dissabte, 26 de novembre del 2016

Deixalla

                Mi cuerpo caliente como el magma penetra en la frialdad de la noche, mientras la llovizna aguijonea mi piel como si un millar de flechas de metal me perforaran la piel de las mejillas. Me desgarran y las siento penetrar hasta que se clavan en mi alma como alfileres en un muñeco vudú. El estruendo del río desbordado que corre bajo mis pies llena la ciudad de desasosiego y ruidos escandalosos. De vez en cuando el agua supera el puente y fluye entre las vallas, congelando mis pies, hasta caer por el otro borde.
                Cuando era pequeño, mi padre me llamaba mierda, inútil, estúpido… mi madre solamente me recordaba que era una deixalla. Que era un amasijo de metal que la había destruido por dentro hasta convertir su juventud en un infierno. Luego me pegaba. ¿Por qué? No lo sé. A veces había un motivo, otras simplemente era odio. La verdad es que no importaba mucho, agradecía los golpes. Cuando caían en mi cabeza me hacían olvidar.
                Aunque mis padre ya no importan. Ya no pueden decirme nada más, difícil con tres metros de tierra sobre ellos.  Deixalla es solo ya un recuerdo del pasado que me persigue y me hace recordar siempre lo que soy. En parte se lo agradezco, me ayuda a poner los pies en la tierra. Se lo que soy: nada.
                La lluvia arrecia. Ya no son solos aguijones de hidrógeno y oxígeno, ahora son pedradas líquidas que se diluyen en cuando impactan, calándome aún más. Mis pies chapotean mientras me dirijo a la barandilla. Puede que, estimado lector, pienses que me he hartado de luchar contra mi propia mente putrefacta y quebrada. Te equivocas. Sí que es verdad que cada día que existo mi ser deteriora un poquito más, desintegrándose en un amasijo de pasiones y miedos amorfos. Puede que no sea capaz de encontrar a nadie que me dé ¿amor? Nunca lo he saboreado. Y es muy posible que sea tan repugnante que ni siquiera haya alguien a quien le dé pena. Debería saltar, pero simplemente no me apetece.
                Oigo un gran chapoteo y un grito de arrepentimiento final. Apenas he podido ver la silueta de la ilusa que ha saltado. La busco con la mirada y no la encuentro. En fin, una menos. Sin embargo, su grito me ha dejado pensativo. No comprendo ese miedo tan extendido a morir. Realmente, la muerte es el único estado de la existencia en el cual no sufrimos. Sin dolor, sin horror, sin sentir, simplemente sin vida. O por lo menos es lo que espero. Una eternidad aguantándome a mí mismo no, por favor.
                Pierdo agarre al apoyarme en la barandilla de metal empapado. Siento como las tripas se me suben a la cabeza y solo puedo pensar en placer. Mi pie derecho deja de tocar de suelo y se sumerge hasta la rodilla. Siento como un dolor agonizante me sube por la pierna izquierda cuando me tuerzo el tobillo. Creo con ilusión que todo va a acabar. Al fin. No obstante, me quedo trabado en los barrotes y lo único que es arrastrado por la corriente es mi pobre e inocente zapato. Suspiro y me levanto. Al momento, siento la pierna derecha entumecida y empapada. La muy fría y zorra ha hecho que los dedos de los pies se me vuelvan insensible. Que envidia.

                Mi cuerpo ardiente como el sol penetra la gélida noche mientras que el aguacero me golpea con fuerza y violencia, abriéndose paso entre mi piel pálida hasta alcanzar mi espíritu y apalearlo, dejándole al borde de la muerte. Y mientras ando cojo y medio descalzo una palabra me ronda una y otra vez: deixalla, deixalla, deixalla, deixalla

