diumenge, 6 de març del 2016

Un castillo en las nubes

                Había una vez un autobús viejo y traqueteante que recorría las calles de una ciudad de casas altas y blancas, con los tejados rojizos y las ventanas llenas de geranios y azucenas resplandecientes. El viejo autobús era de color azul cielo lleno de manchas rojizas de óxido y podredumbre. En su interior, todos los días viajaba una niña pequeña con el cabello del color del carbón y la piel del color del chocolate fundido. La niña siempre hacía la misma ruta, para ir al parque a ver a los animales que se arremolinaban en el estanque y nunca se paraba a pensar que había en ese autobús a parte de ella.
                Era una niña despistada que les gustaba vivir lejos de la realidad, como en un castillo en las nubes. Prefería el azul del cielo y el blanco de las nubes. Prefería observar el mundo desde las torres de su palacio imposible mientras el sol le calentaba las mejillas. El mundo desde allí arriba, desde la inocencia y desde la ignorancia parecía tan bonito, tan hermoso y perfecto que la niña tenía miedo de bajar a verlo de cerca, por si lo rompía. No obstante eso, ese día la niña se armó de valor. Ese día, la niña saltó desde las almenas de su fortaleza infinita para caer de bruces en el poco acolchado asiento del viejo autobús. La sonrisa que la niña llevaba en la cara no desapareció pese al olor penetrante que desprendía el autobús, el queso también huele mal pero sabe bien, pensó la dulce niñita.
                Lo primero que vio la niña al caer en la realidad fue a una viejecita esquelética y encorvada sentada a su lado. La mujer iba de negro totalmente, tenía el maquillaje corrido por haber llorado, pero en su rostro se dibuja una sonrisa pérfida y liberadora. Cuando la niña le preguntó qué le pasaba, la mujer la miró con unos ojos buenos y alegres, pero ahogados en dolor y en sufrimiento. “Hoy todo a terminado bonita. Hoy he enterrado al látigo que me ha sometido durante años.” Dicho eso, la mujer se quitó un anillo dorado con inscripciones y lo tiró por la ventana. La niña se levantó del asiento. Había aprendido su primera lección: lo que para unos es un paraíso, para otros es una cárcel.
                En los asientos de detrás había un grupo de jóvenes. Seis en total, dos chicas y dos chicos que rodeaban a otros dos chicos que estaban cogidos de las manos. Los cuatro que les rodeaban empezaron a pegarles y a insultarles. Cuando la niña le preguntó a una de ellos porqué les pegaban, uno de ellos le respondió. “¿No ves a estos puto maricas? Deben pagar por haberse desviado del camino correcto”. La niña quiso defenderlos pero en lugar de eso corrió todo lo que pudo de allí. Había aprendido su segunda lección: el mundo no es justo, y por eso nunca podrás ser diferente sin sufrir las consecuencias.
                La niña se sentó pues, al lado del conductor. Un hombre bastante orondo que miraba sonámbulo la carretera. Parecía una máquina que hubiera perdido no solo el norte, si no el mismísimo instinto de vivir. La niña se acercó, y como no, le preguntó qué le pasaba. El hombre la miró de reojo con un breve destello en su mirada. Habló con la voz ronca y pastosa: “Mi sueño era construir casas para esta bella ciudad, pero mis padres no eran de la clase social adecuada.” El hombre apartó la mirada de la niña y siguió conduciendo, atrapado para siempre. La niña por su parte se sentó en el suelo y cerró los ojos.

                Mientras hacía el camino de vuelta a su castillo en las nubes reflexionó sobre la tercera lección: los únicos sueños que se cumplen son los verdes. No lloró, pero la sonrisa no volvió a aparecer en sus labios. La niña decidió encerrarse para siempre en su castillo y dejar de pensar en la realidad para siempre. Nunca volvió a mirar hacia abajo, nunca volvió a ser inocente o ignorante y nunca volvió a pensar que el mundo era hermoso.

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