Se hunde en un abismo sin fondo. Su visión se va empequeñeciendo,
como si mirara por una cerradura y fuera alejándose. La negrura más absoluta
cubre el vacío que su cerebro no puede comprender. Su sentido del equilibrio
sabe que ya no está recto, que su cuerpo está cayendo hacia atrás, inclinándose
en un ángulo imposible con mantenerse en pie.
Algunas
de sus células aún no se han dado cuenta de lo que está ocurriendo, pero no
tardaran. Son más sensibles que nosotros, mucho más. A medida que los nervios
transmiten los últimos impulsos, condenados a dar órdenes imposibles, van
gritando, asustadas. Saben lo que pasa, están programadas para saberlo. Pero no
están preparadas. No han envejecido para comprender que es acercarse al final.
A medida
que el sentido del tacto rehúye la piel, el frío del ambiente se disuelve, sin
embargo, no trae calor. Es algo muy extraño. Todos hemos dejado de ver u oír en
alguno momento de nuestra vida, pero siempre habíamos notado los cambios de
temperatura. Incluso, deja de sentir el aire sobre la piel. La suave caricia de
las particular flotantes, imperceptible hasta ese instante, se empieza a
extrañar. Una dependencia que nunca había sentido, crece en él. Aunque no llega
a hora.
El ángulo
se va abriendo. O cerrando, según se mire. Aunque apenas son milisegundos el
tiempo que lleva precipitarse de espaldas, la sangre parece ir despacio ya. El corazón
hace tiempo que ha dejado de latir. 2, o puede que 3 segundos hace ya. A medida
que la sangre parece espesarse, los brazos parecen dejar de existir. Las piernas
dejan de estar debajo de él. Es como si dos trozos de tela nacieran de su
vientre.
Su espalda
ya está apoyada sobre el suelo cuando los órganos empiezan a sentir que algo no
va bien. Saben que no les va a llegar más sangre. Aceptan su fin con orgullo. Eso
no quita que estén triste. El riñón filtrando, el páncreas secretando y el estómago
digiriendo son felices haciéndolo, porque no saben hacer nada más. Ahora que ya
no lo podrán hacer más, saben que es mejor así. Un último réquiem de vísceras agitándose
florece en sus entrañas.
El cerebro
parece intentar hacer un último y vano esfuerzo. Los últimos instantes son
captados: el sonido que produce la cabeza al chocar violentamente sobre el
suelo, es débilmente atrapado. El brutal golpe se desliza por los nervios
auditivos convertido en un melifluo y suave murmullo. Cuando llega al cerebro,
es un pequeño éxtasis final.
Y muere
con un susurro.
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