No era
una noche ni fría ni cálida, solamente corría una ligera brisa casi imperceptible
que parecía caldear e impacientar al ambiente, al mismo tiempo que parecía sumir
a todo el mundo allí presente en una pompa de felicidad y alegría. El cielo
tachonado de estrellas y con la Luna llena y redonda como una perla era
recorrido fugazmente por unas tenues nubes que combinaban colores azulados,
amoratados y negruzcos según su posición respecto al cuerpo lunar.
El murmullo
de la gente se extendía sordamente entre las nerviosas y jóvenes figuras que
esperaban a que su esperado momento llegara ya. Habían sido muchos meses de preparación
y nadie quería que nada saliera mal, y nada iba a hacerlo.
De repente,
la música que estaba sonando se apagó y casi al momento lo hicieron los murmullos
de la gente. La chica con el vestido blanco se puso tensa pero al momento se relajó.
Era alta y brillaba sin la necesidad de ningún adorno, no obstante, la situación
lo requería. El pelo le enmarcaba una cara hermosa que casi al momento esbozo
una sonrisa de dientes preciosos, como si una bandada de cisnes recorriera un
cielo rojizo. Tenía los ojos marrones brillantes a causa de las luces cegadoras
y aunque estaba cansada por el día ajetreado que todos llevaban, no dejaba de mostrar
una figura regia y poderosa.
Su brazo
se enredó con el del chico que estaba a su lado, con el traje azul como el mar.
A él también se le escapó una ligera sonrisa que se fue ensanchado poco a poco
hasta llegar a su máximo esplendor. Temblaba y también estaba muy nervioso,
pero al sentir el contacto con su amiga y su confianza pareció relajarse un
poco. Se decidieron a avanzar con la muerte del Quijote a la espalda y con toda
la firmeza de la que pudieran hacer gala.
La música
que habían elegido se puso a sonar de forma melodiosa y suave, elegante y meliflua,
en conclusión, épica. Los nervios parecieron volver a los dos, pero ya daba
bastante igual, el momento de brillar ya había llegado como un tren desbocado y
sin frenos, pero que pese a eso, tenía el destino perfectamente marcado, la
ruta trabada y todo preparado para triunfar, y nadie les iba impedir subir al tren.
Sus
nombres fueron recitados por las voces exquisitas de los presentadores, primero
uno, y luego el otro. Respiraron con fuerza, se miraron y se pusieron en
marcha. Las sonrisas que sus bocas esbozaron en ese instante eclipsaron
cualquier otra que jamás podrían haber tenido. Con paso lento y formal, como el
que cualquier gran emperador romano como Trajano había tenido, se decidieron a
hundirse en un mar de aplausos y felicitaciones, acompañados siempre por las
luces cerúleas y la melodía armoniosa. La noche definitiva había llegado.
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