Me
prometiste que siempre estarías para mí. Me juraste que volverías. Me dijiste
que, pasara lo que pasara, no morirías, que la guerra pasaría a tu lado, delicada
y gentil. Me mentiste, me traicionaste. Sé que es egoísta pensar eso, ya que eres
tú quien ha muerto en combate. Pero soy yo la que sigue aquí, acosada por la
sombra de la casa que nunca compraremos en Russafa, perseguida por la idea de
un viaje a alguna ciudad del sud, durmiendo junto al cadáver frío del hijo que
jamás podremos tener…
Miro a
mi madre leyendo un libro junto a la mecedora, de pie, al lado de la ventana.
Seguro que es una antología de Ausiàs March. Para ella es como su Biblia.
Piensa que Dios murió cuando creo a los humanos. Yo ya no pienso en la
religión, ellos se han pasado al otro bando. Está demasiado vieja y no por los
años. El hambre, la penuria y la angustia consumen mil veces más que el tiempo.
A saber cómo me veo yo.
Me
dijiste que no morirías y me dijeron que recogieron los cachos sanguinolentos
de tu cuerpo mutilado en un campo humeante de muerte y dolor. No te enterramos,
nunca volviste a casa, a nuestra casa de Russafa. Lloré por ti y lloré por mí,
pero también lloré por el país. Desmembrando en bandos de hermanos matándose
unos a otros. Troceado como un puzle imposible de volver a montar. Un país que
ya no es, un país que ya nunca volverá a ser. Solo queda humo, cenizas y
sangre.
La
pared se hunde y mi madre es devorada por una gran bola de fuego. Ni siquiera
se ha percatado de que ha muerto. Mientras la onda expansiva me lanza contra el
suelo pienso en las alarmas que tenían que avisarnos de los cuervos negros con
las panzas cargadas de muerte. Ella también me ha traicionado. En el tiempo que
me cuesta en levantarme lloro por mi madre. No puedo permitirme el luto que
tuve contigo y con mi padre.
Salgo corriendo del salón que se ha convertido
en la antesala del infierno. Mientras busco una escapatoria el sonido de las
bombas estallando como una mascletà de pérdidas y tristeza me ampara. Cuando
llego a la escalera descubro que ya no existe. Otra más. Solo humo y cenizas.
Veo las extremidades retorcidas de doña Enriqueta asomar. Y sangre.
Mantengo la calma dentro de lo
posible. Tú me advertiste antes de irte de que si esta situación se daba
buscara una vía alternativa: saltar al edificio contiguo, con el tejado un par
de metros por debajo del nuestro. Vuelvo al salón.
Las cosas han empeorado allí, así
que solo corro como una loca hacia la ventana, acompañada por el humo negruzco.
Cuando mis pies tocan suelo me alivio. Ahí aún no ha caído ninguna bomba. En
ese momento lo veo. Valencia ya no existe: solo hay humo, fuego y explosiones
atronadoras. El silbido de las bombas al caer es acompañado por una cacofonía
de gritos de toda índole. El Turia hoy desembocará negro y rojo a un Mediterráneo
cansado de tanta muerte y destrucción.
Al mismo tiempo que mi edificio
de hunde y el contiguo en el que me encuentro se bambolea como un castillo de
naipes, oigo el silbido. No levanto la cabeza. Sé lo que viene. La explosión es
horrible y destruye los cimientos de la vivienda. Dejo de estar sobre suelo
firme. El techo se hunde mientras que la gran mole de cemento, ladrillo y metal
se inclina hacia la calle, como si buscara refugiarse de algo.
Mientras me sumerjo en un mar de
escombros, humo y ceniza pienso en ti. Pienso en como han metido su ideología
en nuestro amor y en el de tantos. Y por desgracia, lo seguirán haciendo.
Pienso en un bombardeo innecesario, como tantos otros. Ya hemos perdido, aquí
solo se respira derrota, no hace falta respirar el olor putrefacto de la carne
quemada. Se me hace largo. Cierro los ojos y solo pienso en ti. Gracias por
morir: no tendré que ir sola a un lugar que no conozco.
Entonces las piedras puntiagudas
me dan la bienvenida con los brazos abiertos.
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