Había
una vez un autobús viejo y traqueteante que recorría las calles de una ciudad
de casas altas y blancas, con los tejados rojizos y las ventanas llenas de
geranios y azucenas resplandecientes. El viejo autobús era de color azul cielo
lleno de manchas rojizas de óxido y podredumbre. En su interior, todos los días
viajaba una niña pequeña con el cabello del color del carbón y la piel del
color del chocolate fundido. La niña siempre hacía la misma ruta, para ir al
parque a ver a los animales que se arremolinaban en el estanque y nunca se
paraba a pensar que había en ese autobús a parte de ella.
Era una
niña despistada que les gustaba vivir lejos de la realidad, como en un castillo
en las nubes. Prefería el azul del cielo y el blanco de las nubes. Prefería observar
el mundo desde las torres de su palacio imposible mientras el sol le calentaba
las mejillas. El mundo desde allí arriba, desde la inocencia y desde la
ignorancia parecía tan bonito, tan hermoso y perfecto que la niña tenía miedo
de bajar a verlo de cerca, por si lo rompía. No obstante eso, ese día la niña
se armó de valor. Ese día, la niña saltó desde las almenas de su fortaleza
infinita para caer de bruces en el poco acolchado asiento del viejo autobús. La
sonrisa que la niña llevaba en la cara no desapareció pese al olor penetrante
que desprendía el autobús, el queso también huele mal pero sabe bien, pensó la
dulce niñita.
Lo primero
que vio la niña al caer en la realidad fue a una viejecita esquelética y
encorvada sentada a su lado. La mujer iba de negro totalmente, tenía el
maquillaje corrido por haber llorado, pero en su rostro se dibuja una sonrisa pérfida
y liberadora. Cuando la niña le preguntó qué le pasaba, la mujer la miró con
unos ojos buenos y alegres, pero ahogados en dolor y en sufrimiento. “Hoy todo
a terminado bonita. Hoy he enterrado al látigo que me ha sometido durante años.”
Dicho eso, la mujer se quitó un anillo dorado con inscripciones y lo tiró por
la ventana. La niña se levantó del asiento. Había aprendido su primera lección:
lo que para unos es un paraíso, para otros es una cárcel.
En los
asientos de detrás había un grupo de jóvenes. Seis en total, dos chicas y dos
chicos que rodeaban a otros dos chicos que estaban cogidos de las manos. Los cuatro
que les rodeaban empezaron a pegarles y a insultarles. Cuando la niña le
preguntó a una de ellos porqué les pegaban, uno de ellos le respondió. “¿No ves
a estos puto maricas? Deben pagar por haberse desviado del camino correcto”. La
niña quiso defenderlos pero en lugar de eso corrió todo lo que pudo de allí. Había
aprendido su segunda lección: el mundo no es justo, y por eso nunca podrás ser
diferente sin sufrir las consecuencias.
La niña
se sentó pues, al lado del conductor. Un hombre bastante orondo que miraba sonámbulo
la carretera. Parecía una máquina que hubiera perdido no solo el norte, si no
el mismísimo instinto de vivir. La niña se acercó, y como no, le preguntó qué
le pasaba. El hombre la miró de reojo con un breve destello en su mirada. Habló
con la voz ronca y pastosa: “Mi sueño era construir casas para esta bella
ciudad, pero mis padres no eran de la clase social adecuada.” El hombre apartó
la mirada de la niña y siguió conduciendo, atrapado para siempre. La niña por su
parte se sentó en el suelo y cerró los ojos.
Mientras
hacía el camino de vuelta a su castillo en las nubes reflexionó sobre la
tercera lección: los únicos sueños que se cumplen son los verdes. No lloró,
pero la sonrisa no volvió a aparecer en sus labios. La niña decidió encerrarse
para siempre en su castillo y dejar de pensar en la realidad para siempre. Nunca
volvió a mirar hacia abajo, nunca volvió a ser inocente o ignorante y nunca volvió
a pensar que el mundo era hermoso.
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