El cielo ha perdido el color azul de la inmensidad. El cielo ahora es gris. No el gris bonito de la plata o de un atardecer sobre un lago. Es un gris sucio y deslucido, como el color que debe tener una alma podrida. No es el gris de la nubes, que anuncian agua y fanfarria de rayos. Es el gris del polvo en suspensión que oprime la tierra hasta convertirla en la mismísima forja de Hefesto. El sol, aunque cae con fuerza, marcando nuestra piel con el calor de los infiernos, a penas se ve en las alturas. Ha perdido nitidez y forma, hasta convertirse en un punto de luz difuso, como el que proyecta una cerradura en la penumbra.
No es
un día que augure buenas nuevas, quizás tampoco mala. El gris de los veranos
calurosos se lo come todo, tanto los sueños como las pesadillas. Bajo la pesada
bota del sofoco, no hay lugar para las alegrías o las penas. Tal vez, quede
suficiente espacio para pensar. Esos ratos que pasan lentos, donde los minutos
se arrastran parsimoniosos como babosas moribundas, nos brindan la oportunidad
de reflexionar. Sabemos que no es el mejor momento, con nuestro cerebro cociéndose
en su jugo en nuestras cabezas. Pero no siempre podemos decidir cuándo parar, a
veces, el abismo de nuestra conciencia se abre y nos traga, para regurgitarnos
más tarde, convertidos en harapos sollozantes.
Esos resquicios
de pensamiento, que se abren mientras intentamos escapar de la calima, difícilmente
pueden llegar a cerrarse. Nuestras mentes entran en círculos y espirales de
dolor y autocompasión, donde el resultado es siempre el pesimismo. Quizás, si
que hay lugar para las cosas malas. Supongo que siempre consiguen abrirse paso
utilizando cualquier grieta. Filtrándose lentamente o fluyendo a borbotones,
para ahogarnos en nosotros mismos. Las cosas buenas hay que buscarlas. Las malas
te cazan a ti.
Mientras
pensamos y nos hundimos, buscamos el consuelo en la realidad, que vive ajena a
nuestros cerebros retorcidos. En otras ocasiones, puede ser un recurso útil. Pero
no en un día como hoy. Las calles arden y hasta las sombra huyen del malestar. Las
plantas, otrora buscadoras de su amado, se chamuscan y calcinan bajo el sol dictatorial.
Ni siquiera cantan los pájaros, que no quieren ver escapar la preciosa agua
entre sus picos ajados.
Y buscamos
el cielo. Buscamos los azules, los negros, incluso los rojos, naranjas y
violetas, para que bañen nuestros espíritus maltrechos. Pero no están. El gris
se extiende, depositando su putrefacta presencia sobre el horizonte zigzagueante.
Y solo nos espera la esperanza de un nuevo día. Y de que el gris se vaya del
cielo y de nuestros corazones.
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