énova y Manuel, no lo sé, eso no era importante. El
caso es que el tren no avanzó mucho más, se quedó quieto durante unos minutos
que se me hicieron eternos. El tiempo pasaba tan lento que incluso podía sentirlo
fluir sobre mi piel, recorriendo mi cuerpo como la corriente de agua de un río
que corriera en todas direcciones. Fue en ese momento cuando le vi: verde sobre
verde.
Estaba entre
los brillantes naranjos, sus ropas eran una camisa blanca que se le pegaba al
joven cuerpo y unos pantalones cortos y negros como el azabache. Llevaba el
pelo cobrizo corto y sin peinar, desecho de tal forma que era bonito: el orden
del caos. Y aunque su piel era ligeramente oscura se podía ver perfectamente como
brillaban sus rasgos fuertes pero delicados. Pero lo que más me cautivo fue su
mirada. Tenía los ojos más sorprendentes que jamás había visto, de un potente
verde nuclear que incluso parecía brillar
(quizá fuera el sol). Esos ojos me escrutaron y me observaron con ternura. Cuando
nuestras miradas se cruzaron me vi perdido.
Me
sumergí en una espiral de esmeraldas en donde lo pude ver perfectamente: mi
futuro, nuestro futuro. Le vi aportándome compañía, amistad y confidencia. Me vi
siendo su vida y viceversa. Creo que vi demasiado. Cuando más feliz me veía, sonrió.
Pero no desde esa especie de visión futura utópica e idílica, no. Me sonrió
desde la parte real, o que yo me imaginaba como real.
En
ese instante volví a estar en movimiento, ya no había naranjos, solos casas sin
vida ni personalidad, infraestructuras que parasitaban la tierra. Ni siquiera
el sol brillaba de la misma forma, simplemente se dedicaba a dejar caer sus
rayos con pereza, de forma indiferente, sin emoción. Aunque lo peor fue que ya
no le podía ver. Se había ido ¿O fui yo quien me fui? Eso me mataría.
No os
voy a engañar, he vuelto a buscarlo muchas veces. He inspeccionado tantos
campos de naranjos que he llegado a odiar sus flores y sus frutos. No sé si fue
una persona real, un sueño, un anhelo o una aparición de algún lugar perdido.
Lo que si se es que no lo encontré.
Me dejo
solo y sin nadie que me comprenda. Dicen que he perdido la razón. Pienso, ya,
que es verdad. Sin embargo, ¿Quién no se volvería loco al haber visto de tan
cerca el mejor futuro posible y haber sentido como se le escapa entre los dedos
de las manos? Simplemente, no puede volver a ser feliz.
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