dijous, 15 de juliol del 2021

Clavo

                Ando igual que he vivido, totalmente solo. El único testigo que observa mis pasos titubeantes es la luna menguante, cuya luz carcomida por la distancia, apenas me permite rasgar la insondable oscuridad que se cierra ante mis ojos. En la lejanía, se pueden escuchar ya los sonidos de mis verdugos, que perturban los que, quizás, son mis últimos pensamientos.

                No sé como he podido acabar así, supongo que nadie lo sabe cuando llega el momento. Es un privilegio de los iluminados o de los que no tienen conciencia. Recuerdo mi vida como una espiral larga y profunda que, con cada giro, se iba acercando más y más a la demencia. Daba igual que camino escogiera o como torciera en cada cruce, todas mis elecciones resultaban en corredores de la muerte directos al patíbulo. A veces, cuando creía que había alcanzado una meta o que había conseguido escapar, solo eran pasos en falsos. Solo ponía, temporalmente, el reloj de arena de lado. Pero siempre volvía a ponerse en pie, desgranando mi existencia de nuevo. He aprendido a dejar de lado la esperanza. Sufro menos.

                Algunos caen en el pozo por ser esclavos de sus vicios o de sus propias mentes. En mi caso, he sido victima de mis anhelos y sueños, que me han llevado a hacer barbaridades dignas de un animal sin escrúpulos. Ya no recuerdo al chico que formuló esas ensoñaciones, se ha perdido en un mar de ponzoña tóxica.

                Cada vez los oigo más cerca. Sus voces furiosas y sus pasos apresurados cercan mi camino por tantos lados que mis pobres oídos no pueden procesar tanta información a la vez. Me desorientan. Quizás, ya han oído mis jadeos y mis estertores o han encontrado la sangre que, mis heridas, todas ellas merecidas, han dejado sobre el suelo lleno de polvo y mugre.

                Un grito perfora la noche. Tardo unos segundos en darme cuentas que ha sido proferido por mi garganta seca e irritada. Un clavo abandonada y puesto con malicia ha atravesado mi pie descalzo. Veo la punta oxidada asomar a través de mi piel. No puedo parar a quitármelo, por lo tanto, se ha convertido en mi nuevo compañero de fuga. Es curioso, porque aún sabiendo que soy una miseria humana, me aferro a la vida con desesperación. Toda existencia vale la pena, dicen los inocentes. Yo no pienso igual. Creo que, en mi caso, es solo puro egoísmo. O miedo, tal vez.

                Mi grito debe haberles confirmado finalmente mi posición, porque siento como una flecha me pasa rozando la cabeza. Siento como me cercena parte de la piel y del cuero cabelludo. La sangre me cubre un ojo y el universo se vuelve más rojo y oscuro. El mejor escenario para un final. Y de repente, ya no hay suelo.

                Debo haber encontrado un precipicio, aunque no lo he visto hasta que ha sido demasiado tarde. Caigo. Ruedo y choco con objetos duros y afilados. Siento como mi brazo derecho se quiebra en ángulos imposibles hasta que el codo no puede más y cede. Grito y la arena y el barro me llenan la boca. Pierdo algún que otro diente.

                Aunque me parece estar cayendo durante minutos, el viaje ha debido de ser corto, porque no me he muerto. Con un fuerte estruendo, entro violentamente en una masa de agua fría. El frío me ataca al segundo. El cambio brusco de temperatura me deja atontado, pero puedo sentir como si recibiera centenares de pequeñas puñaladas en la piel. Consigo salir a la superficie y coger una bocanada de aire. Percibo una fuerte corriente y deduzco que estoy en un río. La falta de sangre y el frío extremo me entumecen rápidamente las extremidades, por lo menos, las pocas funcionales que me quedan. Me hundo y cojo aire por última vez, aferrándome aún a algo que no comprendo.

                El fondo del río es aterrador. Helado y oscuro, como a veces me imagino el mismísimo infierno. Me duele el pecho. La corriente me bambolea y a veces me estrella contra el suelo pedregoso. Una de tantas abro la boca y se me escapa el poco aire que había conseguido retener. Mis pulmones reciben el agua fría con los brazos abiertos, como una regalo envenado. Mientras me hundo en la inconsciencia y dejo de sentir el dolor de mi cuerpo, pienso, que ese lugar aterrador, también resulta ser acogedor y tranquilo. Durante unos instantes, no siento nada. Solo una extraña sensación de paz y de felicidad. Como si estuviera en el hogar que nunca he encontrado.

                Abro los ojos. La luz del sol me ciega pero me calienta. Estoy extremadamente cansado y me cuesta pensar. Pero a medida que la sangre vuelve a circular bien por mi cuerpo, el dolor me pasa factura y siento como si todo mi ser ardiera en deseos de morir. Alguien me está ayudando. No debería.

Oigo el rumor del agua, así que me imagino que estoy en la orilla del río. De nuevo, por algún motivo, he vuelto a esquivar la muerte. Si hay un Dios, disfruta torturándonos. A mí, por permitirme seguir existiendo y, al resto del mundo, por tener que seguir relacionándose con una escoria como yo.

                Observo mi pie y el clavo sigue ahí, firme en su posición, como si no quisiera abandonarme. Se ha convertido en la relación estable más larga que he tenido nunca.

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