dimecres, 17 de maig del 2017

Almas de azufre. Alana VIII.

Pandora Eva-Lilith siempre le había dicho a Alana que jamás pisara la ciudad de Valencia hasta que hubiera matado a sus otros cinco hermanos antes. Ahora, ella comprende porqué. No es que Quarantamaula esté en la capital del Turia, es que él es toda la ciudad. Alana se levanta de la silla dejando solo un culín de horchata en el vaso. Toda la seguridad que había atesorado durante las últimas peleas se deshace en cachitos mientras recorre las calles atestadas de gentes. Es como si el asfalto y los adoquines calientes fueran su piel, como si el aire emponzoñado por los coches fuera su aliente fétido y como si las cloacas fueran sus arterias y venas. ¿Y lo humanos? Solo parásitos, como en cualquier otro lugar.
                Llega a la Plaça de la Reina cuando el sol empieza a descender, la catedral de Valencia es el lugar donde más se manifiesta el aura de su hermano. Observa como, pese a ser un buen sábado de mayo, el lugar está casi vacío. Apenas hay persona en el lugar y el ambiente es de abandono. Dentro de la catedral, la imagen es aún más abrumadora. Está vacía y apenas hay luces encendidas. Alana invoca a Corbella y desenvaina a Falç. El silencio impera en la casa de Dios, aunque hay una pequeña vibración que Alana es capaz de captar. Una respiración, un susurro quizá, unos latidos…
                La puerta se cierra lentamente. “La batalla contra el Quarantamaula será una lucha física y mental”, las palabras de su madre le vienen a la cabeza en el momento que el suelo empieza a ondear. Como si de un estanque de agua gelatinosa se tratara, las baldosas se agitan, suben y bajan como olas. Las columnas también se retuercen y se bambolean como serpientes de magma frío. Alana se mueve como si estuviera embriagada, no puede mantener el equilibrio y en la penumbra apenas es capaz de esquivar los bancos de madera. El calor aumenta bestialmente en el lugar lo que hace que Alana se desprenda de la fina chaqueta. Mientras recuerda lo bien que lucho desnuda en Carrícola y en el Benicadell maldice al idiota que sexualizó la desnudez.
                Entonces lo ve, o mejor dicho, los ve. Los tentáculos negros como la pez se alargan a través del suelo, entre las juntas de las baldosas y cualquier agujero del suelo. No duda, sabe perfectamente que su hermano tiene un cuerpo metamórfico y cambiante. Con las armas corta un par de esas extremidades difusas que se convierten en humo al liberarse del cuerpo principal.
                La Catedral se agita y se expande como si se estremeciera.
-          Te equivocas tanto – la voz sale de todas partes, la envuelve.
Alana gruñe. Está harta de que ninguno de sus hermanos sepa hablar con claridad.
-          ¿Y por qué coño me equivoco? – grita Alana como una loca a las paredes y al suelo ondulante – Solo sabéis decirme que me equivoco y que soy una idiota. Habladme claro.
Se coge la cabeza. Tiene jaquecas fuertes desde Singapur.
-          Yo no he dicho que seas una idiota – dice la voz de forma conciliadora -. Tan solo quiero ayudarte, ayudarnos…
-          ¡MIENTES!
El suelo deja de moverse y el sacro lugar parece recuperar su antigua forma. Alana puede seguir oyendo la respiración y como suspira con resignación. Un escalofrío le recorre la espalda. Es una trampa, toda la maldita ciudad es una trampa para ella. Aunque sea capaz de regenerarse, si la trocean y alejan las partes resultantes jamás podrá volver a regenerarse. Las paranoias empiezan a dominarla.
-          Déjame mostrarte la verdad
Alana va a replicar. Está cansada y dolorida, y esta maldita ciudad parece enloquecerla. Sin embargo, no es capaz de lanzar ninguna palabra. Una ola negruzca como brea caliente emerge del suelo y se abalanza sobre Alana sin piedad.
Alana mueve la mano derecha por puro impulso, pero cuando Falç toca el maremoto de alquitrán gelatinoso una fuerza mucho mayor que la de su brazo tira de ella. La espada se hunde en la más profunda oscuridad.
Corre. Como un aloca. Sabe que solo tiene una escapatoria: hacia arriba. La subida se le hace eterna. Centeneras de escaleras y siempre girando, en un vórtice de mareos y de colores marrones y anaranjadas. Corbella desaparece en Quarantamaula cuando Alana intenta defenderse de uno de los tentáculos que se ha adelantado a los demás.
Entonces los escalones se vuelven más empinados y estrechos. Ha llegado a la parte  superior. No obstante, no puede disfrutar mucho de su victoria. La parte más alta del Micalet estalla en una lluvia de cascotes. Alana sale despedida al cielo y contempla como, la torre del campanario, se recompone rápidamente. Docenas de manos negras emergen de él y convergen en su búsqueda, como una flor de loto de luto.
La determinación vuelve a Alana durante unos segundos. De su cuerpo empiezan a surgir manojos de hilos afilados. Inútil. La negrura más absoluta devora todo lo que hay a su paso, y los hilos regeneradores no son una excepción. En un último alarde de desesperación Alana intenta construir a Trabuc en ambas manos. Tarde. La explosión de petróleo se la traga. En el instante final, Alana es capaz de ver la ciudad de Valencia sacudirse, como si fuera presa de un ritmo mortal.
La presión del líquido la aplasta. Aguanta la respiración durante unos segundos, pero la fuerza de la corriente y el agobio que crea la masa viscosa hace que Alana trague parte de su hermano. Empieza su descenso a los infiernos. Los infiernos de Quarantamaula.
Alana es una niña y está jugando. Está bien, se divierte. Está feliz. Juega con seis niños en un parque bonito y soleado. Un parque… ¿Dónde? Una mujer se acerca y los siete niños paran de jugar para observarla. ¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde? Ella extiende su mano derecha… no es una mano normal y los niños se asustan
¿Dónde?
Llutxent…

¿Quién compartirá sus juguetes con Alana?

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