La noche es gris como el plomo que se acumula en el cuerpo
de los moribundos. Cae una lluvia fría y molesta que tiñe de tinta las calles
de Estocolmo. En esa zona, la ciudad parece vieja y abandonada, un monstruo que
se tumba debajo de las escaleras para morir en paz. Sin embargo, una pequeña
alma se desplaza sonriente por las fauces de la bestia. La llovizna no le importa.
El aire polar le acicala el rubio pelo con mechas de colores dispares y
chillones.
Alana
se mueve dando saltitos cortos que se alternan con zancadas demasiado largas
para un cuerpo tan enclenque. Va siguiendo el olor, el dulzón olor de la muerte
y la sangre en masa. El olor de los gritos, la orín y el miedo. El olor de la
locura, la lujuria y la maldad. Al momento el gris se vuelve rosa intenso. Rosa
neón.
El letrero
del bar Parado ilumina las manchas de
sangre y los cuerpos de mujeres y hombres descuartizados. Alana sonríe. Los muertos
van desnudos o con pequeños trozos de cuero. Decir que Parado era un bar era reírse de la profesión más antigua del mundo.
Entonces lo ve: casi tres metros de alto, con los brazos y las piernas
extremadamente desproporcionados. Entre las afiladas garras de su mano derecho
sujeta la cabeza sin cuerpo de una mujer. Con la izquierda sujeta el cuerpo que
está devorando.
Alana
levanta la mirada para observarle bien. Tiene la cara artificial, como de
plástico. La mitad superior izquierda de su rostro está cubierta con un trozo
de papel con el dibujo infantil de algún animal. No, el papel no le cubre, está
directamente cosido a él. El Gycklare sonríe
de forma demoniaca, enseñando unos dientes redondeados y llenos de pequeños
pinchos, como diminutas motosierras. Cada vez que mueve la cabeza, los cientos
de cascabeles que tiene atados al pelo suenan como un réquiem: quien la oye
muere. Así de simple.
No tiene
tiempo a reaccionar. El payaso deforme se mueve a alta velocidad. Alana siente
el impacto de la cabeza decapitada. Los dientes de la muerta le arañan la
mejilla. El Gycklare aprovecha la
distracción para blandir sus manos como cuchillas y sesgarle los brazos como si
fueran chocolate fundido. Alana sale despedida contra el torso enorme y peludo
de un putero cualquiera y se queda quieta como una marioneta sin hilos.
Gycklare se carcajea con una cacofonía
siniestra y cavernosa. Tiene más hambre. Se dirige despacio hacia el cuerpo de
la pequeña muchacha desmadejada, chasqueando los dientes. La Pesadilla de Estocolmo
se deleita con el pensamiento de devorarla cuando su amorfo brazo izquierdo
sale despedido hasta caer al lado de Alana que se ha vuelto a poner en pie.
Su brazo
derecho vuelve a estar en su sitio y empuña una extraña arma: una guadaña
negra, con bultos y llena de cintas de festivales y fiestas atados a ella. La cuchilla
es una especie de acumulación de cristales blancos que brillan como rosas por
el cartel de neón. De su muñón izquierdo salen unos hilos de color rojo
negruzco que se adentran en su otro brazo y lo atraen hasta él. Alana vuelve a
estar completa y disfruta con la cara de miedo y perplejidad del Gycklare. Nunca hubiera pensado que la
sonata de muerte de sus cascabeles sería dedicada a él mismo.
-
No eres el único monstruo aquí, It de pacotilla – dice mientras salto y
corta a la altura del pecho al esperpéntico payaso.
Alana ríe a
carcajadas como una verdadera loca. Mientras se aleja lamiendo la sangre de su
irregular cuchilla, brilla. No, es su alma reflejando la luz de neón. Un alma
podrida y llena de recovecos oscuros.
¿Quién reirá con Alana?
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