dilluns, 1 de febrer del 2016

Sed

En ese momento lo tuve muy claro, era como el sol que sale después de días de tormentas incesantes, lo ilumina todo de tal forma que incluso llega a quemar. Sabía sin lugar a dudas que lo que pasara hoy sería el final, ni feliz ni triste, solo el final, que es mucho más que lo que tienen algunos.
Mis pies llegaron al último escalón con determinación y abrí la puerta con todas mis fuerzas, ni siquiera llamé, las formalidades hacía tiempo que habían quedado atrás. Ya no valía nada, ni la camaradería, ni el compañerismo, ni siquiera la amistad que todo lo puede. No.
Mientras atravesaba el pasillo de mármol pulido pensaba en los tiempos pasados. Pensé en cómo le llamaba Escipión por lo fuerte y fiel que era. Que equivocado estaba, que gilipollas llegue a ser. Debería haberle llamado Domiciano, el emperador loco que acabo por matar a la mitad del senado por miedo a que lo mataran. Al final lo mataron por matar y por loco. Ironía.
La melancolía me embargo en ese momento, la última gota que hizo colmar el vaso de mis dudas. Habían sido tantos los años, tantas las risas y las tardes solos en cualquier bar. Dábamos pena, dijo él una vez, yo solo pude pensar que no importaba, que daba igual dar pena cuando no querías estar en ningún otro sitio. Nunca llegue a amar a nadie, pero eso fue algo muy parecido, ese pequeño trocito de amistad que acabó convirtiéndose en fraternidad, en todo lo que yo protegería. Que idiota estaba.
Entonces vi su cara asomando al final del pasillo y la melancolía dejó de ser un problema. Lo último que recordé fue su cara sonriendo como antaño en contraste con esa mueca de horror que deformo completamente su rostro, como un cuadro de Picasso o de Dalí, pero sin ese toque de arte que los hace especiales, ahí solo había miedo.
-          Perdóname, me equivoque – fueron sus palabras, las últimas palabras que pronunciaría después de una vida hipócrita y sin sentido.
La rabia aumentó en mí de forma desbordante. Uno se equivoca cuando pone un dos en lugar de un tres, cuando en lugar de llamar a la tu casa llama a la del vecino, pero no cuando intentas matar a un amigo.
Salte hacia él y desenfunde la navaja que me regaló cuando cumplí treinta años, hecha en Albacete, afiladísima y con mis iniciales chapadas en oro sobre la empuñadura. Otra ironía. Durante los segundos que estuve en el aire pensé en que sí que había cometido un error, no me había conseguido matar.
No se movió ni un milímetro, y mi mano le hizo una segunda boca en el cuello con facilidad. La sangre manó con fiereza de la herida y lo cubrió todo, su ropa, las paredes, el techo y a mí mismo. Cayó al suelo con un ruido sordo y se desangró sin decir nada, sin emitir ni un solo estertor. Me dejé caer a su lado, cubierto de sangre, como si acabara de salir del Nilo maldito de Moisés.
Ahora estoy solo, en una casa que no es la mía, con un cadáver que ya no es mi amigo y con mi sed calmada. Dolorosamente calmada. Por fortuna mi plan aún no ha sido finalizado, ni mucho menos.
Meto la mano en su bolsillo y saco la navaja que yo le regale en su vigésimo noveno cumpleaños. Está fabricada en Suiza y sus iniciales están chapadas en plata. La abro y la pongo en su mano cubierta de sangre tibia y viscosa. Con esta ironía todas las demás han dejado de tener sentido. Levanto su mano y la muevo suavemente hasta tocar la delicada piel de mi cuello. Sonrío cuando siento el frío beso de la cuchilla trazar la línea por donde se escapa mi vida, mi caliente y falsa vida, mi odiosa y feliz vida.

Al final, hemos quedado todos saciados. 

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