dimecres, 25 d’abril del 2018

Morir con un susurro


Se hunde en un abismo sin fondo. Su visión se va empequeñeciendo, como si mirara por una cerradura y fuera alejándose. La negrura más absoluta cubre el vacío que su cerebro no puede comprender. Su sentido del equilibrio sabe que ya no está recto, que su cuerpo está cayendo hacia atrás, inclinándose en un ángulo imposible con mantenerse en pie.
                Algunas de sus células aún no se han dado cuenta de lo que está ocurriendo, pero no tardaran. Son más sensibles que nosotros, mucho más. A medida que los nervios transmiten los últimos impulsos, condenados a dar órdenes imposibles, van gritando, asustadas. Saben lo que pasa, están programadas para saberlo. Pero no están preparadas. No han envejecido para comprender que es acercarse al final.
                A medida que el sentido del tacto rehúye la piel, el frío del ambiente se disuelve, sin embargo, no trae calor. Es algo muy extraño. Todos hemos dejado de ver u oír en alguno momento de nuestra vida, pero siempre habíamos notado los cambios de temperatura. Incluso, deja de sentir el aire sobre la piel. La suave caricia de las particular flotantes, imperceptible hasta ese instante, se empieza a extrañar. Una dependencia que nunca había sentido, crece en él. Aunque no llega a hora.
                El ángulo se va abriendo. O cerrando, según se mire. Aunque apenas son milisegundos el tiempo que lleva precipitarse de espaldas, la sangre parece ir despacio ya. El corazón hace tiempo que ha dejado de latir. 2, o puede que 3 segundos hace ya. A medida que la sangre parece espesarse, los brazos parecen dejar de existir. Las piernas dejan de estar debajo de él. Es como si dos trozos de tela nacieran de su vientre.
                Su espalda ya está apoyada sobre el suelo cuando los órganos empiezan a sentir que algo no va bien. Saben que no les va a llegar más sangre. Aceptan su fin con orgullo. Eso no quita que estén triste. El riñón filtrando, el páncreas secretando y el estómago digiriendo son felices haciéndolo, porque no saben hacer nada más. Ahora que ya no lo podrán hacer más, saben que es mejor así. Un último réquiem de vísceras agitándose florece en sus entrañas.
                El cerebro parece intentar hacer un último y vano esfuerzo. Los últimos instantes son captados: el sonido que produce la cabeza al chocar violentamente sobre el suelo, es débilmente atrapado. El brutal golpe se desliza por los nervios auditivos convertido en un melifluo y suave murmullo. Cuando llega al cerebro, es un pequeño éxtasis final.
                Y muere con un susurro.
               

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