dissabte, 31 de desembre del 2016

Buscándote

                Las nubes se abren como si fueran las puertas del cielo. La luz se abre paso a través de ellos como un río rompiendo una presa, tiñendo de brillo el eterno prado que se abre ante mí. El verde más intenso que jamás he visto se me antoja el infierno, un infierno salpicado de mármoles.
                ¿Sabes? Hoy me han vuelto a preguntar por ti. Si sabía algo, si estaba triste, si necesitaba algo… Siempre las mismas palabras que me persiguen y me acosan incluso despierto. Al principio les contestaba porque pensaba que les interesaba de verdad, después porque creía que podían ayudarme… al final lo hacía para que cerraran la boca. Ahora ya ni les contesto.
                Los gritos y los llantos de los cientos de personas que, desesperadas y tristes como yo, buscan y buscan me acompañan en todo momento. Como si les estuvieran haciendo los coros, unos cuervos graznan de vez en cuando y unas campanas resuenan a lo lejos. Es deprimente. He perdido la cuenta de las vueltas que he dado buscándote. Leyendo millones de nombres cincelados en esas tablas blancas que emergen del verdor como dientes o huesos en una fosa común. Si, como una fosa.
                Me dijeron que te encontraría aquí, junto a todos los demás, víctimas de la paz. Si, de la paz podrida que ha nacido de una guerra innecesaria. Como todas las guerras, quiero suponer. También me dijeron que me seria fácil encontrarte, que solo debía buscar bien. Según ellos, debía dar gracias de que hubieran apuntado tu nombre en el registro del cementerio, que ellos no tenían la obligación de saber dónde acababan los muertos. Les dije que más le hubiera agradecido meterme una bala entre ojo y ojo. No me quisieron responder. No sé porqué.
                Una mujer se derrumba justo a mi lado y abraza una lápida. Del contacto sale una capa de mugre que se le pega al pelo y a la ropa. No parece importarle. Está inmersa en ese punto entre la tristeza absoluta y la tranquilidad que supone encontrar a un ser querido que llevas mucho tiempo buscando, aunque se sepa ya que está muerto. Es tan horroroso, tan injusto, tan triste, que yo, como los miles de persona que me rodean, queramos sentir esa misma sensación.
                He llegado al final del laberinto de nombres y nombres y no he leído el tuyo. Junto a mi hay más gente que grita y se derrumba. Otras sonríen, con la esperanza de encontrar con vida lo que buscan. Ojalá. La mayoría, como yo, hartos de que nos engañen, agachamos la cabeza y nos vamos. Un poquito más encorvados y tristes. Aunque nos han caído tantos palazos, uno más sigue haciendo daño.
                Una anciana a la cual ya he visto en otros campos santos y registros de víctimas me mira a los ojos. Los dos prometimos que si encontrábamos a la pareja del otro lo comunicaríamos. Abre la boca y me dice con voz neutra, como si fuera una marioneta movida por otro ser:
-          No somos los afortunados por seguir viviendo.

No puedo hacer más que asentir. Me giró y me voy. El sol vuelve a esconderse. Parece avergonzado se ser el máximo precursor de la vida en este planeta de muerte. Me resigno a seguir buscándote. Sé que estas en algún lugar. Me imagino que rodeada de flores y cosas bonitas. Donde la vida sigue creciendo, creciendo de ti. Esa es mi única esperanza. Esa y que mi propio entierro no tarde mucho en llegar.

 Te encontraré.

diumenge, 18 de desembre del 2016

Humo, luz y hielo

                               Bosques de neuronas se elevan a mí alrededor. Grandes bóvedas y galerías azules que se iluminan con impulsos, trasmitiéndoselos unos a otros como una cadena de montaje infinita y casi perfecta. Mi piel no es blanca ni negra. Ni hombre ni mujer, no me identifico con nada en mi mundo. No soy nada más que la deidad de mi tierra. Siempre y cuando no este durmiendo, el amo de mi imaginación soy yo. Aunque parezca egocéntrico y narcisista es verdad. Yo elijo quien vive y quien muere, quien vive feliz y quien se retuerce eternamente en el peor de los sufrimientos.
                En mi catedral de proteínas y lípidos mis decisiones se cumplen. Si mis ángeles de piedra quieren vivir viven. Yo elijo quien de mis amigos tiene poderes y cuáles son esos poderes.
                Es mi fuerza, el único talento que creo poseer es mi imaginación, y eso me hace feliz. Pueden desgarrarme o encerrarme, pero dentro de mí estoy entero y libre. Mi mente es mi mejor amiga, amante y guía de la vida. No me considero un loco solitario, mis amigos y familia están por encima de mi destino siempre, pero encuentro un gran confort al llamar a mi capacidad de crear y encontrarla siempre a mi lado.
                Cuando era más pequeño siempre estaba creando mundos de fantasía donde yo era mil cosas. Con ocho años yo era raro por no querer crecer. Tener que madurar me asustaba por si debía de renunciar algún día a mi imaginación. Hoy, estoy feliz y orgulloso de mi mismo, por seguir siendo capaz de deformar la realidad y de crear tanto como quiero. Me siento más fuerte porque mi imaginación cada vez es mejor.
                Un 18 de diciembre del año 2013 me propuse plasmar parte mi mente en el mundo. Por eso cree este blog. En aquel momento Humo, luz y hielo me parecía un gran nombre, ahora ya no tanto, pero eso da igual. He redactado 70 historias muy breves en 72 relatos completamente diferentes. Este es el número 73. En tres años he mostrado un pedacito de mi alma dividido en 73 trozos a todos aquellos que lo quisieran leer. Mi primer propósito es dar las gracias. Gracias a todos aquellos que habéis leído todas o casi todas mis historias. Aquellos que se pusieron mi blog de preferente o que se aprendieron de memoria el impronunciable nombre que le puse al link. Gracias a los que me habéis enviado algún mensaje diciéndome lo que os ha gustado cierta entrada. Aquellos que han compartido mi blog por sus redes Gracias a los que simplemente os habéis parado a leer una sola entrada. Espero que estas gracias lleguen a todos. No sé lo que hubiera durado este blog sin vuestro apoyo.
                A veces, me he mantenido más lejos de los personajes que he creado. A veces eran personificaciones de mi amor, mi dolor o mi felicidad. Algunas de estas entradas tenían el propósito de ayudar a alguno de mis amigos a tomar alguna decisión o, simplemente, porque necesitaban ánimos y esta era la mejor forma que tenía de darlos. Espero que os hayan servido.
Banderas negras, Cosas de la noche, Tesoro, Oportunidades, Aire de tristeza, Flores en el bosque, Humanos… Son algunos de los nombres con los que he bautizado mis entradas (ni siquiera yo las recuerdo todos). Es posible que algunas de esas entradas solo se conserven en el blog, perdidas incluso en mi memoria. Las quiero a todas como partes de mi cuerpo.

