dimecres, 30 de març del 2016

Dieciséis latidos

                Rendirse. Hay cosas que nos reconcomen y nos perforan el cerebro, destrozando nuestra mente, nuestros sentimientos, nuestra personalidad… hasta convertirlo todo en un amasijo de quimeras amorfas y sádicas. Ya sea la culpabilidad, ya sea conseguir una meta o una promesa, ya sea encandilar a un amor. Al fin y al cabo todo debe terminar.
                Lamentarse. Pese al rechazo colectivo que existe en la sociedad de hoy en día, llorar no es algo que este mal. Llorar nos hace ser más fuertes y poderosos. Cada lagrima que derramamos nos da un poquito más de humanidad. El problema es saber cuándo parar, porque del llanto a la depresión hay un pequeñísimo abismo que no todos saben evitar.
                Huir. ¿Por qué siempre es mejor el que decide quedarse luchando hasta morir y no el que decide ponerse a salvo para volver a intentarlo?
                Amor. Fuego y hielo.
                Discordia. Está demostrado que las personas no podemos estar nunca de acuerdo en absolutamente nada. Pocos son los que buscan el bien mayor, y ya da igual que sea eligiendo el color de una camiseta o el rey de un trono maldito. Nadie buscará la mejor solución.
                Poder. Reflexionar por algo tan estúpido es una pérdida de tiempo. Nos moriríamos antes de poder disfrutarlo.
                Miedo. Al igual que con el llanto, las persona tememos temer. Y es un error enorme. Temer nos hace más fuertes, al igual que el llanto. Afrontar la vida con una perspectiva más precavida. El pánico ya es harina de otro costal.
                Perder. La victoria pocas veces es algo que traiga paz o regocijo a la persona que lo consigue. La victoria es solo el fin de un camino, el punto donde todo se acaba, y aunque sea un final feliz, todo lo que termina entristece. Por lo tanto, la victoria no es victoria y los griegos definieron mal a la diosa Niké.
                Rezar. Es respetable agarrarse a una fe para poder vivir de forma más tranquila y apacible. Es intolerable justificar las atrocidades con la devoción. Y una gran contradicción para los defensores de dicha fe, por cierto.
                Odio. Una pérdida de tiempo innecesaria e inmerecida.
                Venganza. Algo necesario para poder vivir con la cabeza tranquila. Es como la victoria: dar por finalizada una acción de desquite no aporta satisfacción. Pero… ¿Y cómo se disfruta mientras tanto? Oooh…
                Locura. No hay nadie cuerdo en el mundo. Esa es la única y universal verdad.
                Normalidad. La cosa más aburridísima que un servidor podría encontrarse. Ser normal es ser gris porque el blanco y el negro son extremo, y por tanto anormales. Ser normal es ser brasas ya que el fuego y las cenizas son demasiado alocados. La normalidad no existe por ser tan aburrida que podría matar a una piedra. Y para demostrar eso siempre tendremos la verdad universal y única.
Dolor. A veces tan horrible que hace que pidamos la muerte, a veces tan placentero que nos hace pedir más. Es cuestión de contexto.
Perfección. ¿Qué es lo más bonito del mundo? Las imperfecciones. ¿De qué se enamoran las personas? De las imperfecciones. ¿Qué hace especial y diferente a un tipejo o a una tipeja? Las imperfecciones. Todo dicho.

                Vivir. Ni dinero, ni amor, ni mierdas. Lo único por lo que vale la pena morir, valga la pena la ironía, guapos y guapas.       

