divendres, 17 de febrer del 2017

Señora Perfoc

                Vieja, encorvada, arrugada. La señora Perfoc atraviesa el recibidor del Ayuntamiento como una especie de tortuga vestida de lana azul. Tiene el pelo blanco como la cal recogido en un moño tan apretado que parece que vaya a estallar y destruir todo el edificio. No lleva ni un miligramo de maquillaje. No le gusta. Nunca le ha gustado, se toca demasiado la cara.
                Ajada, marchita, desgastada. La recepcionista la mira con pena pero no le hace caso. Sabe perfectamente al matadero político al que se dirige la señora Perfoc. No va a decirle nada. No vale la pena hacerlo. Dos pisos. 37 escalones que son una auténtica odisea para la pobre señora Perfoc, aunque ella lo acepta con resignación y sube poco a poco, como si cada escalón le restará uno de los pocos instantes de vida que le quedan.
                Vetusta, decrépita, arcaica. Nosi Perfoc siempre ha sido una mujer que sobraba: la tercera, la quinta, la séptima o la novena rueda de un carro que solo admite ruedas a parejas. Incluso muchas veces se ha molestado a ella misma. No pidió existir pero lo asumió. Y vivió como quiso, a su manera, sin cubrirse de amor más allá de la familia o la amistad. En ningún momento pidió tener más. La señora Perfoc solo ha querido vivir libre. Puede que al final haya alcanzado la felicidad. Eso solo lo sabe ella.
                Arruinada, abandonada, dejada. Llega al final del infinito tramo de escaleras sin sudar un poco. Extraño. Abre la puerta del despacho y al momento el hedor a nido de ratas le irrita las fosas nasales. Desde el final de su espalda tan encorvada que toca Australia, levanta unos pequeños ojos marrón brillante y observa a los hombres y mujeres con alma de papel pintado de verde. Esas mismas personas que quieren quitarle todo lo que tiene y enviarla a una asilo para que pase algún desalmado metálico y traqueteante con el estómago rebosante de humillados como ella por sus amadas tierras. Convirtiendo olivos y naranjos en amasijos retorcidos de madera, grava y acero retorcido.
                Pequeña, sola, estropeada. Vieja, vieja, vieja. Vieja pero no muerta. Muerta no, muerta nunca. La diferencia. La señora Perfoc se sienta en la única silla incómoda y fea que hay en el lugar. Las sonrisas burlonas le taladran la piel, intentando infectarla y corromperla. Pero ella simplemente tiene una petición.
-          ¿Podríais no quitarme mi casa?… - grande, deslumbrante, genial. Se humedece la lengua-… Por favor.
Alegre, libre, feliz. La señora Perfoc no necesita que digan nada para saber cuál es la respuesta. Sin esposo, sin esposa, sin hijos, sin nietos, sin necesitarlos, la señora Perfoc se yergue y muestra un cuerpo viejo, pero esbelto y alto. Etérea, magnífica, rebelde. La jauría arquea las cejas pero aparte de una ligera sorpresa no varía su expresión de insulsa superioridad.
Tierna, dulce, atemporal. La señora Perfoc sonríe y se desabrocha la rebeca. ¿Hace calor? En parte lo sabía desde que salió del sótano de su casa. Bueno, de la que fue su antigua casa. Nadie iba a darle ningún crédito a una vieja, a una vieja química.
Joven, eterna, perfecta. El segundo piso del Ayuntamiento se convierte en una gran flor de fuego y escombros que llueven sobre la plaza. El humo se despliega de ella como si de sus estambres se trataran. El estruendo es una balada a la libertad. La onda sonora una oda a la justicia.

Fuerte, inteligente, decidida. Joven, joven, joven. Joven pero no viva. La diferencia. 

dissabte, 11 de febrer del 2017

La dignidad de la Tierra.