 Mi propósito al escribir esto era ponerle punto y final o seguir adelante. Aún no sé qué hacer. Puede que no lo sepa jamás. En fin. Después de tres años sigo siendo casi el mismo, aunque ahora me quiero y me acepto mucho más que por aquel entonces. Por eso quiero dedicarme la septuagésimo tercera creación de mi mente, pero también y por encima de todo, te la dedico a ti. Te haya gustado o no, muchas gracias por existir. 

dilluns, 12 de desembre del 2016

Palmira

                Los pilares se derrumban, llenando el suelo de escombros y pasiones. Las estatuas son arrancadas, son obligadas a volar de sus pedestales para ser convertidas en polvo, en miembros cercenados. Los siglos se desgajan en el aire mientras que los milenos se volatilizan ante nuestros ojos inútiles e impotentes. Hemos perdido historia. Años de nuestro pasado que nunca volverán. Puede que los libros y las fotos tengan la verdad, pero solo la existencia tiene el sentimiento. Esto lo podíamos relatar hace ocho meses, para cuando esta tierra pisada por reyes y emperadores parecía que le era aflojado ligeramente el yugo que la rodeaba. Pero ahora han vuelto: el miedo, el terror, la destrucción y la muerte.  
                No puedo escribir en tantas pocas líneas lo que están sufriendo al otro lado del Mediterráneo. Es curioso, lo que cambia el oeste del este. La diferencia entre el puerto de Valencia y el de cualquier ciudad costera de la Siria actual. Y la destrucción es solo una de las millones de las caras de una moneda que no para de dar vueltas y vueltas, en un ciclo inacabable de miseria y tragedia.
                No soy tonto, solo un soñador utópico. Me gusta pensar que La Tierra en general pueda ser compartida por todos o, al menos, ser capaces de pasear por cualquier lugar del mundo tranquilos y en paz. Sin embargo, acabaremos convirtiendo este lugar de todos en tierra de nadie.
                Y por lo menos, yo no puedo ver los motivos que llevan a las personas a hacer estas cosas. Comprendo la locura y la enfermedad, pueden ser “justificantes”. No obstante, no puedo entender la avaricia desmedida, el fanatismo, un capitalismo tan voraz que somos capaces de armar a los que luego viene aquí a destruirnos, a nuestros demonios. Y somos los afortunados.
                Diría que la sociedad está podrida pero ya no soy capaz de ver una sociedad, la “Sociedad”. Hay bondad en el mundo, pero es innegable que algo nos pasa. ¿Por qué, cuando parecía que avanzábamos, vuelve el fanatismo religioso? ¿Por qué, si habíamos decidido tratarnos todos como persona tal y como debe ser, vuelve el machismo, la homofobia, el racismo y tantas formas de discriminar que necesitaría millones de páginas y una paciencia que no tengo?
                Y no veo que podamos mejorar. Cuando era más pequeño creía que nuestra generación sería capaz de salvarlo todo. Cada día lo creo menos. El bullying aumenta porque los niños imitan a los adultos. Guerras y palizas. Estoy de acuerdo, los niños deben aprender que son estas cosas. Pero deben aprender a no repetirlas. No lo sé. Puede que sea porque yo ahora mismo me encuentre en un limbo de edades: ni niño ni adulto, pero no entiendo porque no lo vemos. Somos ocho mil millones, demasiados y demasiado corrompidos.
                No quiero perder la esperanza. Quiero pensar que algún día seremos todos felices en un mundo equilibrado. Pero la vida no es justa. Para que unos sonrían miles deben llorar. Y la Antártida se está partiendo en dos, y África se muere de hambre, y Occidente se encuentra en un Antirenaciemiento, cada vez más deshumanizado…

Hoy, ISIS  ha vuelto a entrar en Palmira. Hoy, después de ocho meses el infierno ha vuelto a un lugar que ha pasado de verter cultura a verter sangre y pólvora. Y los pilares se convierten en polvo, las estatuas en cascotes y la humanidad en un desierto sin vida. 

dissabte, 26 de novembre del 2016

Deixalla

                Mi cuerpo caliente como el magma penetra en la frialdad de la noche, mientras la llovizna aguijonea mi piel como si un millar de flechas de metal me perforaran la piel de las mejillas. Me desgarran y las siento penetrar hasta que se clavan en mi alma como alfileres en un muñeco vudú. El estruendo del río desbordado que corre bajo mis pies llena la ciudad de desasosiego y ruidos escandalosos. De vez en cuando el agua supera el puente y fluye entre las vallas, congelando mis pies, hasta caer por el otro borde.
                Cuando era pequeño, mi padre me llamaba mierda, inútil, estúpido… mi madre solamente me recordaba que era una deixalla. Que era un amasijo de metal que la había destruido por dentro hasta convertir su juventud en un infierno. Luego me pegaba. ¿Por qué? No lo sé. A veces había un motivo, otras simplemente era odio. La verdad es que no importaba mucho, agradecía los golpes. Cuando caían en mi cabeza me hacían olvidar.
                Aunque mis padre ya no importan. Ya no pueden decirme nada más, difícil con tres metros de tierra sobre ellos.  Deixalla es solo ya un recuerdo del pasado que me persigue y me hace recordar siempre lo que soy. En parte se lo agradezco, me ayuda a poner los pies en la tierra. Se lo que soy: nada.
                La lluvia arrecia. Ya no son solos aguijones de hidrógeno y oxígeno, ahora son pedradas líquidas que se diluyen en cuando impactan, calándome aún más. Mis pies chapotean mientras me dirijo a la barandilla. Puede que, estimado lector, pienses que me he hartado de luchar contra mi propia mente putrefacta y quebrada. Te equivocas. Sí que es verdad que cada día que existo mi ser deteriora un poquito más, desintegrándose en un amasijo de pasiones y miedos amorfos. Puede que no sea capaz de encontrar a nadie que me dé ¿amor? Nunca lo he saboreado. Y es muy posible que sea tan repugnante que ni siquiera haya alguien a quien le dé pena. Debería saltar, pero simplemente no me apetece.
                Oigo un gran chapoteo y un grito de arrepentimiento final. Apenas he podido ver la silueta de la ilusa que ha saltado. La busco con la mirada y no la encuentro. En fin, una menos. Sin embargo, su grito me ha dejado pensativo. No comprendo ese miedo tan extendido a morir. Realmente, la muerte es el único estado de la existencia en el cual no sufrimos. Sin dolor, sin horror, sin sentir, simplemente sin vida. O por lo menos es lo que espero. Una eternidad aguantándome a mí mismo no, por favor.
                Pierdo agarre al apoyarme en la barandilla de metal empapado. Siento como las tripas se me suben a la cabeza y solo puedo pensar en placer. Mi pie derecho deja de tocar de suelo y se sumerge hasta la rodilla. Siento como un dolor agonizante me sube por la pierna izquierda cuando me tuerzo el tobillo. Creo con ilusión que todo va a acabar. Al fin. No obstante, me quedo trabado en los barrotes y lo único que es arrastrado por la corriente es mi pobre e inocente zapato. Suspiro y me levanto. Al momento, siento la pierna derecha entumecida y empapada. La muy fría y zorra ha hecho que los dedos de los pies se me vuelvan insensible. Que envidia.

                Mi cuerpo ardiente como el sol penetra la gélida noche mientras que el aguacero me golpea con fuerza y violencia, abriéndose paso entre mi piel pálida hasta alcanzar mi espíritu y apalearlo, dejándole al borde de la muerte. Y mientras ando cojo y medio descalzo una palabra me ronda una y otra vez: deixalla, deixalla, deixalla, deixalla