divendres, 18 de novembre del 2016

La fosa

                Mis dedos se resbalan de nuevo y caigo. La tierra marrón está húmeda y las raíces que sobresalen de ella están marchitas y se rompen a la mínima brisa. Mi cuerpo choca con fuerza contra el suelo y aunque está vez he caído desde una altura menor, un dolor lacerante me recorre entero. Me levantó y me manoseo la espalda en busca de lo que me ha producido tal agonía. Mi mano se topa con un objeto delgado pero duro y tiro de él. El dolor se vuelve a expandir por mi sistema nervioso. Una costilla. Una costilla humana es lo que me ha desgarrado la espalda. La suelto asqueado e intento volver a escalar esas paredes.
                Grito por ayuda y nadie me responde, ni siquiera mi perro al que estaba paseando cuando me caí en este agujero infernal. No sé de dónde ha salido, ayer no estaba. Simplemente alguien lo ha escavado y lo ha llenado de cadáveres, muchos cadáveres, tanto que mis pies solo tocan hueso, no tierra. Cuento al menos dos docenas de calaveras con las cuencas vacías y las bocas abiertas, enseñando sus dientes afilados como cuchillos.
                Me siento observado. Ruedo sobre mí mismo y no encuentro a nadie allí abajo, solo huesos brillando con una luz fantasmal. Supongo que por el reflejo de la luz mortecina de la Luna. Lo espero. Cuando me doy la vuelta para volver a intentar escalar me vuelvo a sentir observado. Miro hacia arriba esperanzado pero no hay nada, solo las estrellas burlándose de mí. No hay Luna.
                Algo ha cambiado. Algo se ha movido. Dos docenas de pares de ojos vacíos me observan, todas y cada una de las cabezas sin piel que me rodean parecen mirarme. El miedo me invade. Es mi imaginación. Lo sé. Quiero saberlo. Me lanzo contra el muro del foso he intento volver a subirlo.
                Una mano esquelética sale del fango y me arrastra hacia la tierra. Mi oreja y mi ojo se llenan de barro mientras que mis dedos se hunden en la pared. Grito de puro pánico. Intento liberarme del agarre cuando un dolor atroz me invade las manos. Siento como me desuellan los dedos, como me arrancas las uñas sin piedad, descarnado. Tardo un segundo en darme cuenta de que me están mordiendo. Me están royendo los dedos. Me orino encima y mis gritos se vuelven sollozos. Aunque tiro no puedo moverme y siento como cada vez mis dedos son más y más reducidos. En ese instante unos dientes pequeños y redondeados como perlas de cuchillas se abren paso a través del fango. La mandíbula se cierra alrededor de mi nariz y noto como mi piel es cortada. Cuando oigo como los dientes chocan entre ellos grito de forma esperpéntico y tiro como un loco. La mano se rompe y puedo liberar mi cuello. Al mismo tiempo consigo liberar mis manos.
                La sangre del agujero que antes era  mi nariz chorrea y se mete por mi boca. Miro mis manos y donde antes había dedos ahora solo hay huesos, huesos chorreando sangre negruzca. Grito por última vez. Pero ya es tarde. Las calaveras me saltan encima y empiezan a roerme todo el cuerpo. Siento sus mandíbulas cerrarse en mis piernas, mis brazos, mi torso. Sus pequeños dientes desgarrándome desde fuera y penetrando en mí. Y de la mismo forma que mi cuerpo se degrada mi alma de consume, se vuelve sucia, maligna. Me desvanezco, rodeado de los espeluznantes sonidos que emiten los dientes sobre mi carne y mis huesos. Comiéndome, devorándome, royéndome…

                 

dijous, 10 de novembre del 2016

Mi cuento de muerte

                Hola, no tengo nombre y soy un asesino. Me gusta matar sin motivo, solo por el placer de contemplar como la vida de mis víctimas se apaga en sus ojos. Disfruto viendo como sus susurros de piedad acaban desapareciendo en mis oídos sordos, como se hunden en un profundo mar de desesperación ante mi mirada acerada y fría, como el hielo más profundo del Ártico.
                Aunque me encanta matar también disfruto reprimiendo mis impulsos. De este modo, en el momento culminante, mi placer se multiplica por mil. Lo positivo de esto es que la policía y cualquiera que intente prevenirme acaban confundidos, sin saber si soy un hombre, una mujer o el fantasma de uno asesinatos que no tienen nada que ver entre ellos.
                Mis lugares favoritos son los sitios donde más seguros se sienten las personas. Avenidas a rebosar, barrios lujosos o lugares de ocio y sociedad. Recuerdo la vez que asesiné en el hospital de la Malvarrosa. Fue increíblemente divertido ver la cara del pobre sujeto, que acababa de sobrevivir a una operación de vida o muerte. Aún mejor fue ver los rostros descompuestos de los familiares y los médicos. Nadie se lo esperaba.
                Sé que soy un cabrón, un enfermo, un monstruo blablablá. Tonterías. La gente intenta buscar un motivo para las atrocidades que cometo. Son tan monos, intentando buscar una explicación para algo que no la tiene. Mato por matar. Porque lo disfruto, lo gozo y me hace sentir más poderoso que nadie. Ya está. El día que me pillen (si me pillan) me voy a divertir mucho en los interrogatorios y en los juicios. Va a ser tronchante sentir la tristeza, la pena y la rabia rodeándome. La cárcel supongo que será bastante peor. Me pegarán, violarán o matarán. Me da igual, me imagino que me lo merezco.
                Dejo de pensar. Esta noche quiero vivir. Vivir matando. Hace siete meses que no mato y lo necesito. Es jueves, jueves universitario, y pese a que es Noviembre, la avenida de Blasco Ibáñez está lleno de jóvenes y estudiantes borrachines descargando adrenalina. Sexo, drogas y Rock and roll. Y matar, por supuesto.
                Los veo a todos pasar, tranquilos, despreocupados. Normal. Es una zona cercana a las universidades, llenas de pisos alquilados a estudiantes inocentes y confiados. Será genial ver cómo la gente no la volverá a considerar igual a partir de esta noche.

