dilluns, 28 de març del 2016

La flor en tu balcón

                Mi cuerpo se deja caer sobre la silla verde oscuro con un suave cojín blanco con manchurrones grisáceos por el tiempo que lleva a la intemperie. Llevo un libro, aunque como desde hace días sé que no voy a leer ni una sola palabra de él, las páginas se quedaran estáticas hasta el día que tanto espero, como testigos silenciosas y finas de mi deseo.
                A mis pies la suave brisa sacude las palmeras y los árboles que dejan caer sus hojas caducas sobre la piscina de aguas turbias para hundirse y desaparecer para siempre. Hay niños jugando a la pelota, ajenos a todo, con una inocencia dulce e indiferente que algún día morirá ahogada entre la hipocresía y la malicia del mundo. Son como la personificación del fantasma de un pasado que nunca volverá. No sé si me ponen alegre o triste. Supongo que me ponen de las dos formas, es decir, melancólico.
                Se está bien, estar bajo el sol que caldea débilmente el ambiente, luchando contra el suave viento fresco, creando así un ambiente tranquilo y distinguido. Además, entre los gritos y las risas de los niños se oye tenuemente el rumor de un mar que parece embravecido, una nota de locura entre tanta tranquilidad, un poco de la rebeldía que necesito.
                Cierro los ojos durante unos segundos, un parpadeo un poco más largo de lo que debería, entonces, como de normal, aparto de mis manos el libro perenne y poso mis ojos cansados en el punto que me ha estado llamando todos los días. La terraza de enfrente está vacía, pero a mí me interesa la del piso superior. Una terraza igual que la mía, con los barrotes blancos y brillantes como racimos de perlas que para mí son una cárcel que encierran mis sentimientos más animales, pero de la misma forma más decentes.
                Pasa el tiempo, me siento un poco como un acosador, pero no puedo evitarlo. Ese trozo de baldosas suspendidas en el aire me atrae como un imán. Las fantasías me acosan cuando duermo y cuando no lo hago, aunque alguna ha habido, la mayoría no son ni sexuales ni febriles, solo fantaseo con un futuro tan platónico que ya veo incluso columnas corintias en una casa que seguramente jamás se alzará sobre unos cimientos.
                Sudo y me doy cuenta que el sol ha ganado la batalla, la brisa ha dejado de correr y los niños han huido a sus casas en busca de un poco de frescor. Incluso el mar se ha calmado, perdiendo el toque de insurgencia. La atmósfera en la que momentos antes me había regocijado explota como una burbuja de jabón y yo empiezo a decaer. Todas las tardes el mismo cuento.
                Un punto amarillo se mueve en la terraza. Te veo y el espacio y el tiempo dejan de importarme, por desgracia para Kant. No me muevo ni un milímetro, pero es obvio que mi cuerpo ha notado tu presencia. Mi sangre se acelera y mi corazón se desboca. Sudo, sin ser el sol el culpable. No quiero ni pensar en el día que me atreva a hablar contigo, puede que muera de la emoción. Mejor, quizá.

                Te dejas caer sobre la barandilla del balcón y el viento se vuelve a levantar, esta vez de forma más violenta, como si el mundo saludara tu aparición. Yo aplaudo al mundo. Tu cuerpo de mimosa se agita como una bandera. Mis ojos desechos buscan los tuyos, pero tu mirada está en otro lugar, un piso por encima de mí. No sé si comprendo, pero mis negras pupilas siguen intentando captar todo lo que representas, mientras mi cuerpo se hunde a tan solo un par de ventanas rotas de ti. 

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