divendres, 18 de novembre del 2016

La fosa

                Mis dedos se resbalan de nuevo y caigo. La tierra marrón está húmeda y las raíces que sobresalen de ella están marchitas y se rompen a la mínima brisa. Mi cuerpo choca con fuerza contra el suelo y aunque está vez he caído desde una altura menor, un dolor lacerante me recorre entero. Me levantó y me manoseo la espalda en busca de lo que me ha producido tal agonía. Mi mano se topa con un objeto delgado pero duro y tiro de él. El dolor se vuelve a expandir por mi sistema nervioso. Una costilla. Una costilla humana es lo que me ha desgarrado la espalda. La suelto asqueado e intento volver a escalar esas paredes.
                Grito por ayuda y nadie me responde, ni siquiera mi perro al que estaba paseando cuando me caí en este agujero infernal. No sé de dónde ha salido, ayer no estaba. Simplemente alguien lo ha escavado y lo ha llenado de cadáveres, muchos cadáveres, tanto que mis pies solo tocan hueso, no tierra. Cuento al menos dos docenas de calaveras con las cuencas vacías y las bocas abiertas, enseñando sus dientes afilados como cuchillos.
                Me siento observado. Ruedo sobre mí mismo y no encuentro a nadie allí abajo, solo huesos brillando con una luz fantasmal. Supongo que por el reflejo de la luz mortecina de la Luna. Lo espero. Cuando me doy la vuelta para volver a intentar escalar me vuelvo a sentir observado. Miro hacia arriba esperanzado pero no hay nada, solo las estrellas burlándose de mí. No hay Luna.
                Algo ha cambiado. Algo se ha movido. Dos docenas de pares de ojos vacíos me observan, todas y cada una de las cabezas sin piel que me rodean parecen mirarme. El miedo me invade. Es mi imaginación. Lo sé. Quiero saberlo. Me lanzo contra el muro del foso he intento volver a subirlo.
                Una mano esquelética sale del fango y me arrastra hacia la tierra. Mi oreja y mi ojo se llenan de barro mientras que mis dedos se hunden en la pared. Grito de puro pánico. Intento liberarme del agarre cuando un dolor atroz me invade las manos. Siento como me desuellan los dedos, como me arrancas las uñas sin piedad, descarnado. Tardo un segundo en darme cuenta de que me están mordiendo. Me están royendo los dedos. Me orino encima y mis gritos se vuelven sollozos. Aunque tiro no puedo moverme y siento como cada vez mis dedos son más y más reducidos. En ese instante unos dientes pequeños y redondeados como perlas de cuchillas se abren paso a través del fango. La mandíbula se cierra alrededor de mi nariz y noto como mi piel es cortada. Cuando oigo como los dientes chocan entre ellos grito de forma esperpéntico y tiro como un loco. La mano se rompe y puedo liberar mi cuello. Al mismo tiempo consigo liberar mis manos.
                La sangre del agujero que antes era  mi nariz chorrea y se mete por mi boca. Miro mis manos y donde antes había dedos ahora solo hay huesos, huesos chorreando sangre negruzca. Grito por última vez. Pero ya es tarde. Las calaveras me saltan encima y empiezan a roerme todo el cuerpo. Siento sus mandíbulas cerrarse en mis piernas, mis brazos, mi torso. Sus pequeños dientes desgarrándome desde fuera y penetrando en mí. Y de la mismo forma que mi cuerpo se degrada mi alma de consume, se vuelve sucia, maligna. Me desvanezco, rodeado de los espeluznantes sonidos que emiten los dientes sobre mi carne y mis huesos. Comiéndome, devorándome, royéndome…

                 

dijous, 10 de novembre del 2016

Mi cuento de muerte

                Hola, no tengo nombre y soy un asesino. Me gusta matar sin motivo, solo por el placer de contemplar como la vida de mis víctimas se apaga en sus ojos. Disfruto viendo como sus susurros de piedad acaban desapareciendo en mis oídos sordos, como se hunden en un profundo mar de desesperación ante mi mirada acerada y fría, como el hielo más profundo del Ártico.
                Aunque me encanta matar también disfruto reprimiendo mis impulsos. De este modo, en el momento culminante, mi placer se multiplica por mil. Lo positivo de esto es que la policía y cualquiera que intente prevenirme acaban confundidos, sin saber si soy un hombre, una mujer o el fantasma de uno asesinatos que no tienen nada que ver entre ellos.
                Mis lugares favoritos son los sitios donde más seguros se sienten las personas. Avenidas a rebosar, barrios lujosos o lugares de ocio y sociedad. Recuerdo la vez que asesiné en el hospital de la Malvarrosa. Fue increíblemente divertido ver la cara del pobre sujeto, que acababa de sobrevivir a una operación de vida o muerte. Aún mejor fue ver los rostros descompuestos de los familiares y los médicos. Nadie se lo esperaba.
                Sé que soy un cabrón, un enfermo, un monstruo blablablá. Tonterías. La gente intenta buscar un motivo para las atrocidades que cometo. Son tan monos, intentando buscar una explicación para algo que no la tiene. Mato por matar. Porque lo disfruto, lo gozo y me hace sentir más poderoso que nadie. Ya está. El día que me pillen (si me pillan) me voy a divertir mucho en los interrogatorios y en los juicios. Va a ser tronchante sentir la tristeza, la pena y la rabia rodeándome. La cárcel supongo que será bastante peor. Me pegarán, violarán o matarán. Me da igual, me imagino que me lo merezco.
                Dejo de pensar. Esta noche quiero vivir. Vivir matando. Hace siete meses que no mato y lo necesito. Es jueves, jueves universitario, y pese a que es Noviembre, la avenida de Blasco Ibáñez está lleno de jóvenes y estudiantes borrachines descargando adrenalina. Sexo, drogas y Rock and roll. Y matar, por supuesto.
                Los veo a todos pasar, tranquilos, despreocupados. Normal. Es una zona cercana a las universidades, llenas de pisos alquilados a estudiantes inocentes y confiados. Será genial ver cómo la gente no la volverá a considerar igual a partir de esta noche.

                Veo a mis presas. Son cinco: tres hombres y dos mujeres. No parecen muy embriagados. Mejor. Peor lo pasaran. En ese momento se meten en un callejón un poco más estrecho, huyendo de las discotecas y en busca de los pubs más tranquilos de La Plaza del Cedro. Bien por mí.
                El primero no se da ni cuenta. Le secciono el cuello. Lo suficiente para impedirle gritar, pero lo justo para que le cueste morir. Con la segunda tampoco me cuesta mucho. Dos puñaladas por la espalda, hasta que siento como mi cuchillo aparece por el otro lado. Pulmones perforados.
                Sus estornudos y gemidos, bañados con estertores sangrientos llaman la atención de los demás. Demasiado tarde. Me paso el cuchillo a la izquierda y con la derecha le saco un ojo al tercero. Grita, pero yo le rajo el estómago y veo como caen sus tripas, como una lluvia macabra. Es el primero en dejar de respirar.
                El cuarto intenta darme un puñetazo. Yo simplemente me aparto y le sujeto el brazo. Le corto la muñeca en vertical. No grita. Tan solo se queda quieto y sin poder reaccionar. Aprovecho y le corto también la otra muñeca. Entonces parece querer moverse. Yo simplemente le atizo un golpe a la cabeza con el mango del cuchillo. Cae al suelo. Desorientado y desangrándose. Ha sido una forma rara de matar, pero así seguro que ya no vuelve a levantarse.
                Con la quinta y última es mucho más fácil. Está ya tan asustada e impresionada que ni siquiera es capaz de apartar la vista del amasijo de sangre y vísceras que antes eran sus amigos. Con mucho cuidado, hago que se arrodille en el suelo. Tiembla mucho pero no hace nada para evitarlo. Entonces sonrío y deslizo el frío metal afilado por su cuello. El primero, la segunda y el cuarto miran aterrados el espectáculo. Alguno grita pera ya no sirve de nada. Lanzo el cuerpo inservible de la quinta al suelo y me macho. Oigo algún grito y gemido más pero todos se apagan, como siempre.

