diumenge, 14 de febrer del 2016

Séptimo diluvio

                El agua recorre mi cara, mi pelo y me cuerpo hasta caer al suelo, sin parar, lo mismo una y otra vez. La carretera se me está haciendo infinita porque mi andar es lento y torpe, pero no puedo correr más, ya que seguramente resbalaré y me caeré, y hoy en día resbalarte puede ser lo último que hagas. El sonido de la lluvia torrencial me acompaña, como desde hace semanas, o tal vez meses, no lo sé, desde que el manto de nubes de tormenta nos cubrió y empezó a llover no he sabido contar con precisión los días. Sin poder salir a jugar, sin poder ir a la escuela, sin electricidad, sin coches… No nos queda nada, el agua nos lo ha quitado todo,
                Recuerdo vagamente que antes de esto estábamos sufriendo una sequía. Pero no la típica sequía de verano, no. Llevábamos más de 150 días sin llover, los ríos se habían secado, ya no salía agua de las fuentes naturales. Los árboles, incluso los pinos, se marchitaban lentamente, las montañas eran como una inmensa alimaña marrón y corrupta. Nos quedamos sin cosechas. Al principio las moscas y los mosquitos no invadieron, luego, incluso ellos murieron. Fue una temporada horrible, pero por lo menos teníamos los supermercados llenos de comida y cuando abríamos el grifo salía agua, como siempre, caliente o fría. Pero después todo eso acabó. Durante dos días soplo un viento huracanado y caliente que trajo las nubes, y estas ya no se fueron.
                El primer diluvio fue como una gran fiesta. Llovía a cantaros y todos estábamos felices. Los ríos volvieron a fluir y las fuentes emanaban litros y litros de agua. Hubo algunos corrimientos de tierra, pero a nadie le importa, el agua volvía y parecía que lo haría por muchos tiempos.
                Y así fue. Con el segundo y el tercer diluvio el río principal se desbordó y arrasó con todo lo que encontró. El casco antiguo quedo echo un gran barrizal. Murieron 120 personas entre ahogadas y enterradas por los derrumbamientos de las casas más viejas de la ciudad. Perdimos el castillo de la época árabe. El agua se lo comió como si no fuera nada, como una simple uva.
                Sin embargo, no tuvimos tiempo de declarar la ciudad como zona catastrófica. El cuarto nos dejó incomunicados. Un desprendimiento de rocas destruyo la única carretera de acceso a la ciudad. La comida empezó a escasear y los supermercados se quedaron vacíos. Las cosechas y el ganado habían muerto durante la sequía, por lo tanto no teníamos recursos. Y por si no fuera poco, el río se volvió a desbordar, esta vez de forma más bestia. Mi hermana y mi madre fueron arrastradas por la corriente delante de mí. Durante unos minutos oí sus gritos de desesperación impotente, hasta que las aguas embravecidas las engulleron. No las he vuelto a ver. Se perdió la cuenta de la victimas, había tantas desaparecidas o inidentificables que se hizo imposible contarlas. La sanidad colapsó.
                Pero lo peor vino durante el quinto y el sexto diluvio. La ciudad seguía inundada cuando las montañas empezaron a derrumbarse. Sin vegetación que sujetara el suelo y después de días y días de lluvias, la tierra cedió. Toneladas y toneladas de tierra, fango y roca arremetieron contra la periferia de la ciudad como una estampida de elefantes titánicos. Me quede sin casa ese día. Me quede sin padre que aún sigue ahí enterrado, debajo de lo que un día fue nuestro hogar, debajo de kilos y kilos de recuerdos. Ese día para mi acabo todo.
Ahora estamos empezando el séptimo diluvio. Nadie viene a ayudarnos, estamos solos, solos y hambrientos, hambrientos y muertos. He oído que incluso hay tribus que se dedican al canibalismo, a cazar a victimas solitarias para cocinarlas y devorarlas. No puedo decirles nada, es la necesidad. Aunque parezcan monstruos siguen siendo humanos, humanos desesperados.

Yo por mi parte, vengo todos los días a ver si algún servicio de ayuda ha conseguido atravesar la muralla de rocas que bloquea la carretera. Es lo único que me queda, esperar a que alguien venga, esperar a morir ahogado, esperar a que la montaña se me caiga encima. Simplemente esperar a que el séptimo diluvio sea un poquito mejor que los demás y consiga matarme de una vez por todas.

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