diumenge, 30 d’octubre del 2016

Parábola

                Las voces se expanden por toda la calle como una onda expansiva destructiva. Muchas gritan al unísono palabras de libertad y de fuerza, otras balbucean de los nervios, como una cacofonía de cuervos moribundos; y otros no dicen nada, solo hacen sucumbir el mundo. La gente corre sin sentido, buscando algo para destruir, algo que rompa las cadenas de la pobreza y la opresión que los envuelven como zarcillos de muerte. Están hartos. Hartos de vivir para que les pasen por encima, hartos de morir para llenar las bocas de los monstruos que lo dirigen todo. Si preguntas uno por uno cada uno te dirá que destruye esa ciudad frívola y degenerada por uno o varios motivos, todos diferentes, pero con un origen común.
Están los que luchan por la tolerancia. Irónico. Cansados de los insultos y el desprecio que los baña cada día cuando salen a existir. Cansados de las palizas de los infra seres intransigentes que pretenden que todos seamos iguales. Normal, un rebaño con solo cabras blancas es más fácil de llevar.
                Otros luchan por algo tan simple como comer. Porque es tan potente la aspiradora de los peces gordos que al final solo quedan ratas y hierba mustia para alimentarse. Claro está, hasta que algún loco invente platos de primera con tales ingredientes. Aunque yo prefiero comer ratas que obligar a otros a hacerlo. Es más digno.
                También están los que luchan por la cultura. Imperdonable es ver teatros cerrados a calicanto. Cines deshabitados por precios desorbitados. Libros arder y acumular polvo en las librerías. Puede que la piratería tenga mucha culpa en esto, pero la culpable es la especulación.  
Money, como toda la vida.
                Lo que está claro es que todos luchas por el futuro. Para no ver a los jóvenes de hoy siendo los adultos amargados y recluidos en trabajos injustos y esclavizadores, con jornadas manipuladas,  que ellos quieren. Para no tener que contemplar a los niños siendo jóvenes sin esperanza, sin ilusión por el mañana. Para que los bebés que hoy nacen no sean los niños rodeados de hambre y desolación que nos esperan a la vuelta de la esquina, más cerca de lo que creemos.
                Corren y gritan, destruyen y queman, lloran y suplican, piden un futuro. Piden algo que todos tenemos al nacer pero que las circunstancias nos quitan. Piden simplemente que nos les compliquen la vida. Pero claro, para que unos vivan en castillos de nubes la mayoría deben arrastrarse en el fango.
                Y la falsa ilusión del estado de bienestar se desgaja trozo a trozo.
                Y cada día la justicia es más endeble y la humanidad más corrupta.

                Y lo peor de todo es que solo hace falta un error para convertir unos disturbios en una guerra entre hermanos. Aunque siempre hay quienes lo prefieren. 

dissabte, 22 d’octubre del 2016

Jugar como imbéciles

                Enfermizo. Una palabra perfecta: define algo que se está destruyendo y que se consume. Hace referencia a las cosas que han perdido su vitalidad, su salud, sus ganas de existir. Muchos dicen que la parte positiva de estar enfermizo es que aún no estás muerto, es decir, que aun puedes sobrevivir. Para mí no. Para mí la parte positiva es que la muerte está más cerca, que queda menos.
                Como podréis leer entre líneas estoy enfermo, pero no físicamente. Ojalá. Mi enfermedad es peor que una herida, que un órgano dañado, que una parte de mi cuerpo cercenada. Mi dolor nace de lo más hondo de mis psique. Mi mente se ha convertido en una quimera mutante que adopta las formas que le da la gana, con múltiples personalidades, cada cual peor que la anterior. Me destruyo por dentro. El problema es que mi destrucción no acabará en la muerte (a no ser que me la provoque yo). Mi camino de caos me lleva directo a un mundo de locura, a una vida ilusoria y esquizofrénica. Solo espero que no sea peor está.
                No espero que me ayudéis, no tengo remedio. Pero quiero que me escuchéis y reflexionéis (o no lo hagáis, probablemente sería lo que yo haría). No voy a echaros un sermón, que ya bastantes nos echan los curas, los políticos y los profesores. Algunos para ayudarnos, la mayoría para manipularnos.
                El monstruo en el que me he convertido no nació de mí, ni de mis padres, ni mis amigos. Este ser terrorífico y al mismo tiempo asustadizo fue provocado por algo aún más enfermizo que yo: el mundo. Si Marte pudiera hablar le diría a La Tierra: “Jo tía, que mala cara te veo”.
                Bueno, la verdad es que decir que la culpa es de La Tierra es ser muy egocéntrico, ya que hay más seres vivos viviendo en ella de forma inocente y libre (pobres desgraciados). La culpa es más que nada de la sociedad.
                Y no está mal porque no lo intentemos, si no por haberlo intentado tanto. Hemos intentado construir tantas formas de vivir en sociedad que hemos acabado juntando todos los retazos de los intentos pasados hasta crear este esperpento cadavérico que no hace más que degenerar.
                Vale, evolucionamos como científicos, como artistas, como inventores… lo que queráis; pero degeneramos como humanos. Decimos que en la Edad Media las guerras eran auténticas barbaries, como si ahora nos dedicáramos a recoger florecitas cogidos todos de las manos, después de generar cientos de conflictos y masacres por negocios armamentísticos y monetarios. Y cuando los inocentes huyen del problema cerramos las fronteras y hacemos oídos sordos. Hala, sálvese quien pueda.
                Y son ya tantas cosas que mencionar que necesitaría 500 discos duros solo para enumerarlos. Mientras unos se matan, otros se mueren y otros caen en espirales de depresiones por la frivolidad y el consumismo desmedido yo me dedico a escribir esto mientras vivo relativamente bien. Hipócrita tú, yo y el subnormal que creó todo este batiburrillo.
                Pero no vamos a cambiar ¿Para qué? Sigamos construyendo palacios de oro y marfil sobre un Atlas cada vez más viejo, decrépito y, ¿por qué no?, enfermizo. Total, si todo se cae, guerra mundial, muerte y a volver a empezar.