                Hola, me llaman asesino y lo soy. Estoy lleno de sangre y restos humano y lo disfruto. Me rio como un loco porque puede que en realidad lo esté. El placer recorre mi cuerpo como ondas de placer extremo. ¿Y lo mejor? mañana podría ir a por ti. 

divendres, 4 de novembre del 2016

Hacia adelante

                Siento la canción de la batalla. La fricción de las espadas chocando entre ellas, metal contra metal, oigo como el hierro corta el hueso y convierte la carne en jirones de tela inservibles. La sangre salpicándolo todo, mi arma, mi espada, mi cuerpo, mi alma… Y en medio de esta sinfonía de muerte y mierda no puedo para de pensar en una palabra. En una idea horrible y descorazonadora: el fracaso.
                La he cagado millones de veces en mi vida. Cargo con miles de errores en mi espalda, marcándome. No recuerdo un momento de mi vida sin que haya cometido un solo error. Sin embargo, no me considero peor por haberlos cometido. Para la mayoría, los errores son lastres que tiran de ellos hacia un océano de desesperación y amargura. Pero para mí son mis amigos, mis eternos compañeros que me sirven de guías y de ayuda. Son algo que ha arraigado tan dentro de mí que forman parte de mi personalidad y de mi espíritu. No son esos errores, son mis errores. Son los que me hacen grande.
                Paro una estocada que tenía como parada final el centro de mi cabeza y se la devuelvo a su dueño cercenándole el cuello hasta la médula. Sé que voy a seguir acumulando mierda y más mierda durante el resto de mi vida. Voy a hacer las cosas mil y unas veces mal. Estoy tan seguro como que al último que le he cortado el torso por la mitad no sabe ni por donde le ha venido. Y no pienso ponerme triste, pienso levantarme y luchar hasta el final. Me retiraré cientos de veces si hace falta, ¿pero rendirme? Jamás. Rendirse es mil veces peor que fracasar o cometer errores.
                El corazón de un torpe imparable es incomparable con el de un perfecto que a la mínima de cambio se rinde. Nada cae del cielo, se debe batallar hasta por el aire que respiramos. Y si, debemos llorar a veces, pero no caer en la trampa de la tristeza. Derramar 100 lágrimas nos hace fuertes. Derramas 1000 nos hace vulnerables.
                Salto y me dirijo como un leopardo desbocado hacia su reí. Mis pies no tocan el suelo mientras les corto la cabeza a los guardias. Soy la mejor. Con firmeza le clavo la espada en el cráneo a mi objetivo, con rapidez, como un destello de luz sólida le atravieso la mente y lo dejo inservible.
                Soy la que soy por haber crecido. Por haber renacido de mis errores y mis aciertos. Por saber que no estoy sola en el mundo, que siempre tengo alguien a quien recurrir. Porque he sabido parar para desahogarme y levantarme después con más poder, con más madurez.
                Soy la que soy porque no me he ahogado en la tristeza y en pesimismo. Por haber sabido seguir recto hacia delante. Siempre hacia adelante. 

diumenge, 30 d’octubre del 2016

Parábola

                Las voces se expanden por toda la calle como una onda expansiva destructiva. Muchas gritan al unísono palabras de libertad y de fuerza, otras balbucean de los nervios, como una cacofonía de cuervos moribundos; y otros no dicen nada, solo hacen sucumbir el mundo. La gente corre sin sentido, buscando algo para destruir, algo que rompa las cadenas de la pobreza y la opresión que los envuelven como zarcillos de muerte. Están hartos. Hartos de vivir para que les pasen por encima, hartos de morir para llenar las bocas de los monstruos que lo dirigen todo. Si preguntas uno por uno cada uno te dirá que destruye esa ciudad frívola y degenerada por uno o varios motivos, todos diferentes, pero con un origen común.
Están los que luchan por la tolerancia. Irónico. Cansados de los insultos y el desprecio que los baña cada día cuando salen a existir. Cansados de las palizas de los infra seres intransigentes que pretenden que todos seamos iguales. Normal, un rebaño con solo cabras blancas es más fácil de llevar.
                Otros luchan por algo tan simple como comer. Porque es tan potente la aspiradora de los peces gordos que al final solo quedan ratas y hierba mustia para alimentarse. Claro está, hasta que algún loco invente platos de primera con tales ingredientes. Aunque yo prefiero comer ratas que obligar a otros a hacerlo. Es más digno.
                También están los que luchan por la cultura. Imperdonable es ver teatros cerrados a calicanto. Cines deshabitados por precios desorbitados. Libros arder y acumular polvo en las librerías. Puede que la piratería tenga mucha culpa en esto, pero la culpable es la especulación.  
Money, como toda la vida.
                Lo que está claro es que todos luchas por el futuro. Para no ver a los jóvenes de hoy siendo los adultos amargados y recluidos en trabajos injustos y esclavizadores, con jornadas manipuladas,  que ellos quieren. Para no tener que contemplar a los niños siendo jóvenes sin esperanza, sin ilusión por el mañana. Para que los bebés que hoy nacen no sean los niños rodeados de hambre y desolación que nos esperan a la vuelta de la esquina, más cerca de lo que creemos.
                Corren y gritan, destruyen y queman, lloran y suplican, piden un futuro. Piden algo que todos tenemos al nacer pero que las circunstancias nos quitan. Piden simplemente que nos les compliquen la vida. Pero claro, para que unos vivan en castillos de nubes la mayoría deben arrastrarse en el fango.
                Y la falsa ilusión del estado de bienestar se desgaja trozo a trozo.
                Y cada día la justicia es más endeble y la humanidad más corrupta.

                Y lo peor de todo es que solo hace falta un error para convertir unos disturbios en una guerra entre hermanos. Aunque siempre hay quienes lo prefieren. 

dissabte, 22 d’octubre del 2016

Jugar como imbéciles

                Enfermizo. Una palabra perfecta: define algo que se está destruyendo y que se consume. Hace referencia a las cosas que han perdido su vitalidad, su salud, sus ganas de existir. Muchos dicen que la parte positiva de estar enfermizo es que aún no estás muerto, es decir, que aun puedes sobrevivir. Para mí no. Para mí la parte positiva es que la muerte está más cerca, que queda menos.
                Como podréis leer entre líneas estoy enfermo, pero no físicamente. Ojalá. Mi enfermedad es peor que una herida, que un órgano dañado, que una parte de mi cuerpo cercenada. Mi dolor nace de lo más hondo de mis psique. Mi mente se ha convertido en una quimera mutante que adopta las formas que le da la gana, con múltiples personalidades, cada cual peor que la anterior. Me destruyo por dentro. El problema es que mi destrucción no acabará en la muerte (a no ser que me la provoque yo). Mi camino de caos me lleva directo a un mundo de locura, a una vida ilusoria y esquizofrénica. Solo espero que no sea peor está.
                No espero que me ayudéis, no tengo remedio. Pero quiero que me escuchéis y reflexionéis (o no lo hagáis, probablemente sería lo que yo haría). No voy a echaros un sermón, que ya bastantes nos echan los curas, los políticos y los profesores. Algunos para ayudarnos, la mayoría para manipularnos.
                El monstruo en el que me he convertido no nació de mí, ni de mis padres, ni mis amigos. Este ser terrorífico y al mismo tiempo asustadizo fue provocado por algo aún más enfermizo que yo: el mundo. Si Marte pudiera hablar le diría a La Tierra: “Jo tía, que mala cara te veo”.
                Bueno, la verdad es que decir que la culpa es de La Tierra es ser muy egocéntrico, ya que hay más seres vivos viviendo en ella de forma inocente y libre (pobres desgraciados). La culpa es más que nada de la sociedad.
                Y no está mal porque no lo intentemos, si no por haberlo intentado tanto. Hemos intentado construir tantas formas de vivir en sociedad que hemos acabado juntando todos los retazos de los intentos pasados hasta crear este esperpento cadavérico que no hace más que degenerar.
                Vale, evolucionamos como científicos, como artistas, como inventores… lo que queráis; pero degeneramos como humanos. Decimos que en la Edad Media las guerras eran auténticas barbaries, como si ahora nos dedicáramos a recoger florecitas cogidos todos de las manos, después de generar cientos de conflictos y masacres por negocios armamentísticos y monetarios. Y cuando los inocentes huyen del problema cerramos las fronteras y hacemos oídos sordos. Hala, sálvese quien pueda.
                Y son ya tantas cosas que mencionar que necesitaría 500 discos duros solo para enumerarlos. Mientras unos se matan, otros se mueren y otros caen en espirales de depresiones por la frivolidad y el consumismo desmedido yo me dedico a escribir esto mientras vivo relativamente bien. Hipócrita tú, yo y el subnormal que creó todo este batiburrillo.
                Pero no vamos a cambiar ¿Para qué? Sigamos construyendo palacios de oro y marfil sobre un Atlas cada vez más viejo, decrépito y, ¿por qué no?, enfermizo. Total, si todo se cae, guerra mundial, muerte y a volver a empezar.