                Hace unos cuantos días, una bandera hizo que una amiga y yo debatiéramos durante los últimos minutos de Química biomolecular (o tal vez fuera Termo) que era más importante: la dignidad de un pueblo o su Tierra.
                En sí, nos centramos más en discutir que debía ser salvado antes. Por un lado, necesitamos la Tierra para llenas nuestras vidas corpóreas. Para sacias y alimentar nuestra voracidad incansable.
                Sin embargo, la dignidad alimenta nuestra otra voracidad, la voracidad etérea y confusa que crea nuestra vida espiritual. Sin dignidad, no hay vida, porque no hay orgullo que engrandezca nuestra lucha por la Tierra.
Después de debatir con ella, debatí conmigo mismo. Legue a la conclusión de que no había sacado conclusión alguna. ¿De qué sirve la Tierra si vives de rodillas? Está claro que vale la pena vivir, pero hay peores existencias que la muerte. ¿De qué sirve la dignidad si nos morimos de hambre? Por desgracia, necesitamos nuestra parte física para validar la espiritual.
Y seguí pensando hasta complicar más las cosas. ¿Vale la pena luchar por un páramo de hielo y nieve perpetuos? ¿Derramar sangre por un pantano filtrado por enfermedades y mierda? ¿Por un palmo de arena fina como la luz de las estrellas?
Y cuando hablamos de la dignidad las especulaciones se multiplican como la Escherichia coli a condiciones óptimas. Si defendemos la dignidad de un pueblo, debemos hablar de múltiples dignidades que aumentan con los años. Por ejemplo, cuando miro mi pasado y veo como mis “yo” antiguos son en realidad mis “ellos” me doy cuenta que soy el resultado de haber pegado apresurada y macabramente muchos “yo” por mí mismo”. Incluso mi “yo” actual tiene demasiadas facetas. Ninguna falsa, pero sin llegar a ser verdaderas. Y el colmo aparece cuando veo las personalidades de los demás. Dos vecinos, ocho amigas, diez hermanos, quince madres y quince mil “yo”. Demasiadas almas cándidas con demasiadas dignidades ingenuas para abarcarlas con una sola “dignidad”.
Como conclusión: nada. Como “quimeras de nosotros” que somos jamás daremos con un final apropiado para estas palabras. Encontrar la dignidad o la Tierra absolutas, como la felicidad, la libertad, el odio o el amor es imposible. De la misma forma que los volcanes son amados y rehuidos a la vez, un pueblo jamás tendrá una dignidad que lo contente al 100 %. Ni siquiera contentará al 100% de los seres de una persona.

Por suerte o por desgracia, somos demasiados: cada vez más corruptos en una Tierra más y más discorde cada día con tanto gilipollas pululando sobre ella. 

dimecres, 1 de febrer del 2017

Espejo de plata

                El sol se refleja en el agua de forma cegadora. El embarcadero de madera vieja y húmeda cruje por el peso de mi cuerpo. Me siento en el borde de este y hundo mis pies en el agua turbia y fría, zapatos incluidos. Oigo a los patos graznar  a lo lejos. Si me fijo, perece que se rían de mí. La suave brisa me acaricia y me pone los pelos de punta. Los estorninos, acostumbrados ya a la gente, se posan a mí alrededor, sin acercarse. Me miran como si quisieran establecer un pacto: tú nos dejas en paz y nosotros te dejamos observar nuestra belleza.
                Los postes del pequeño puerto vibran ligeramente y ondulan el agua, como si intentaran peinarla. Yo también siento la vibración: el pie que ha pisado el primer madero y viene hacia mí. No debí venir. El sol, casi ya detrás de las montañas lejanas crea destellos volátiles a mi espalda. Destellos metálicos y afilados.
                No necesito girarme para saber que no tengo escapatoria. Podría saltar y nadar, aunque solo significaría alargar mi vida durante un periodo de tiempo angustioso y terrorífico. Podría saltar y ahogarme, así por lo menos le quitaría la satisfacción. Pero no, soy cobarde y quiero ver como sufre. Entre rejas y carcomiéndose. Porque sé que me quiere. Y yo le quiero. Me siento atrapado. Pero no le voy a dar más posibilidades.
                Oigo el sonido del autobús de la línea 25 viniendo hacia aquí. Podría llegar a tiempo y salvarme. Pero no. Echo una última mirada a mis lados. Al norte, me despido de mi amada Valencia. Al sur, veo la endeble figura del Montgó deformada por la distancia y el polvo vespertino.  Oigo un último paso y sin pronunciar un mísero epitafio me destruye por dentro.
                Siento el dolor y después… belleza. No soy el único que estalla en rojo. El cielo se vuelve en una gran explosión de bermellones, naranjas, amarillos y violetas. El polvo de poniente convierte los colores en un bombardeo multicolor que transforma el ocaso valenciano en un cuadro de Sorolla. Pero lo mejor es la Albufera. El agua lo refleja, lo refleja todo. Como un espejo, un espejo de plata incandescente en el oeste que se va enfriando hasta volverse solida a mis pies. Las garzas y las gaviotas se convierten solo en siluetas negras que motean el lago y el firmamento prendidos en llamas.
                Me ahogó en mi propia sangre pero sonrío. Pobres los necios que viajan buscando belleza, ignorando lo que dejan en casa. Empiezo a sentirme débil. He sentido el cuchillo desgarrarme siete u ocho veces más, pero ni siquiera me ha importado. Algo tan artificial como el abrazo penetrante de un filo jamás se comparará con la naturaleza, capaz de enamorar los ojos. Siento humedad en la nuca. Llora. Sé que está llorando… y sobre mí.

                Me resbalo y empiezo a caer sobre el agua. Sin embargo, aún soy capaz de ver como una barca negra de sombras atraviesa el agua a lo lejos, ondulando el espejo al rojo vivo, ampliando el espectro de calores hasta sumirme en un éxtasis irisado. Después, solo color y felicidad, nunca más oscuridad.