dilluns, 28 de març del 2016

La flor en tu balcón

                Mi cuerpo se deja caer sobre la silla verde oscuro con un suave cojín blanco con manchurrones grisáceos por el tiempo que lleva a la intemperie. Llevo un libro, aunque como desde hace días sé que no voy a leer ni una sola palabra de él, las páginas se quedaran estáticas hasta el día que tanto espero, como testigos silenciosas y finas de mi deseo.
                A mis pies la suave brisa sacude las palmeras y los árboles que dejan caer sus hojas caducas sobre la piscina de aguas turbias para hundirse y desaparecer para siempre. Hay niños jugando a la pelota, ajenos a todo, con una inocencia dulce e indiferente que algún día morirá ahogada entre la hipocresía y la malicia del mundo. Son como la personificación del fantasma de un pasado que nunca volverá. No sé si me ponen alegre o triste. Supongo que me ponen de las dos formas, es decir, melancólico.
                Se está bien, estar bajo el sol que caldea débilmente el ambiente, luchando contra el suave viento fresco, creando así un ambiente tranquilo y distinguido. Además, entre los gritos y las risas de los niños se oye tenuemente el rumor de un mar que parece embravecido, una nota de locura entre tanta tranquilidad, un poco de la rebeldía que necesito.
                Cierro los ojos durante unos segundos, un parpadeo un poco más largo de lo que debería, entonces, como de normal, aparto de mis manos el libro perenne y poso mis ojos cansados en el punto que me ha estado llamando todos los días. La terraza de enfrente está vacía, pero a mí me interesa la del piso superior. Una terraza igual que la mía, con los barrotes blancos y brillantes como racimos de perlas que para mí son una cárcel que encierran mis sentimientos más animales, pero de la misma forma más decentes.
                Pasa el tiempo, me siento un poco como un acosador, pero no puedo evitarlo. Ese trozo de baldosas suspendidas en el aire me atrae como un imán. Las fantasías me acosan cuando duermo y cuando no lo hago, aunque alguna ha habido, la mayoría no son ni sexuales ni febriles, solo fantaseo con un futuro tan platónico que ya veo incluso columnas corintias en una casa que seguramente jamás se alzará sobre unos cimientos.
                Sudo y me doy cuenta que el sol ha ganado la batalla, la brisa ha dejado de correr y los niños han huido a sus casas en busca de un poco de frescor. Incluso el mar se ha calmado, perdiendo el toque de insurgencia. La atmósfera en la que momentos antes me había regocijado explota como una burbuja de jabón y yo empiezo a decaer. Todas las tardes el mismo cuento.
                Un punto amarillo se mueve en la terraza. Te veo y el espacio y el tiempo dejan de importarme, por desgracia para Kant. No me muevo ni un milímetro, pero es obvio que mi cuerpo ha notado tu presencia. Mi sangre se acelera y mi corazón se desboca. Sudo, sin ser el sol el culpable. No quiero ni pensar en el día que me atreva a hablar contigo, puede que muera de la emoción. Mejor, quizá.

                Te dejas caer sobre la barandilla del balcón y el viento se vuelve a levantar, esta vez de forma más violenta, como si el mundo saludara tu aparición. Yo aplaudo al mundo. Tu cuerpo de mimosa se agita como una bandera. Mis ojos desechos buscan los tuyos, pero tu mirada está en otro lugar, un piso por encima de mí. No sé si comprendo, pero mis negras pupilas siguen intentando captar todo lo que representas, mientras mi cuerpo se hunde a tan solo un par de ventanas rotas de ti. 

dimecres, 23 de març del 2016

Mira como vuelo

                Hoy, como todos los días, he descubierto algo, aunque mejor dicho, he acabado de comprobar una cosa. Es algo que lleva bastante tiempo royéndome la conciencia y haciéndome pensar. Hoy me he dado cuenta que las personas tenemos más facilidad de olvidar a aquellos que nos ayudan que aquellos que nos hacen daño. Y es que a estos últimos incluso les hacemos un hueco especial en nuestras mentes, despreciándoles y odiándoles como si se merecieran tal malgaste de energía.
                Pero dejemos aparte estos últimos. Yo estoy más preocupado por los primeros. Esas personas que sin darte cuenta siempre están a tu lado y cuando pueden te prestan su ayuda, pero tú, o yo también, no soy una excepción, ignoramos. Estas personas acaban por ser usadas como vulgares objetos, se sienten como consultorios de dudas extremas o como segundos platos, personas a las que acudes solo porque no hay nadie más para hablar.
                Es horrible ver a una persona ser usada, y me da igual que la otra persona la use de forma voluntaria o involuntaria, ninguno se libra de la culpa, es como, aunque me acusen de demagogo, el que mata con o sin intención, ha matado y punto, y las leyes lo recogen, pese a que muchos se las pasen por el forro.
                Pues bien, estas personas que sufren esta manipulación, por desgracia, suelen ser personas que saben que están siendo usadas y les daña. No obstante, se niegan a detener tal abuso, ya que, o quieren de forma especial a esa persona o tienen una baja autoestima y necesitan un poco de aceptación para sentirse bien. Un error, ya que el remedio es peor que la enfermedad.
                Pocas veces escribo cosas para un receptor en concreto, pero esta vez sí. Si por suerte esto es leído por alguien que está o cree que está usando a una persona para su propio beneficio, ya sabes lo que tienes que hacer. Si en cambio, este texto cae en manos de una persona que sufre manipulación voluntaria o involuntaria, te pido que abras los ojos. Si esa persona a la que crees complacer no repara en ti, no vale la pena seguir detrás de ella, nadie se merece verte arrastrado. Todos tenemos derecho a ser queridos, y si esa persona que crees especial no es capaz de verlo, abandónala, que como ya lo dijo Oda, nadie nace solo en este mundo, y algún día encontraras amigos que si te merezcan.

                Sé por experiencia que dar ese paso es muy difícil, que cuesta horrores y en el momento que lo has dado te sientes hundido y perdido. Pero no desesperes, de la misma forma que cuanto más alto más fuerte es la caída, cuanto más abajo más esplendida será la remontada.  

divendres, 18 de març del 2016

La última chispa.