                El problema llegará cuando el ciclo no dé para más. Entonces los engendros como yo reiremos como lo que somos: una panda de locos enfermizos. 

dissabte, 1 d’octubre del 2016

Una mirada a los naranjos

                Los verdes naranjos se extendían como un gran mar de malaquita que rompía contra las montañas, formando construcciones irregulares de arbustos chatos y raquíticos, y de pinos y hayas que habían sobrevivido a innumerables sequías. De vez en cuando, de este mar de jade surgían casas y edificios de pocas plantas, símbolos de la vida rural en plena época de cambios modernistas.
                Aquel día de principios de otoño, cuando el sol aun caía con fuerza y doraba a fuego lento las crestas de las colinas con la luz del atardecer, yo me encontraba atravesando aquel paisaje en una maquina traqueteante y silenciosa al mismo tiempo, a una velocidad demasiada alta como para acabar de disfrutar de las vistas. Por fortuna, en esos momentos, el tren se encontraba bastante vacío y yo podía disfrutar de un poco de paz y tranquilidad, escuchando música de autores demasiado autóctonos como para ser conocidos.
                Entonces llegó. No recuerdo el nombre exacto de la estación, quizá fue La Pobla Llarga, o quizá me encontraba entre L´Énova y Manuel, no lo sé, eso no era importante. El caso es que el tren no avanzó mucho más, se quedó quieto durante unos minutos que se me hicieron eternos. El tiempo pasaba tan lento que incluso podía sentirlo fluir sobre mi piel, recorriendo mi cuerpo como la corriente de agua de un río que corriera en todas direcciones. Fue en ese momento cuando le vi: verde sobre verde.
                Estaba entre los brillantes naranjos, sus ropas eran una camisa blanca que se le pegaba al joven cuerpo y unos pantalones cortos y negros como el azabache. Llevaba el pelo cobrizo corto y sin peinar, desecho de tal forma que era bonito: el orden del caos. Y aunque su piel era ligeramente oscura se podía ver perfectamente como brillaban sus rasgos fuertes pero delicados. Pero lo que más me cautivo fue su mirada. Tenía los ojos más sorprendentes que jamás había visto, de un potente verde  nuclear que incluso parecía brillar (quizá fuera el sol). Esos ojos me escrutaron y me observaron con ternura. Cuando nuestras miradas se cruzaron me vi perdido.
                Me sumergí en una espiral de esmeraldas en donde lo pude ver perfectamente: mi futuro, nuestro futuro. Le vi aportándome compañía, amistad y confidencia. Me vi siendo su vida y viceversa. Creo que vi demasiado. Cuando más feliz me veía, sonrió. Pero no desde esa especie de visión futura utópica e idílica, no. Me sonrió desde la parte real, o que yo me imaginaba como real.
                               En ese instante volví a estar en movimiento, ya no había naranjos, solos casas sin vida ni personalidad, infraestructuras que parasitaban la tierra. Ni siquiera el sol brillaba de la misma forma, simplemente se dedicaba a dejar caer sus rayos con pereza, de forma indiferente, sin emoción. Aunque lo peor fue que ya no le podía ver. Se había ido ¿O fui yo quien me fui? Eso me mataría.
                No os voy a engañar, he vuelto a buscarlo muchas veces. He inspeccionado tantos campos de naranjos que he llegado a odiar sus flores y sus frutos. No sé si fue una persona real, un sueño, un anhelo o una aparición de algún lugar perdido. Lo que si se es que no lo encontré.

                Me dejo solo y sin nadie que me comprenda. Dicen que he perdido la razón. Pienso, ya, que es verdad. Sin embargo, ¿Quién no se volvería loco al haber visto de tan cerca el mejor futuro posible y haber sentido como se le escapa entre los dedos de las manos? Simplemente, no puede volver a ser feliz.

dissabte, 17 de setembre del 2016

Aguas sin futuro

                Las aguas verdes y putrefactas estaban totalmente inmóviles, ni tan solo el viento que agitaba con violencia los árboles que la circundaban se atrevía a sacudirlas. Botellas de plástico la navegaban, semejando un banco de peces iridiscentes que convertían la afligida luz en arcos iris, que pese a brillar con colores, eran incapaces de convertir en alegría la pena que impregnaba la atmósfera. También llovía, llovían hojas marchitas y muertas que se dejaban caer con delicadeza sobre la superficie del agua enfermiza.
                El cielo estaba triste. Las nubes blanquecinas hacían que la luz del sol llegara mortecina a la tierra, creando sombras vaporosas y endebles pero igualmente terroríficas. No quedaba ya nadie en una piscina en septiembre. Los niños iban a clase a llorar el verano, los pájaros empezaban a migrar y los gatos callejeros se mudaban a barrios más poblados, más sucios. Por lo tanto, en otoño, invierno y primavera, una piscina se convertía en una tumba perfecta.
                Sus cabellos rojos le rodeaban la cabeza enmarcando sus rasgos andróginos y aniñados. Ni hombre ni mujer, solo igualdad, armonía. Con piel blanca que se teñía del azul purpureo del infierno y ojos verdes como el agua que le arropaba, que le arroparía ya para siempre. Sus labios finos formaban una simple línea que parecía mostrar que no se conformaba. Que no quería un mundo donde se moría por ser diferente, que se lloraba por nacer de una forma u otra, donde nadie se respetaba.
                En algún lugar de su ya inservible cerebro, se escondía la imagen de su madre llamándole ángel, llamándole demonio. Puede que no fuera un ser humano y por eso mismo acabo sus días sin palabra felices: porque para las personas era el ideal convertido en carne. Era demasiado para la condenada Tierra, para una especie cegada con su propia vanidad, ahogada en su propio egocentrismo.
                Sus velados ojos eran como pantallas donde se podía leer que no estaba triste, que había muerto luchando por lo que quería. Vivir por nada o morir por algo. Al menos lo había conseguido. Y al fin y al cabo, había sido la sociedad quien más había perdido.
                Y aún hoy sigue allí, su cuerpo, deformándose por la corrupción que arrastra a todo la existencia para seguir existiendo. No obstante, su verdadera entidad no sigue allí. Porque los sueños nunca mueren, están para cumplirse. Si alguien no consigue cumplir su voluntad otro la heredará. Y es por eso que nunca acabará de morir, porque era un ideal, un sueño y una voluntad. Era el cambio, que por desgracia, tanto necesitamos.

