El sol
de verano cae a plomo sobre la tierra pese a ser aún por la mañana. El calor y
la luz anaranjada típica de los días de julio llena el pueblo de bochorno y
camisas sudadas. Llutxent está vivo: la piscina municipal está llena de niños y
gente nadando, mientras que las calles de asfalto casi líquido son recorridas
por gente que va en busca de una cerveza o un refresco.
Alana y
Floresta están inmóviles ante un gran cartel en blanco y negro. Siete miradas
inocentes e infantiles les acosan desde la distancia del tiempo. El papel está
desgastado y rasgado. Hace ya nueva años. Un “Se buscan” gigante y en negrita
parece burlarse de ellos.
-
No es justo – murmura Alana al pensar en las
siete familias que se quedaron rotas para siempre.
Mientras camina hacia un camino
que le lleve a la sierra, Alana no puede evitar fijarse en las caras de las
personas con las que se cruza, buscando rostros familiares que la miraran como
una extraña. De hecho, las personas la miran evaluandola, juzgándola de
forastera con sus ojos acostumbrados a ver siempre a la misma gente. Forasteros
en sus propios hogares. Una lágrima solitaria cae al suelo y se evapora
rápidamente.
El alquitrán se convierte
rápidamente en grava y tierra, y estás a su vez derivan en sendas serpenteantes
de matorrales verdes y amarillos inundados de insectos, réptiles y algún que
otro conejo. El paisaje medio pelado se vuelve rápidamente en un bosque de
alcornoques y pinos que dan sombra. Alana no suda, no puede hacerlo. El Surar
llena la mente de Alana de los recuerdos de su segunda infancia. También fue
feliz, a su manera. Engañada, pero feliz. Cuando llega a una curva bordeada de helechos
gigantes, Alana sale de la pista forestal para meterse entre los árboles.
En unos minutos llega. Una puerta
parece emerger del suelo como una boca. Está oxidada y cubierta casi al
completo de parras. Floresta se estremece en el hombro de Alana al ver algo. Ello
mira a su alrededor alerta. Entonces los ve, escondidos por la maleza: huesos. Las
calaveras deformes y el resto de huesos asoman de la tierra como si hubieran
sido cultivados. Un escalofrío producto del asco sube despiadado por la espalda
de Alana. En los dos años que había estado fuera de su casa su “madre” parecía
haber intentado volver a criar.
Alana ni siquiera intenta abrir
la puerta, esa cortesía se la deja a la hoja de Corbella. El metal resquebrajado cae al suelo y el frescor
encerrado detrás de él escapa abofeteando a Alana. El pelaje negro de Floresta
se eriza como cuchillas.
El tramo de escaleras se hace
corto. Debajo hay otra puerta, aunque esta está abierta y la luz mortecina que
sale de ella acuchilla la oscuridad débilmente. Aunque la estancia del lugar es
la más grande, Alana sabe que el laboratorio de Pandora no es el único lugar
que hay allí abajo. Una puerta se mueve ligeramente y Alana se pone en guardia.
La habitación es un cubículo no muy grande donde un día, 102 meses atrás siete
infantes perdieron sus vidas. A partir de ese día fueron muchos los seres vivos
que también la perdieron entre esas cuatro paredes pintadas de sangre y gritos.
Alana se ve abrumada por los recuerdos
y un pequeño mareo la ataca. La guadaña le sirve de apoyo.
-
Mis queridos hijos inmortales – la voz
insufriblemente afable le llega a Alana desde detrás de una especie de
autoclave gigante -. Parece que al final me habéis descubierto.
La furia inunda a Alana, pero
sigue paralizada por los traumas. Sus rasgos se crispan tanto que un hilillo de
saliva escapa por las comisuras de su boca.
-
¿Por qué? – aunque lo ha dicho susurrando, su
voz suena afilada y amenazadora.
Pandora Eva-Lilith se acerca, con
su rostro alegre y su sonrisa amable marcada a fuego en la cara.
-
Lo siento mucho, de verdad que lo siento. Pero ¿acaso
no es más importante la humanidad que la vida de unos pocos niños?
Aunque creía que era imposible
sentir más rabia, Alana la siente. Aún está un poco débil, No obstante, se
decide a atacar. Sin embargo, la falta de peso en el hombro le hace detenerse
de golpe, aterrada.
-
¡NOOOO!
Floresta sale volando, convertido
en una bola de furia. Sus ojos multicolores emiten de todo menos ternura. En teoría,
como ha renacido no debería ser capaz de recordar a esa mujer, de acordarse del
odio que le profesa. No obstante, Alana sabe de sobra que las cosas no son tan
fáciles. Los traumas siempre prevalecen.
Las lianas de parra de la mano
derecha de Pandora actúan rapidísimo y envuelven a Floresta como si fuera un
regalo, intentando ahogarlo. Pero el gato no es tan débil. Una de sus cinco
colas se alarga como una serpiente fusionándose con el suelo. Al momento el
laboratorio se vuelve contra su ama. Trozos de pared salen despedidos contra
ella.
La cabeza de Floresta se estrella
brutalmente contra el suelo. Aún es demasiado pequeño como para manejar su
cuerpo en estado semisólido. Su ataque se ve inmediatamente frustrado. Las parras
lo levantan y los estampan contra la pared. Seguidamente se mueven hacia atrás,
apretando a Floresta contra la pared hasta soltarlo y mandarlo a volar contra
una campana de extracción de gases al final del laboratorio. En la pared, solo
queda una estela en forma de grieta como testigo de la batalla.
Alana grita y se precipita como
una loca contra su madre. Se rasga la piel del muslo para hacer que Falç crezca como nunca, mientras que
utiliza a Corbella para cortar las
parras y que no la ataquen. La punta de la espada parece ir directa al ojo de
Pandora cuando la mano izquierda la para, sin inmutarse.
Entonces, la sangre que forma el
filo de Falç empieza a volverse
negruzca, a secarse y a podrirse. Alana anula rápidamente al arma. La sangre
sigue pudriéndose en el suelo hasta volverse una masa negra y verduzca.
Pandora sonríe:
-
Siempre se me ha dado mejor destruir la vida que
crearla – dice mientras que de la palma de su mano izquierda surge una vara de
punta afilada, hecha de hueso y cubierta de jirones de piel quemada y maloliente.
¿Quién le abrirá la puerta de casa a Alana?