                Un gran manto de algodón blanco cubría el cielo, pero era un manto resquebrajado, lleno de grietas por donde la luz del sol se colaba y se desparramaba sobre los valles y los montes arrasados. La lluvia fina empezó a caer sobre aquel páramo de locura desatada. El agua corría por entre las casas derruidas y la hierba calcinada que empezaba a desintegrarse ante el viento álgido que se había levantado.
                Un joven sucio y lleno de cortes se movía desorientado en aquel mundo de caos. Lo había perdido todo. Su existencia tal y como la conocía había desaparecido, en pocas palabras, había perdido su mundo. Una persona se puede recuperar de la muerte de un ser querido, por mucho que duela o cueste, pero enfrentarse a la desaparición de todo lo que conoces es algo que un cerebro humano apenas puede procesar. Entonces, el joven empezó a llorar y sus lágrimas acompañaron a las gotas de lluvia que contribuían a la destrucción de aquella ciudad que días antes había tenido habitantes, casas, templos y torres por doquier.
                El cielo dejó de ser un suave manto de ovejas para pasar a ser un infierno de nubes negras y grises que descargaban su ira sobre los restos humeantes. El viento arreció, los rayos y los truenos empezaron a retumbar como un réquiem divino mientras que la lluvia caía a plomo y se llevaba los últimos recuerdos de aquella metrópolis convertida en un mausoleo. Los rayos de sol desaparecieron, se escondieron, temían seguir contemplando el horror que las personas eran capaces de producirse a sí mismas.  
                El joven estaba al borde de un ataque de nervios cuando de golpe se paró en seco, dejó de moverse y se convirtió en una estatua, como si su corazón hubiera dejado de latir y la sangre ya no fluyera por sus venas. Allí, bajo la lluvia que dibuja serpientes trasparentes sobre su piel el joven pasó a ser un escombro más.
                Al borde del shock su cerebro había analizado un pensamiento que lo había dejado en estado de catatonia. El creía que al no tener ni familia, ni amigos, ni casa, ni patria no tenía nada, pero se equivocaba. Seguía vivo, sus pulmones, aunque inundados de hollín, seguían funcionando correctamente. Su mente aun no había cruzado el umbral de la psicosis y eso era mucho más de lo que muchos deseaban
                El joven volvió a moverse, pero esta vez de forma metódica y controlada, ahora sabía lo que buscaba: huir de allí, escapar de un mundo condenado a no existir. Estaba vivo y mientras la mínima chispa de esperanza brillara, ni la lluvia, ni el viento, ni los truenos podrían apagarla jamás. La última puerta era la muerta, e incluso eso se dudaba, así que el chico decidió lo que pocos hubieran sabido decidir en ese momento. El joven decidió vivir

diumenge, 6 de març del 2016

Un castillo en las nubes

                Había una vez un autobús viejo y traqueteante que recorría las calles de una ciudad de casas altas y blancas, con los tejados rojizos y las ventanas llenas de geranios y azucenas resplandecientes. El viejo autobús era de color azul cielo lleno de manchas rojizas de óxido y podredumbre. En su interior, todos los días viajaba una niña pequeña con el cabello del color del carbón y la piel del color del chocolate fundido. La niña siempre hacía la misma ruta, para ir al parque a ver a los animales que se arremolinaban en el estanque y nunca se paraba a pensar que había en ese autobús a parte de ella.
                Era una niña despistada que les gustaba vivir lejos de la realidad, como en un castillo en las nubes. Prefería el azul del cielo y el blanco de las nubes. Prefería observar el mundo desde las torres de su palacio imposible mientras el sol le calentaba las mejillas. El mundo desde allí arriba, desde la inocencia y desde la ignorancia parecía tan bonito, tan hermoso y perfecto que la niña tenía miedo de bajar a verlo de cerca, por si lo rompía. No obstante eso, ese día la niña se armó de valor. Ese día, la niña saltó desde las almenas de su fortaleza infinita para caer de bruces en el poco acolchado asiento del viejo autobús. La sonrisa que la niña llevaba en la cara no desapareció pese al olor penetrante que desprendía el autobús, el queso también huele mal pero sabe bien, pensó la dulce niñita.
                Lo primero que vio la niña al caer en la realidad fue a una viejecita esquelética y encorvada sentada a su lado. La mujer iba de negro totalmente, tenía el maquillaje corrido por haber llorado, pero en su rostro se dibuja una sonrisa pérfida y liberadora. Cuando la niña le preguntó qué le pasaba, la mujer la miró con unos ojos buenos y alegres, pero ahogados en dolor y en sufrimiento. “Hoy todo a terminado bonita. Hoy he enterrado al látigo que me ha sometido durante años.” Dicho eso, la mujer se quitó un anillo dorado con inscripciones y lo tiró por la ventana. La niña se levantó del asiento. Había aprendido su primera lección: lo que para unos es un paraíso, para otros es una cárcel.
                En los asientos de detrás había un grupo de jóvenes. Seis en total, dos chicas y dos chicos que rodeaban a otros dos chicos que estaban cogidos de las manos. Los cuatro que les rodeaban empezaron a pegarles y a insultarles. Cuando la niña le preguntó a una de ellos porqué les pegaban, uno de ellos le respondió. “¿No ves a estos puto maricas? Deben pagar por haberse desviado del camino correcto”. La niña quiso defenderlos pero en lugar de eso corrió todo lo que pudo de allí. Había aprendido su segunda lección: el mundo no es justo, y por eso nunca podrás ser diferente sin sufrir las consecuencias.
                La niña se sentó pues, al lado del conductor. Un hombre bastante orondo que miraba sonámbulo la carretera. Parecía una máquina que hubiera perdido no solo el norte, si no el mismísimo instinto de vivir. La niña se acercó, y como no, le preguntó qué le pasaba. El hombre la miró de reojo con un breve destello en su mirada. Habló con la voz ronca y pastosa: “Mi sueño era construir casas para esta bella ciudad, pero mis padres no eran de la clase social adecuada.” El hombre apartó la mirada de la niña y siguió conduciendo, atrapado para siempre. La niña por su parte se sentó en el suelo y cerró los ojos.

