divendres, 18 de març del 2016

La última chispa.

                Un gran manto de algodón blanco cubría el cielo, pero era un manto resquebrajado, lleno de grietas por donde la luz del sol se colaba y se desparramaba sobre los valles y los montes arrasados. La lluvia fina empezó a caer sobre aquel páramo de locura desatada. El agua corría por entre las casas derruidas y la hierba calcinada que empezaba a desintegrarse ante el viento álgido que se había levantado.
                Un joven sucio y lleno de cortes se movía desorientado en aquel mundo de caos. Lo había perdido todo. Su existencia tal y como la conocía había desaparecido, en pocas palabras, había perdido su mundo. Una persona se puede recuperar de la muerte de un ser querido, por mucho que duela o cueste, pero enfrentarse a la desaparición de todo lo que conoces es algo que un cerebro humano apenas puede procesar. Entonces, el joven empezó a llorar y sus lágrimas acompañaron a las gotas de lluvia que contribuían a la destrucción de aquella ciudad que días antes había tenido habitantes, casas, templos y torres por doquier.
                El cielo dejó de ser un suave manto de ovejas para pasar a ser un infierno de nubes negras y grises que descargaban su ira sobre los restos humeantes. El viento arreció, los rayos y los truenos empezaron a retumbar como un réquiem divino mientras que la lluvia caía a plomo y se llevaba los últimos recuerdos de aquella metrópolis convertida en un mausoleo. Los rayos de sol desaparecieron, se escondieron, temían seguir contemplando el horror que las personas eran capaces de producirse a sí mismas.  
                El joven estaba al borde de un ataque de nervios cuando de golpe se paró en seco, dejó de moverse y se convirtió en una estatua, como si su corazón hubiera dejado de latir y la sangre ya no fluyera por sus venas. Allí, bajo la lluvia que dibuja serpientes trasparentes sobre su piel el joven pasó a ser un escombro más.
                Al borde del shock su cerebro había analizado un pensamiento que lo había dejado en estado de catatonia. El creía que al no tener ni familia, ni amigos, ni casa, ni patria no tenía nada, pero se equivocaba. Seguía vivo, sus pulmones, aunque inundados de hollín, seguían funcionando correctamente. Su mente aun no había cruzado el umbral de la psicosis y eso era mucho más de lo que muchos deseaban
                El joven volvió a moverse, pero esta vez de forma metódica y controlada, ahora sabía lo que buscaba: huir de allí, escapar de un mundo condenado a no existir. Estaba vivo y mientras la mínima chispa de esperanza brillara, ni la lluvia, ni el viento, ni los truenos podrían apagarla jamás. La última puerta era la muerta, e incluso eso se dudaba, así que el chico decidió lo que pocos hubieran sabido decidir en ese momento. El joven decidió vivir

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