                Se hunde, lo veo. Las aguas se apoderan de su cascaron, deseosas de tener un recuerdo del ideal de vida. Lo último que desaparece en ese infinito verde es su pelo rojo, una llama en un bosque de hipócritas. Incluso desapareciendo es sutil. Por desgracia, no lo suficiente para evitar desaparecer, ahora serán otros quienes deberán cambiar el mundo, espero que no condenados a perderse en aquel verde. Y entonces la atmósfera se rompe y ya no es triste, es simplemente indiferente, como siempre.

dimecres, 7 de setembre del 2016

La torre azul

                La construcción se elevaba majestuosa sobre el mar de trigo que deslumbraba dorado como el metal más candente al ser bañado por el sol. La torre coronaba una pequeña colina, pese a eso, debido a la gran altura de esta, desde sus almenas perfectamente recortadas se divisaban grandes planicies y montañas del paisaje circundante. Los ladrillos que la formaban eran de un color azul grisáceo, como el del cielo en una tarde de tormenta. De hecho, había veces que la torre se camuflaba perfectamente con el lienzo de nubes tempestuosas. Además, los ladrillos estaban colocados de tal forma que formaban una espiral ascendente, y parecía que la infraestructura se retorciera y moviera como una boa constrictora.
                Sin embargo, lo más interesante de la atalaya era lo que escondían las cuatro ventanas del penúltimo piso. Y es que, en la única habitación de ese piso, habitaba un fuerte lazo inquebrantable.
                En cualquiera de los cuatro ventanales solía siempre haber una joven asomada, oteando el horizonte. La chica tenía el pelo más extraño jamás visto pues estaba formada por mechones aleatorios de pelo rubio platino y negro azabache, añadiendo que las puntas de los primeros eran de color castaño y las de los segundo rojas como el fuego. Este peculiar pelo también era largo, por eso y por la pereza de la mujer, siempre se encontraba enredado. En ese momento, la maraña de colores se encontraba flotando como una nube de gas tóxico, meciéndose con las ráfagas de viento que entraban de forma descortés en la habitación.
                Ese día, al igual que los demás, la chica se dedicaba solo a esperar, mirando con sus ojos marrones moteados de azul y verde como el sol descendía lentamente pero al mismo tiempo de forma inexorable. Su vigilia de debía únicamente a un pájaro. Un halcón que se había convertido en su leal compañero y su único apoyo real. Sin embargo, su amigo emplumado, debido a la guerra, debía estar siempre viajando y entregando mensajes.
                Eso ponía tristes a ambos, porque solo podían verse tres o cuatro veces al año y solo durante unas pocas horas. No obstante, la amistad que los unía era tal que les era imposible romper el lazo que les ataba. Había cosas que solo podían confiarse entre ellos. Palabras carentes de significado que se llenaban de sentimiento en el oído de ambos. Algunas risas que solo se desataban entre ellos, y bromas que al entender de cualquier otro habrían parecido majaderías de algún demente.
Apenas se veían, era posible, pero eso no impedía que al volverse a ver el cariño que se profesaban fuera diferente o se hubiera esfumado. Había la misma confianza, el mismo amor y respeto mutuo. Y al separarse, cada cual ya anhelaba volverse a reunir con el otro.

                Cayó la noche y el halcón no llegó. La mujer suspiró resignada y triste, pero con la esperanza de que al día siguiente fuera el acertado. 

dimarts, 30 d’agost del 2016

La sinfonía rota.

                El tocadiscos seguía roto o quizás fuera el propio disco, la cuestión es que la canción clásica que en un principio debería sonar alegre se había distorsionado hasta tal punto que parecía una sonata de cuervos furiosos. La habitación estaba en penumbra, solo atravesada por los cuchillos de luz blanca que se colaban a través de las cortinas de tela gruesa entreabiertas. Zinnia estaba postrada en la cama, casi inmóvil desde el cuello para abajo. Tenía las manos engarfiadas apretando con fuerza las sabanas de seda. Su rostro era un auténtico pozo de amargura.
                El médico le había dicho que su enfermedad se debía a la aparición de múltiples tumores por todo su cuerpo pero ella ya había descartado tal posibilidad. Estaba muy pálida, se le caía el pelo, no tenía casi energías. Una experta en toxicología como ella ya sabía la respuesta: arsénico. La estaban envenenado, durante muchos años y ella se había dado cuenta muy tarde. Sentía vergüenza.
-          Cariño, la comida – la jovial voz de su marido irrumpió en la habitación, mezclándose con la música estridente.
Zinnia clavó su mirada helada y afilada como carámbanos de hielo en su joven marido y ni siquiera se planteó la pregunta.
-          Thistle, ¿Por qué? – su voz era como tela rasgándose, ronca y frágil.
La expresión de su marido pasó a convertirse en una máscara de frialdad y frivolidad.
-          Te has dado cuenta… - su voz se tornó grave y desafiante -. Zinnia, podrías haberte aguardado un par de semanas más. Queda ya tan poco.
-          Utilizar arsénico es una forma muy cobarde de matar, Thistle, y muy deshonrosa sabiendo que la has utilizado contra tu mujer – necesitó pararse a respirar, apenas era capaz de articular dos oraciones enteras -. Te he hecho una pregunta ¿Por qué?
Thistle se acercó a los pies de la cama, dejando la puerta a su espalda.
-          Por esta gran mansión. Tú tienes más derecho que yo a residir en ella por herencia.
La expresión de Zinnia era de total desconcierto en ese momento.
-          ¿Por una casa? – dijo, elevando la voz con esfuerzo -. ¿Por una casa traicionas a la mujer que quieres?
La careta indiferente de Thistle se rompió en ese instante, para dejar escapar una fuerte carcajada.
-          Ingenua, sé que antes de quedar inválida estabas perpetrando adulterio con el hijo del mayordomo. En este lugar, la única traidora eres tu – su mano descendió hacia la sopa para removerla -. Ahora, tómate el caldo, con un poco de suerte sea el último.
La sonrisa en el rostro de Zinnia en aquel momento fue una expresión de pura locura.
-          El único ingenuo eres tú, Thistle, por no haberme quitarme mí mejor arma: mi voz. Ahora, Tulip.
Una, dos, tres, hasta cuatro veces el cuchillo desgarró la piel de la espalda de Thistle, destruyendo órganos, musculo y arterias sin miramientos, con la fuerza que solo la ignorancia infantil puede producir. Thistle observó con pavor como su propia hija sujetaba el arma que le estaba produciendo la muerte.
-          Tulip, soy tu padre, como te atreves…
-          Tulip, no le escuches – la voz de su madre sonó poderosa, como no lo había hecho en semanas -. Ya te lo dejé en claro, él no es tú verdadero y querido padre, es solo un impostor que ha venido a hacernos daño.
Thistle intentó decir algo, pero no pudo. Simplemente se quedó sin fuerzas. La cara de Tulip era un réquiem de miedo y dolor. Te total desconcierto. Incapaz de apartar la mirada del cuerpo del sujeto que manchaba la alfombra turca de la habitación de sus padres. Mientras tanto, Zinnia solo podía reír sin para, al final la victoria era de quien daba el último golpe. Aunque la culpa fuera de Thistle, por permitir que manipulara a su hija de una forma tan fácil a la par de vil, o al menos eso pensaba ella.
-          Lo has hecho muy bien hija mía. Ese no era tu verdadero padre, no lo lamentes más – dijo Zinnia una vez recuperada -. Ahora ve y haz venir al médico. ¡Y apaga esa maldita música
Zinnia sabía que el arsénico ya se había acumulado en sus órganos como un manto de fatalidad interno y que las secuelas serian graves y dolorosa. No obstante, no quería rendirse, y menos después de lo que había pasado.
Tulip salió de la habitación con movimientos automáticos, como una marioneta controlado con hilos, sin poder espantar el terror y el trauma de su interior. No recordó desconectar el aparato. Lo que no supo, es que mientras ella bajaba al pueblo, Zinnia murió por un doloroso fallo multiorgánico, con sus gritos ahogados por las notas musicales deshilachadas que escapaban de la máquina estropeada.

