Mi
cuerpo caliente como el magma penetra en la frialdad de la noche, mientras la
llovizna aguijonea mi piel como si un millar de flechas de metal me perforaran
la piel de las mejillas. Me desgarran y las siento penetrar hasta que se clavan
en mi alma como alfileres en un muñeco vudú. El estruendo del río desbordado
que corre bajo mis pies llena la ciudad de desasosiego y ruidos escandalosos. De
vez en cuando el agua supera el puente y fluye entre las vallas, congelando mis
pies, hasta caer por el otro borde.
Cuando
era pequeño, mi padre me llamaba mierda, inútil, estúpido… mi madre solamente
me recordaba que era una deixalla.
Que era un amasijo de metal que la había destruido por dentro hasta convertir
su juventud en un infierno. Luego me pegaba. ¿Por qué? No lo sé. A veces había
un motivo, otras simplemente era odio. La verdad es que no importaba mucho, agradecía
los golpes. Cuando caían en mi cabeza me hacían olvidar.
Aunque mis padre ya no importan. Ya
no pueden decirme nada más, difícil con tres metros de tierra sobre ellos. Deixalla
es
solo ya un recuerdo del pasado que me persigue y me hace recordar siempre lo
que soy. En parte se lo agradezco, me ayuda a poner los pies en la tierra. Se
lo que soy: nada.
La lluvia
arrecia. Ya no son solos aguijones de hidrógeno y oxígeno, ahora son pedradas líquidas
que se diluyen en cuando impactan, calándome aún más. Mis pies chapotean
mientras me dirijo a la barandilla. Puede que, estimado lector, pienses que me
he hartado de luchar contra mi propia mente putrefacta y quebrada. Te equivocas.
Sí que es verdad que cada día que existo mi ser deteriora un poquito más, desintegrándose
en un amasijo de pasiones y miedos amorfos. Puede que no sea capaz de encontrar
a nadie que me dé ¿amor? Nunca lo he saboreado. Y es muy posible que sea tan
repugnante que ni siquiera haya alguien a quien le dé pena. Debería saltar,
pero simplemente no me apetece.
Oigo un gran
chapoteo y un grito de arrepentimiento final. Apenas he podido ver la silueta
de la ilusa que ha saltado. La busco con la mirada y no la encuentro. En fin,
una menos. Sin embargo, su grito me ha dejado pensativo. No comprendo ese miedo
tan extendido a morir. Realmente, la muerte es el único estado de la existencia
en el cual no sufrimos. Sin dolor, sin horror, sin sentir, simplemente sin
vida. O por lo menos es lo que espero. Una eternidad aguantándome a mí mismo no,
por favor.
Pierdo agarre
al apoyarme en la barandilla de metal empapado. Siento como las tripas se me
suben a la cabeza y solo puedo pensar en placer. Mi pie derecho deja de tocar
de suelo y se sumerge hasta la rodilla. Siento como un dolor agonizante me sube
por la pierna izquierda cuando me tuerzo el tobillo. Creo con ilusión que todo
va a acabar. Al fin. No obstante, me quedo trabado en los barrotes y lo único
que es arrastrado por la corriente es mi pobre e inocente zapato. Suspiro y me
levanto. Al momento, siento la pierna derecha entumecida y empapada. La muy
fría y zorra ha hecho que los dedos de los pies se me vuelvan insensible. Que envidia.
Mi cuerpo
ardiente como el sol penetra la gélida noche mientras que el aguacero me golpea
con fuerza y violencia, abriéndose paso entre mi piel pálida hasta alcanzar mi espíritu
y apalearlo, dejándole al borde de la muerte. Y mientras ando cojo y medio
descalzo una palabra me ronda una y otra vez: deixalla, deixalla, deixalla, deixalla…
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