Un gran
manto de algodón blanco cubría el cielo, pero era un manto resquebrajado, lleno
de grietas por donde la luz del sol se colaba y se desparramaba sobre los
valles y los montes arrasados. La lluvia fina empezó a caer sobre aquel páramo
de locura desatada. El agua corría por entre las casas derruidas y la hierba calcinada
que empezaba a desintegrarse ante el viento álgido que se había levantado.
Un joven
sucio y lleno de cortes se movía desorientado en aquel mundo de caos. Lo había
perdido todo. Su existencia tal y como la conocía había desaparecido, en pocas
palabras, había perdido su mundo. Una persona se puede recuperar de la muerte
de un ser querido, por mucho que duela o cueste, pero enfrentarse a la desaparición
de todo lo que conoces es algo que un cerebro humano apenas puede procesar. Entonces,
el joven empezó a llorar y sus lágrimas acompañaron a las gotas de lluvia que contribuían
a la destrucción de aquella ciudad que días antes había tenido habitantes,
casas, templos y torres por doquier.
El cielo
dejó de ser un suave manto de ovejas para pasar a ser un infierno de nubes
negras y grises que descargaban su ira sobre los restos humeantes. El viento
arreció, los rayos y los truenos empezaron a retumbar como un réquiem divino
mientras que la lluvia caía a plomo y se llevaba los últimos recuerdos de
aquella metrópolis convertida en un mausoleo. Los rayos de sol desaparecieron,
se escondieron, temían seguir contemplando el horror que las personas eran
capaces de producirse a sí mismas.
El joven
estaba al borde de un ataque de nervios cuando de golpe se paró en seco, dejó
de moverse y se convirtió en una estatua, como si su corazón hubiera dejado de
latir y la sangre ya no fluyera por sus venas. Allí, bajo la lluvia que dibuja
serpientes trasparentes sobre su piel el joven pasó a ser un escombro más.
Al borde
del shock su cerebro había analizado un pensamiento que lo había dejado en
estado de catatonia. El creía que al no tener ni familia, ni amigos, ni casa,
ni patria no tenía nada, pero se equivocaba. Seguía vivo, sus pulmones, aunque
inundados de hollín, seguían funcionando correctamente. Su mente aun no había
cruzado el umbral de la psicosis y eso era mucho más de lo que muchos deseaban
El
joven volvió a moverse, pero esta vez de forma metódica y controlada, ahora sabía
lo que buscaba: huir de allí, escapar de un mundo condenado a no existir. Estaba
vivo y mientras la mínima chispa de esperanza brillara, ni la lluvia, ni el
viento, ni los truenos podrían apagarla jamás. La última puerta era la muerta,
e incluso eso se dudaba, así que el chico decidió lo que pocos hubieran sabido
decidir en ese momento. El joven decidió vivir
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