                El problema llegará cuando el ciclo no dé para más. Entonces los engendros como yo reiremos como lo que somos: una panda de locos enfermizos. 

dissabte, 1 d’octubre del 2016

Una mirada a los naranjos

                Los verdes naranjos se extendían como un gran mar de malaquita que rompía contra las montañas, formando construcciones irregulares de arbustos chatos y raquíticos, y de pinos y hayas que habían sobrevivido a innumerables sequías. De vez en cuando, de este mar de jade surgían casas y edificios de pocas plantas, símbolos de la vida rural en plena época de cambios modernistas.
                Aquel día de principios de otoño, cuando el sol aun caía con fuerza y doraba a fuego lento las crestas de las colinas con la luz del atardecer, yo me encontraba atravesando aquel paisaje en una maquina traqueteante y silenciosa al mismo tiempo, a una velocidad demasiada alta como para acabar de disfrutar de las vistas. Por fortuna, en esos momentos, el tren se encontraba bastante vacío y yo podía disfrutar de un poco de paz y tranquilidad, escuchando música de autores demasiado autóctonos como para ser conocidos.
                Entonces llegó. No recuerdo el nombre exacto de la estación, quizá fue La Pobla Llarga, o quizá me encontraba entre L´Énova y Manuel, no lo sé, eso no era importante. El caso es que el tren no avanzó mucho más, se quedó quieto durante unos minutos que se me hicieron eternos. El tiempo pasaba tan lento que incluso podía sentirlo fluir sobre mi piel, recorriendo mi cuerpo como la corriente de agua de un río que corriera en todas direcciones. Fue en ese momento cuando le vi: verde sobre verde.
                Estaba entre los brillantes naranjos, sus ropas eran una camisa blanca que se le pegaba al joven cuerpo y unos pantalones cortos y negros como el azabache. Llevaba el pelo cobrizo corto y sin peinar, desecho de tal forma que era bonito: el orden del caos. Y aunque su piel era ligeramente oscura se podía ver perfectamente como brillaban sus rasgos fuertes pero delicados. Pero lo que más me cautivo fue su mirada. Tenía los ojos más sorprendentes que jamás había visto, de un potente verde  nuclear que incluso parecía brillar (quizá fuera el sol). Esos ojos me escrutaron y me observaron con ternura. Cuando nuestras miradas se cruzaron me vi perdido.
                Me sumergí en una espiral de esmeraldas en donde lo pude ver perfectamente: mi futuro, nuestro futuro. Le vi aportándome compañía, amistad y confidencia. Me vi siendo su vida y viceversa. Creo que vi demasiado. Cuando más feliz me veía, sonrió. Pero no desde esa especie de visión futura utópica e idílica, no. Me sonrió desde la parte real, o que yo me imaginaba como real.
                               En ese instante volví a estar en movimiento, ya no había naranjos, solos casas sin vida ni personalidad, infraestructuras que parasitaban la tierra. Ni siquiera el sol brillaba de la misma forma, simplemente se dedicaba a dejar caer sus rayos con pereza, de forma indiferente, sin emoción. Aunque lo peor fue que ya no le podía ver. Se había ido ¿O fui yo quien me fui? Eso me mataría.
                No os voy a engañar, he vuelto a buscarlo muchas veces. He inspeccionado tantos campos de naranjos que he llegado a odiar sus flores y sus frutos. No sé si fue una persona real, un sueño, un anhelo o una aparición de algún lugar perdido. Lo que si se es que no lo encontré.

                Me dejo solo y sin nadie que me comprenda. Dicen que he perdido la razón. Pienso, ya, que es verdad. Sin embargo, ¿Quién no se volvería loco al haber visto de tan cerca el mejor futuro posible y haber sentido como se le escapa entre los dedos de las manos? Simplemente, no puede volver a ser feliz.