Mi cuerpo
se deja caer sobre la silla verde oscuro con un suave cojín blanco con
manchurrones grisáceos por el tiempo que lleva a la intemperie. Llevo un libro,
aunque como desde hace días sé que no voy a leer ni una sola palabra de él, las
páginas se quedaran estáticas hasta el día que tanto espero, como testigos
silenciosas y finas de mi deseo.
A mis
pies la suave brisa sacude las palmeras y los árboles que dejan caer sus hojas
caducas sobre la piscina de aguas turbias para hundirse y desaparecer para
siempre. Hay niños jugando a la pelota, ajenos a todo, con una inocencia dulce e
indiferente que algún día morirá ahogada entre la hipocresía y la malicia del
mundo. Son como la personificación del fantasma de un pasado que nunca volverá.
No sé si me ponen alegre o triste. Supongo que me ponen de las dos formas, es
decir, melancólico.
Se está
bien, estar bajo el sol que caldea débilmente el ambiente, luchando contra el
suave viento fresco, creando así un ambiente tranquilo y distinguido. Además,
entre los gritos y las risas de los niños se oye tenuemente el rumor de un mar
que parece embravecido, una nota de locura entre tanta tranquilidad, un poco de
la rebeldía que necesito.
Cierro los
ojos durante unos segundos, un parpadeo un poco más largo de lo que debería,
entonces, como de normal, aparto de mis manos el libro perenne y poso mis ojos
cansados en el punto que me ha estado llamando todos los días. La terraza de
enfrente está vacía, pero a mí me interesa la del piso superior. Una terraza
igual que la mía, con los barrotes blancos y brillantes como racimos de perlas
que para mí son una cárcel que encierran mis sentimientos más animales, pero de
la misma forma más decentes.
Pasa el
tiempo, me siento un poco como un acosador, pero no puedo evitarlo. Ese trozo
de baldosas suspendidas en el aire me atrae como un imán. Las fantasías me
acosan cuando duermo y cuando no lo hago, aunque alguna ha habido, la mayoría no
son ni sexuales ni febriles, solo fantaseo con un futuro tan platónico que ya
veo incluso columnas corintias en una casa que seguramente jamás se alzará
sobre unos cimientos.
Sudo y
me doy cuenta que el sol ha ganado la batalla, la brisa ha dejado de correr y
los niños han huido a sus casas en busca de un poco de frescor. Incluso el mar
se ha calmado, perdiendo el toque de insurgencia. La atmósfera en la que
momentos antes me había regocijado explota como una burbuja de jabón y yo
empiezo a decaer. Todas las tardes el mismo cuento.
Un punto
amarillo se mueve en la terraza. Te veo y el espacio y el tiempo dejan de
importarme, por desgracia para Kant. No me muevo ni un milímetro, pero es obvio
que mi cuerpo ha notado tu presencia. Mi sangre se acelera y mi corazón se desboca.
Sudo, sin ser el sol el culpable. No quiero ni pensar en el día que me atreva a
hablar contigo, puede que muera de la emoción. Mejor, quizá.
Te dejas
caer sobre la barandilla del balcón y el viento se vuelve a levantar, esta vez
de forma más violenta, como si el mundo saludara tu aparición. Yo aplaudo al
mundo. Tu cuerpo de mimosa se agita como una bandera. Mis ojos desechos buscan
los tuyos, pero tu mirada está en otro lugar, un piso por encima de mí. No sé
si comprendo, pero mis negras pupilas siguen intentando captar todo lo que
representas, mientras mi cuerpo se hunde a tan solo un par de ventanas rotas de
ti.
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