Siento la
canción de la batalla. La fricción de las espadas chocando entre ellas, metal
contra metal, oigo como el hierro corta el hueso y convierte la carne en
jirones de tela inservibles. La sangre salpicándolo todo, mi arma, mi espada,
mi cuerpo, mi alma… Y en medio de esta sinfonía de muerte y mierda no puedo
para de pensar en una palabra. En una idea horrible y descorazonadora: el
fracaso.
La he
cagado millones de veces en mi vida. Cargo con miles de errores en mi espalda, marcándome.
No recuerdo un momento de mi vida sin que haya cometido un solo error. Sin embargo,
no me considero peor por haberlos cometido. Para la mayoría, los errores son
lastres que tiran de ellos hacia un océano de desesperación y amargura. Pero para
mí son mis amigos, mis eternos compañeros que me sirven de guías y de ayuda. Son
algo que ha arraigado tan dentro de mí que forman parte de mi personalidad y de
mi espíritu. No son esos errores, son mis errores. Son los que me hacen grande.
Paro
una estocada que tenía como parada final el centro de mi cabeza y se la
devuelvo a su dueño cercenándole el cuello hasta la médula. Sé que voy a seguir
acumulando mierda y más mierda durante el resto de mi vida. Voy a hacer las
cosas mil y unas veces mal. Estoy tan seguro como que al último que le he cortado
el torso por la mitad no sabe ni por donde le ha venido. Y no pienso ponerme
triste, pienso levantarme y luchar hasta el final. Me retiraré cientos de veces
si hace falta, ¿pero rendirme? Jamás. Rendirse es mil veces peor que fracasar o
cometer errores.
El corazón
de un torpe imparable es incomparable con el de un perfecto que a la mínima de
cambio se rinde. Nada cae del cielo, se debe batallar hasta por el aire que
respiramos. Y si, debemos llorar a veces, pero no caer en la trampa de la
tristeza. Derramar 100 lágrimas nos hace fuertes. Derramas 1000 nos hace
vulnerables.
Salto y
me dirijo como un leopardo desbocado hacia su reí. Mis pies no tocan el suelo
mientras les corto la cabeza a los guardias. Soy la mejor. Con firmeza le clavo
la espada en el cráneo a mi objetivo, con rapidez, como un destello de luz
sólida le atravieso la mente y lo dejo inservible.
Soy la
que soy por haber crecido. Por haber renacido de mis errores y mis aciertos. Por
saber que no estoy sola en el mundo, que siempre tengo alguien a quien recurrir.
Porque he sabido parar para desahogarme y levantarme después con más poder, con
más madurez.
Soy la
que soy porque no me he ahogado en la tristeza y en pesimismo. Por haber sabido
seguir recto hacia delante. Siempre hacia adelante.
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