                Mientras hacía el camino de vuelta a su castillo en las nubes reflexionó sobre la tercera lección: los únicos sueños que se cumplen son los verdes. No lloró, pero la sonrisa no volvió a aparecer en sus labios. La niña decidió encerrarse para siempre en su castillo y dejar de pensar en la realidad para siempre. Nunca volvió a mirar hacia abajo, nunca volvió a ser inocente o ignorante y nunca volvió a pensar que el mundo era hermoso.

dimecres, 2 de març del 2016

22

                No era una noche ni fría ni cálida, solamente corría una ligera brisa casi imperceptible que parecía caldear e impacientar al ambiente, al mismo tiempo que parecía sumir a todo el mundo allí presente en una pompa de felicidad y alegría. El cielo tachonado de estrellas y con la Luna llena y redonda como una perla era recorrido fugazmente por unas tenues nubes que combinaban colores azulados, amoratados y negruzcos según su posición respecto al cuerpo lunar.
                El murmullo de la gente se extendía sordamente entre las nerviosas y jóvenes figuras que esperaban a que su esperado momento llegara ya. Habían sido muchos meses de preparación y nadie quería que nada saliera mal, y nada iba a hacerlo.
                De repente, la música que estaba sonando se apagó y casi al momento lo hicieron los murmullos de la gente. La chica con el vestido blanco se puso tensa pero al momento se relajó. Era alta y brillaba sin la necesidad de ningún adorno, no obstante, la situación lo requería. El pelo le enmarcaba una cara hermosa que casi al momento esbozo una sonrisa de dientes preciosos, como si una bandada de cisnes recorriera un cielo rojizo. Tenía los ojos marrones brillantes a causa de las luces cegadoras y aunque estaba cansada por el día ajetreado que todos llevaban, no dejaba de mostrar una figura regia y poderosa.
                Su brazo se enredó con el del chico que estaba a su lado, con el traje azul como el mar. A él también se le escapó una ligera sonrisa que se fue ensanchado poco a poco hasta llegar a su máximo esplendor. Temblaba y también estaba muy nervioso, pero al sentir el contacto con su amiga y su confianza pareció relajarse un poco. Se decidieron a avanzar con la muerte del Quijote a la espalda y con toda la firmeza de la que pudieran hacer gala.
                La música que habían elegido se puso a sonar de forma melodiosa y suave, elegante y meliflua, en conclusión, épica. Los nervios parecieron volver a los dos, pero ya daba bastante igual, el momento de brillar ya había llegado como un tren desbocado y sin frenos, pero que pese a eso, tenía el destino perfectamente marcado, la ruta trabada y todo preparado para triunfar,  y nadie les iba impedir subir al tren.

                Sus nombres fueron recitados por las voces exquisitas de los presentadores, primero uno, y luego el otro. Respiraron con fuerza, se miraron y se pusieron en marcha. Las sonrisas que sus bocas esbozaron en ese instante eclipsaron cualquier otra que jamás podrían haber tenido. Con paso lento y formal, como el que cualquier gran emperador romano como Trajano había tenido, se decidieron a hundirse en un mar de aplausos y felicitaciones, acompañados siempre por las luces cerúleas y la melodía armoniosa. La noche definitiva había llegado.