Al final, no había ganador en la habitación, solo una perdedora. Y mientras tanto, el tocadiscos seguía roto o quizás fuera el propio disco…

dimecres, 24 d’agost del 2016

Al borde del río

-          ¿Has venido a matarme? – pregunta entre susurros el hombre que se encuentra de cuclillas frente al río de aguas blanquecinas. Pese a sus palabras, su tono de voz es sereno y su faz un océano de tranquilidad.
El hombre que hay detrás de él se queda totalmente quieto, con la lanza flotando sobre su cabeza. Su rostro es un rictus de determinación, pero al mismo tiempo es una galaxia infinita de emociones.
-          ¿Dudas, hermano? – vuelve a hablar el hombre que está frente a las aguas que corren tan despacio que más que un río parecen un lago.
-          No puedo permitir que consigas el Imperio – dice el otro con voz pausada-. Has de comprender que solo lo conducirás a la destrucción.
Aunque ambos son muy parecidos, la diferencia de edad es notable.
-          ¿Destrucción? – sonríe con sorna el mayor -. Es curioso que digas que yo lo destruiré todo cuando tú quieres la guerra. Yo solo busco la paz.
La cara del menor deja entrever una mueca de rabia y disgusto.
-          Tu solo quieres pactar para una paz que nos ara débiles interna y externamente. Además, nadie la aceptará, han matado a demasiados de los nuestros como para que haya una posible paz. ¿Es que no lo entiendes? Hay que aniquilarlos.
-          Cuidado, hermano. Aniquilar es  una palabra peligrosa que se debe llevar hasta el final. Si de verdad quieres cumplirlo no puedes dejar a nadie con vida: mujeres y hombres, niños y ancianos, guerreros y ciudadanos… deberás acabar con todos. Una muerte violenta solo es una cadena que solo lleva a masacres y destrucción sin sentido. Solo la empatía y la comprensión pueden evitarlo. La guerra sí que es el final.
La lanza se acerca peligrosamente a la nuca del mayor mientras que el menor empieza a escupir palabras.
-          ¡Cállate basura! Has perdido el honor a tus raíces, debemos vengarnos…
-          ¿Sabes cómo se llama este río? – la voz del mayor sigue siendo relajada mientras que el desconcierto se dibuja en el semblante del menor – Es el rio Espejo. Los antiguos emperadores venían aquí, a verse reflejados en las aguas puras y así poder reflexionar. Ahora la tradición se ha perdido…
El menor vuelve a su faceta agresiva.
-          No es momento de hablar de estupideces pasadas…
-          Sin embargo, - dice el mayor –nunca encontraremos otro instante mejor. Este río solo refleja los días nubosos, cuando no hay ni mucha luz, ni mucha oscuridad y las aguas son blancas e inmóviles, como hoy. Gracias a eso, los primeros emperadores eran capaces de ver sus versiones deformadas, su peor yo. En realidad, ese reflejo grotesco y esperpéntico era el fondo de su corazón reflejado, todo el odio y maldad que atesoraban en la parte más podrida de su alma. Al ser capaces de verlo, según la leyenda, ellos eran capaces de librarse de su oscuridad, “renacer” y gobernar de la mejor forma posible.
La cara del mayor se ve perfectamente perfilada en el espejo de aguas cristalinas, sin deformar. Ahora hay menos serenidad y más tristeza.
-          Obviamente, por las guerras y muertes que ha habido, podemos saber que el mito del río es falso. Pero hermano, tú y yo tenemos ventaja: no necesitamos el río. Tú eres mi espejo y yo soy el tuyo. Y dime – por primera vez desde que empezaron a hablar, el mayor posa su mirada en el menor-: ¿Quién de los dos es el reflejo del otro? ¿Quién es el deforme? ¿Quién debe desaparecer?
La lanza se abre paso desgarrando hueso y carne, escupiendo sangre y porciones rosadas del mayor por doquier. El cuerpo inerte, con la cabeza partida, se desploma al río. Las aguas blancas se convierten en rojas. La sangre, debido a la poca corriente, se concentra alrededor del hermano, rodeándolo como una aureola macabra. Sus ojos siguen siendo tranquilos, y no miran al cielo, miran a su hermano.

El menor ve el cuerpo como si fuera su reflejo y, al mismo tiempo, se ve a sí mismo como el espejo. Y sabe la respuesta: el reflejo deforme no es la parte mala, es solo el reflejo de todo lo que uno es, una falsa ilusión. Una mentira hecha para consolar a gobernantes inútiles. Pero el sí que tenía un reflejo capaz de ver más allá de su parte oscura. De guiarlo y de servirse de apoyo mutuamente. Ambos eran la deformación del otro, y ahí residía su ventaja, en que ambos podían conocer la verdadera maldad del otro y servirse de esa habilidad para salvar al otro. Por desgracia solo uno lo comprendió.

dimarts, 16 d’agost del 2016

Gardenias de sangre

                El primer impacto lo recibe en el costado izquierdo y sigue rodando hasta que sus pies caen dentro del riachuelo. Ha sido solo una caída de dos metros pero siente como  se ha roto alguna de sus costillas. Pese al dolor y haciendo un gran alarde de fuerza, se levanta, y en el último momento interpone su cuchilla de mano curva, deteniendo así el espadazo que le hubiera reventado la cabeza.
                Sin embargo, su situación es horrible. El musgo verdoso que crea una capa mohosa sobre el lecho del arroyo le hace resbalar y cae sobre el suelo, ya en tierra. Desesperada, intenta interponer la cuchilla de su mano izquierda pero observa con horror que su mano está completamente vacía. La hoja simplemente ha desaparecido. La mano amputada cae en el rio y lo llena todo de sangre mientras que el filo de la catana rival le desgarra desde el hombro hasta medio torso. Por suerte, no es un corte profundo. El grito gutural que la chica lanza desesperada inunda el bosque de hayas y millones de pájaros negros echan a volar, aterrorizados, convirtiendo el cielo nuboso en un mal augurio.
                La chica ve su final en forma de destello metálico elevándose sobre su cabeza, no obstante, esta vez es más rápida. Vuelve a tragarse el dolor y le propina una patada a su contrincante en el estómago y huye, dejando atrás el riachuelo que se ha vuelto carmesí. Su mano inerte flota aguas abajo, señalando con los dedos engarfiados  el plomizo firmamento.
                La chica corre desesperadamente, pero está débil, exhausta. No para de perder sangre y convierte el hayedo en un cuadro de terror. Paranoica, balancea la cuchilla que le queda, asesinando solamente ramas y aire. Siente la presencia de su contrincante en la espalda y eso le hace volverse más imprudente. Pierde su otra arma en uno de sus movimientos frenéticos pero no le importa, ella sigue corriendo. Mientras tanto, una fina lluvia ha empezado a caer sobre el valle, de la misma forma que algunas nubes se han abierto dejando escapar de la prisión nubosa a algunos rayos de sol.
                De repente, la pared de árboles desaparece y la joven se encuentra corriendo en un pequeño claro de lilas y gardenias. Pisotea las flores y los arbustos sin percatarse de la mancha borrosa que ha aparecido a su lado. En un instante, tiene delante la muerte. Una túnica de colores negros y grisáceos, llena de rotos y descosidos, se materializa ante ella. Con la cara tapada no distingue que hay dentro, si una mujer o un hombre, pero si es capaz de ver como el acero que ya ha probado su sangre le secciona el cuello.
                Cae, sobre los arbustos florales, haciendo que las gardenias dejen de ser blancas. Se rinde y deja de moverse. Aun siente el agua fría de lluvia resbalar por su cuerpo y aguar su desperdiciada sangre. Su visión de congela, fijada, en el cielo parcialmente nuboso y en el arco multicolor que la transporta fuera de la pesadilla, directa a lo desconocido. Se queda tendida, con el cabello negro extendido y lacado de vegetación. Deja de respirar.  