                Veo a mis presas. Son cinco: tres hombres y dos mujeres. No parecen muy embriagados. Mejor. Peor lo pasaran. En ese momento se meten en un callejón un poco más estrecho, huyendo de las discotecas y en busca de los pubs más tranquilos de La Plaza del Cedro. Bien por mí.
                El primero no se da ni cuenta. Le secciono el cuello. Lo suficiente para impedirle gritar, pero lo justo para que le cueste morir. Con la segunda tampoco me cuesta mucho. Dos puñaladas por la espalda, hasta que siento como mi cuchillo aparece por el otro lado. Pulmones perforados.
                Sus estornudos y gemidos, bañados con estertores sangrientos llaman la atención de los demás. Demasiado tarde. Me paso el cuchillo a la izquierda y con la derecha le saco un ojo al tercero. Grita, pero yo le rajo el estómago y veo como caen sus tripas, como una lluvia macabra. Es el primero en dejar de respirar.
                El cuarto intenta darme un puñetazo. Yo simplemente me aparto y le sujeto el brazo. Le corto la muñeca en vertical. No grita. Tan solo se queda quieto y sin poder reaccionar. Aprovecho y le corto también la otra muñeca. Entonces parece querer moverse. Yo simplemente le atizo un golpe a la cabeza con el mango del cuchillo. Cae al suelo. Desorientado y desangrándose. Ha sido una forma rara de matar, pero así seguro que ya no vuelve a levantarse.
                Con la quinta y última es mucho más fácil. Está ya tan asustada e impresionada que ni siquiera es capaz de apartar la vista del amasijo de sangre y vísceras que antes eran sus amigos. Con mucho cuidado, hago que se arrodille en el suelo. Tiembla mucho pero no hace nada para evitarlo. Entonces sonrío y deslizo el frío metal afilado por su cuello. El primero, la segunda y el cuarto miran aterrados el espectáculo. Alguno grita pera ya no sirve de nada. Lanzo el cuerpo inservible de la quinta al suelo y me macho. Oigo algún grito y gemido más pero todos se apagan, como siempre.

                Hola, me llaman asesino y lo soy. Estoy lleno de sangre y restos humano y lo disfruto. Me rio como un loco porque puede que en realidad lo esté. El placer recorre mi cuerpo como ondas de placer extremo. ¿Y lo mejor? mañana podría ir a por ti. 

divendres, 4 de novembre del 2016

Hacia adelante

                Siento la canción de la batalla. La fricción de las espadas chocando entre ellas, metal contra metal, oigo como el hierro corta el hueso y convierte la carne en jirones de tela inservibles. La sangre salpicándolo todo, mi arma, mi espada, mi cuerpo, mi alma… Y en medio de esta sinfonía de muerte y mierda no puedo para de pensar en una palabra. En una idea horrible y descorazonadora: el fracaso.
                La he cagado millones de veces en mi vida. Cargo con miles de errores en mi espalda, marcándome. No recuerdo un momento de mi vida sin que haya cometido un solo error. Sin embargo, no me considero peor por haberlos cometido. Para la mayoría, los errores son lastres que tiran de ellos hacia un océano de desesperación y amargura. Pero para mí son mis amigos, mis eternos compañeros que me sirven de guías y de ayuda. Son algo que ha arraigado tan dentro de mí que forman parte de mi personalidad y de mi espíritu. No son esos errores, son mis errores. Son los que me hacen grande.
                Paro una estocada que tenía como parada final el centro de mi cabeza y se la devuelvo a su dueño cercenándole el cuello hasta la médula. Sé que voy a seguir acumulando mierda y más mierda durante el resto de mi vida. Voy a hacer las cosas mil y unas veces mal. Estoy tan seguro como que al último que le he cortado el torso por la mitad no sabe ni por donde le ha venido. Y no pienso ponerme triste, pienso levantarme y luchar hasta el final. Me retiraré cientos de veces si hace falta, ¿pero rendirme? Jamás. Rendirse es mil veces peor que fracasar o cometer errores.
                El corazón de un torpe imparable es incomparable con el de un perfecto que a la mínima de cambio se rinde. Nada cae del cielo, se debe batallar hasta por el aire que respiramos. Y si, debemos llorar a veces, pero no caer en la trampa de la tristeza. Derramar 100 lágrimas nos hace fuertes. Derramas 1000 nos hace vulnerables.
                Salto y me dirijo como un leopardo desbocado hacia su reí. Mis pies no tocan el suelo mientras les corto la cabeza a los guardias. Soy la mejor. Con firmeza le clavo la espada en el cráneo a mi objetivo, con rapidez, como un destello de luz sólida le atravieso la mente y lo dejo inservible.
                Soy la que soy por haber crecido. Por haber renacido de mis errores y mis aciertos. Por saber que no estoy sola en el mundo, que siempre tengo alguien a quien recurrir. Porque he sabido parar para desahogarme y levantarme después con más poder, con más madurez.
                Soy la que soy porque no me he ahogado en la tristeza y en pesimismo. Por haber sabido seguir recto hacia delante. Siempre hacia adelante.