Ando igual que he vivido, totalmente solo. El único testigo que observa mis pasos titubeantes es la luna menguante, cuya luz carcomida por la distancia, apenas me permite rasgar la insondable oscuridad que se cierra ante mis ojos. En la lejanía, se pueden escuchar ya los sonidos de mis verdugos, que perturban los que, quizás, son mis últimos pensamientos.
No sé
como he podido acabar así, supongo que nadie lo sabe cuando llega el momento. Es
un privilegio de los iluminados o de los que no tienen conciencia. Recuerdo mi vida
como una espiral larga y profunda que, con cada giro, se iba acercando más y
más a la demencia. Daba igual que camino escogiera o como torciera en cada cruce,
todas mis elecciones resultaban en corredores de la muerte directos al patíbulo.
A veces, cuando creía que había alcanzado una meta o que había conseguido escapar,
solo eran pasos en falsos. Solo ponía, temporalmente, el reloj de arena de
lado. Pero siempre volvía a ponerse en pie, desgranando mi existencia de nuevo.
He aprendido a dejar de lado la esperanza. Sufro menos.
Algunos
caen en el pozo por ser esclavos de sus vicios o de sus propias mentes. En mi
caso, he sido victima de mis anhelos y sueños, que me han llevado a hacer
barbaridades dignas de un animal sin escrúpulos. Ya no recuerdo al chico que formuló
esas ensoñaciones, se ha perdido en un mar de ponzoña tóxica.
Cada vez
los oigo más cerca. Sus voces furiosas y sus pasos apresurados cercan mi camino
por tantos lados que mis pobres oídos no pueden procesar tanta información a la
vez. Me desorientan. Quizás, ya han oído mis jadeos y mis estertores o han
encontrado la sangre que, mis heridas, todas ellas merecidas, han dejado sobre
el suelo lleno de polvo y mugre.
Un grito
perfora la noche. Tardo unos segundos en darme cuentas que ha sido proferido
por mi garganta seca e irritada. Un clavo abandonada y puesto con malicia ha
atravesado mi pie descalzo. Veo la punta oxidada asomar a través de mi piel. No
puedo parar a quitármelo, por lo tanto, se ha convertido en mi nuevo compañero
de fuga. Es curioso, porque aún sabiendo que soy una miseria humana, me aferro
a la vida con desesperación. Toda existencia vale la pena, dicen los inocentes.
Yo no pienso igual. Creo que, en mi caso, es solo puro egoísmo. O miedo, tal
vez.
Mi grito
debe haberles confirmado finalmente mi posición, porque siento como una flecha
me pasa rozando la cabeza. Siento como me cercena parte de la piel y del cuero
cabelludo. La sangre me cubre un ojo y el universo se vuelve más rojo y oscuro.
El mejor escenario para un final. Y de repente, ya no hay suelo.
Debo haber
encontrado un precipicio, aunque no lo he visto hasta que ha sido demasiado
tarde. Caigo. Ruedo y choco con objetos duros y afilados. Siento como mi brazo
derecho se quiebra en ángulos imposibles hasta que el codo no puede más y cede.
Grito y la arena y el barro me llenan la boca. Pierdo algún que otro diente.
Aunque me
parece estar cayendo durante minutos, el viaje ha debido de ser corto, porque
no me he muerto. Con un fuerte estruendo, entro violentamente en una masa de
agua fría. El frío me ataca al segundo. El cambio brusco de temperatura me deja
atontado, pero puedo sentir como si recibiera centenares de pequeñas puñaladas
en la piel. Consigo salir a la superficie y coger una bocanada de aire. Percibo
una fuerte corriente y deduzco que estoy en un río. La falta de sangre y el
frío extremo me entumecen rápidamente las extremidades, por lo menos, las pocas
funcionales que me quedan. Me hundo y cojo aire por última vez, aferrándome aún
a algo que no comprendo.
El fondo
del río es aterrador. Helado y oscuro, como a veces me imagino el mismísimo
infierno. Me duele el pecho. La corriente me bambolea y a veces me estrella
contra el suelo pedregoso. Una de tantas abro la boca y se me escapa el poco
aire que había conseguido retener. Mis pulmones reciben el agua fría con los
brazos abiertos, como una regalo envenado. Mientras me hundo en la inconsciencia
y dejo de sentir el dolor de mi cuerpo, pienso, que ese lugar aterrador,
también resulta ser acogedor y tranquilo. Durante unos instantes, no siento
nada. Solo una extraña sensación de paz y de felicidad. Como si estuviera en el
hogar que nunca he encontrado.
Abro
los ojos. La luz del sol me ciega pero me calienta. Estoy extremadamente
cansado y me cuesta pensar. Pero a medida que la sangre vuelve a circular bien por
mi cuerpo, el dolor me pasa factura y siento como si todo mi ser ardiera en
deseos de morir. Alguien me está ayudando. No debería.
Oigo el rumor del agua, así que
me imagino que estoy en la orilla del río. De nuevo, por algún motivo, he
vuelto a esquivar la muerte. Si hay un Dios, disfruta torturándonos. A mí, por
permitirme seguir existiendo y, al resto del mundo, por tener que seguir relacionándose
con una escoria como yo.
Observo
mi pie y el clavo sigue ahí, firme en su posición, como si no quisiera
abandonarme. Se ha convertido en la relación estable más larga que he tenido
nunca.
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