Vieja,
encorvada, arrugada. La señora Perfoc atraviesa el recibidor del Ayuntamiento
como una especie de tortuga vestida de lana azul. Tiene el pelo blanco como la
cal recogido en un moño tan apretado que parece que vaya a estallar y destruir
todo el edificio. No lleva ni un miligramo de maquillaje. No le gusta. Nunca le
ha gustado, se toca demasiado la cara.
Ajada,
marchita, desgastada. La recepcionista la mira con pena pero no le hace caso. Sabe
perfectamente al matadero político al que se dirige la señora Perfoc. No va a
decirle nada. No vale la pena hacerlo. Dos pisos. 37 escalones que son una auténtica
odisea para la pobre señora Perfoc, aunque ella lo acepta con resignación y
sube poco a poco, como si cada escalón le restará uno de los pocos instantes de
vida que le quedan.
Vetusta,
decrépita, arcaica. Nosi Perfoc siempre ha sido una mujer que sobraba: la
tercera, la quinta, la séptima o la novena rueda de un carro que solo admite
ruedas a parejas. Incluso muchas veces se ha molestado a ella misma. No pidió existir
pero lo asumió. Y vivió como quiso, a su manera, sin cubrirse de amor más allá
de la familia o la amistad. En ningún momento pidió tener más. La señora Perfoc
solo ha querido vivir libre. Puede que al final haya alcanzado la felicidad. Eso
solo lo sabe ella.
Arruinada,
abandonada, dejada. Llega al final del infinito tramo de escaleras sin sudar un
poco. Extraño. Abre la puerta del despacho y al momento el hedor a nido de
ratas le irrita las fosas nasales. Desde el final de su espalda tan encorvada
que toca Australia, levanta unos pequeños ojos marrón brillante y observa a los
hombres y mujeres con alma de papel pintado de verde. Esas mismas personas que
quieren quitarle todo lo que tiene y enviarla a una asilo para que pase algún
desalmado metálico y traqueteante con el estómago rebosante de humillados como
ella por sus amadas tierras. Convirtiendo olivos y naranjos en amasijos
retorcidos de madera, grava y acero retorcido.
Pequeña,
sola, estropeada. Vieja, vieja, vieja. Vieja pero no muerta. Muerta no, muerta
nunca. La diferencia. La señora Perfoc se sienta en la única silla incómoda y
fea que hay en el lugar. Las sonrisas burlonas le taladran la piel, intentando
infectarla y corromperla. Pero ella simplemente tiene una petición.
-
¿Podríais no quitarme mi casa?… - grande,
deslumbrante, genial. Se humedece la lengua-… Por favor.
Alegre, libre, feliz. La señora
Perfoc no necesita que digan nada para saber cuál es la respuesta. Sin esposo,
sin esposa, sin hijos, sin nietos, sin necesitarlos, la señora Perfoc se yergue
y muestra un cuerpo viejo, pero esbelto y alto. Etérea, magnífica, rebelde. La jauría
arquea las cejas pero aparte de una ligera sorpresa no varía su expresión de
insulsa superioridad.
Tierna, dulce, atemporal. La señora
Perfoc sonríe y se desabrocha la rebeca. ¿Hace calor? En parte lo sabía desde
que salió del sótano de su casa. Bueno, de la que fue su antigua casa. Nadie iba
a darle ningún crédito a una vieja, a una vieja química.
Joven, eterna, perfecta. El segundo
piso del Ayuntamiento se convierte en una gran flor de fuego y escombros que
llueven sobre la plaza. El humo se despliega de ella como si de sus estambres
se trataran. El estruendo es una balada a la libertad. La onda sonora una oda a
la justicia.
Fuerte, inteligente, decidida. Joven,
joven, joven. Joven pero no viva. La diferencia.
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