El sol
se refleja en el agua de forma cegadora. El embarcadero de madera vieja y húmeda
cruje por el peso de mi cuerpo. Me siento en el borde de este y hundo mis pies
en el agua turbia y fría, zapatos incluidos. Oigo a los patos graznar a lo lejos. Si me fijo, perece que se rían de mí.
La suave brisa me acaricia y me pone los pelos de punta. Los estorninos,
acostumbrados ya a la gente, se posan a mí alrededor, sin acercarse. Me miran
como si quisieran establecer un pacto: tú nos dejas en paz y nosotros te
dejamos observar nuestra belleza.
Los postes
del pequeño puerto vibran ligeramente y ondulan el agua, como si intentaran
peinarla. Yo también siento la vibración: el pie que ha pisado el primer madero
y viene hacia mí. No debí venir. El sol, casi ya detrás de las montañas lejanas
crea destellos volátiles a mi espalda. Destellos metálicos y afilados.
No
necesito girarme para saber que no tengo escapatoria. Podría saltar y nadar,
aunque solo significaría alargar mi vida durante un periodo de tiempo
angustioso y terrorífico. Podría saltar y ahogarme, así por lo menos le quitaría
la satisfacción. Pero no, soy cobarde y quiero ver como sufre. Entre rejas y carcomiéndose.
Porque sé que me quiere. Y yo le quiero. Me siento atrapado. Pero no le voy a
dar más posibilidades.
Oigo el
sonido del autobús de la línea 25 viniendo hacia aquí. Podría llegar a tiempo y
salvarme. Pero no. Echo una última mirada a mis lados. Al norte, me despido de
mi amada Valencia. Al sur, veo la endeble figura del Montgó deformada por la
distancia y el polvo vespertino. Oigo un
último paso y sin pronunciar un mísero epitafio me destruye por dentro.
Siento el dolor y después…
belleza. No soy el único que estalla en rojo. El cielo se vuelve en una gran
explosión de bermellones, naranjas, amarillos y violetas. El polvo de poniente
convierte los colores en un bombardeo multicolor que transforma el ocaso
valenciano en un cuadro de Sorolla. Pero lo mejor es la Albufera. El agua lo
refleja, lo refleja todo. Como un espejo, un espejo de plata incandescente en
el oeste que se va enfriando hasta volverse solida a mis pies. Las garzas y las
gaviotas se convierten solo en siluetas negras que motean el lago y el
firmamento prendidos en llamas.
Me ahogó
en mi propia sangre pero sonrío. Pobres los necios que viajan buscando belleza,
ignorando lo que dejan en casa. Empiezo a sentirme débil. He sentido el cuchillo
desgarrarme siete u ocho veces más, pero ni siquiera me ha importado. Algo tan
artificial como el abrazo penetrante de un filo jamás se comparará con la
naturaleza, capaz de enamorar los ojos. Siento humedad en la nuca. Llora. Sé que
está llorando… y sobre mí.
Me resbalo
y empiezo a caer sobre el agua. Sin embargo, aún soy capaz de ver como una
barca negra de sombras atraviesa el agua a lo lejos, ondulando el espejo al
rojo vivo, ampliando el espectro de calores hasta sumirme en un éxtasis
irisado. Después, solo color y felicidad, nunca más oscuridad.
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