                La túnica observa como su presa se desangra, mojada. Una mano callosa pero delicada corta con precaución y delicadeza una de las gardenias ensangrentadas y se la cuelga en la tela, justo sobre el corazón. La mano vuelve a desaparecer entre los pliegues de los ropajes. Se gira y se adentra en el bosque con parsimonia, fundiéndose con los árboles. Como si no hubiera pasado nada. Nada.

diumenge, 19 de juny del 2016

Condenados

Algunas veces olvidamos sin más. Otras, se nos prohíbe recordar. Y de vez en cuanto nos obligamos a olvidar. Hay demasiadas formas de ver como nuestros recuerdos se diluyen en los entresijos de nuestra mente, cubiertos por el telón imperturbable del tiempo.
 Caemos, eventualmente, en una situación de colapso, durante la cual nos vemos en el espejo, reflejados con nuestras virtudes y defectos, y no somos capaces de decir quiénes somos. Nos observamos como desconocidos, como si la persona del espejo acabara de llegar a nuestras vidas.
La Historia intenta mantener todo lo que ha ocurrido, intenta evitar que la humanidad ignore como se formó. Una enmienda loable pero vana y superficial. Solo se recuerda el nombre de los reyes y reinas, de los emperadores y emperatrices, duques, duquesas, barones o marquesas y algún otro desgraciado con un poco de suerte. Pero perdemos todo lo demás, la intrahistoria de Unamuno desaparece. No hay lugar para los recuerdos de todos, solo para los de los importantes.
Y cuanto más atrás intentamos buscas menos encontramos. Los árboles genealógicos de alargan por abajo pero pocas veces por arriba. Es normal y comprensible, pero también muy triste. La vida se acaba cuando es olvidada, y ya son millones las vidas, las experiencias y las existencias que han perecido para siempre. Somos cuerdas que nos vamos deshilachando lenta e inexorablemente. Primero morimos y después somos olvidados. Los más desafortunados son cortados por manos ajenas, ni siquiera tiene la posibilidad de dejar la existencia de forma natural, aunque poco hay más natural que matar.

Es comprensible pero también increíblemente frustrante y ofuscante. ¿Vale la pena vivir si todo lo que hacemos va a desaparecer? La respuesta es sí, claro que sí… no obstante, siempre nos quedará la duda de pensar quién se acordará de nuestras hazañas y vivencias, o más importante, si quedará alguien capaz de decirnos quiénes somos…

diumenge, 12 de juny del 2016

Y un chorrito de anís

Luces de neón, haces vaporosos se colores estridentes que se difuminan por doquier, sacando destellos etéreos de cualquier metal o cristal, desde diamantes a botellas rotas. Todos apretados y saltando, restregando los cuerpos para sentir un poco de calor en la noche fría. Todos con ron, vodka, tequila, ginebra y un chorrito de anís.
La superestructura de barras de metal retorcido se levanta hacia el oscuro cielo sin estrellas, intenta humillar, dejar bien claro que no hay nadie superior, todos son ínfimos, insignificantes. La maraña grisácea sujeta los altavoces que parecen atalayas de ruido, dejando escapar los gritos roncos, estridentes y rotos que a todos parecen gustar y atraer. En realidad, nadie escucha. Todos oyen y repiten como loros, pero no responden a la letra, ni a los instrumentos, ni a los gritos silenciosos que brotan de dentro de ellos mismos.
Las luces siguen barriendo el lugar, iluminando rostros embriagados y felices, pero también tristes y somnolientos. La única constante: el brillo eterno que no deja indiferente a nadie, porque tienen miedo. Tienen miedo de que si se quedan a oscuras todos descubran que son iguales, la misma materia.
                Es una noche como tantos otras, que sirve de puente entre el atardecer y el amanecer, entre la cama de uno mismo y la de un desconocido. Una noche para mezclar ron, vodka, tequila, ginebra y un chorrito de anís.
                Una chica no baila, esta quieta con la mirada perdida. No es diferente a nadie, porque otras noches hubiera hecho esos movimientos que esta noche tan ridículos le parecen en otros. La luz no le afecta, las canciones deformadas no la despiertan y su vaso de colores cambiantes apenas se ha vaciado. Podría ser ron o vodka, tequila o ginebra o incluso anís, quien sabe. Lo que sí se sabe es lo aguado que esta, como la chica insulsa. Con un amor aguado, con una felicidad aguada, con la voluntad aguada… Nada en su vida parece ser completamente puro, todo son mesclas con más disolvente que soluto, con más mierda que autenticidad.
                La chica no está sola, pero si se siente abandonada. Rodeada de gente, con pareja y familia se siente increíblemente aislada. Sin una mano que se extienda para salvarla de su mundo inundado. No hay voces de ánimo, ni palabras de victoria, porque no hay nadie, y en el fondo ella lo sabe.

                Lanza su vaso, si le cae a alguien, mala suerte, no será el primero. La chica se va para buscar otra copa, esta vez sin hielos, prefiere beber caliente que aguado. A probar suerte, para ver si el ron, el vodka, el tequila, la ginebra y el chorrito de anís pueden salvarla, aunque tan solo sea por una penosa noche. 

dilluns, 23 de maig del 2016

Solo cobardes

Huimos. Huimos de todo. Esa es la única conclusión a la que cualquiera con dos dedos de frente puede llegar si se fija un poco. No hay persona valiente, todos huimos y buscamos el camino más fácil. Si acaso, están los que se niegan a huir, pero no por osadía, si no por pura resignación, ya que es tanto lo que han visto que saben que no sirve para nada.
                Huimos del pasado, porque no es lo que quisimos que fuera, siempre arrepintiéndonos de lo que hemos hecho. Por supuesto, huimos del presente porque solo es un reflejo desdibujado del pasado y el futuro… huimos de el por miedo de que solo sea un mal reflejo del presente. Renunciamos a luchar porque no tenemos la completa seguridad de la victoria. Ni siquiera estar totalmente seguros de algo ayuda, aunque solo los estúpidos dan algo por sentado.
                Huimos de las personas que queremos, sin darnos cuenta, lenta y disimuladamente, para que nadie se percate. Y huimos por miedo a hacerles daño o por miedo a que nos lo hagan. Corremos cuando vemos la verdad, porque es siempre demasiado dolorosa, porque ver expuesta la realidad absoluta, sin fisuras y sincera es insoportable para una mente sana. Sin embargo, también renegamos de la mentira, porque no hay nada como la verdad. ¿Incongruentes? No, solamente perdidos.
                Huimos a las montañas, al mar, a las ciudades remotas, incluso nos estamos planteando huir al espacio. Porque ni siquiera el fin del mundo es suficiente consuelo. Nos escondemos en los recovecos más recónditos por el terror que nos produce asumir nuestro alrededor. Al fin y al cabo, el mundo escupe más motivos para refugiarnos que para no hacerlo.
 Huimos, y lo peor de todo es que la mayoría no nos damos cuenta. Casi todos creen que solo huyen los que tiran las espadas al suelo y corren a su castillo, por hacer una metáfora medievalista. Se equivocan, esos se retiran. Huimos los que posponemos algo por miedo, pereza o asco. Huimos los que callamos, porque el que calla no otorga, solo pierde la oportunidad de algo, incluso de ser feliz.

Huimos y nos sumimos en la hipocresía, aunque también intentemos rehuirla. No hay valientes, solo cobardes. Y la cobardía puede aportarnos facilidades y comodidades, incluso la vida, pero jamás la felicidad. Y es así, huimos y nos facilitamos la vida física, pero nos jodemos por dentro, cometiendo la peor felonía: huir de nosotros mismos.

dimarts, 10 de maig del 2016

Rompecabezas

Carlos Ruiz Zafón escribió en La sombra del viento: “Cada libro, cada tomo que ves, tiene alma. El alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron con él.” Esas dos oraciones calaron muy hondo en mi ser,  hasta el punto de que el único requisito que pida para prestar un libro sea que me lo devuelvan en buen estado. Pero aunque me gusten mucho los libros, no he vuelto para hablar de ellos.
                Estas palabras me han hecho hoy pensar en el alma, pero no en el alma de los libros, sino en el alma humana. El hecho de que el alma de un libro esté formada por sus lectores es aplicable a la de las personas. Nuestra mente es como un puzle, formada por millones de piezas que encajan entre ellas hasta crearnos. Esas partes se articularían alrededor de una más grande, nuestro yo esencial. El resto del mosaico estaría formado por las personas que conocemos, e incluso de los seres y lugares con los que entramos en contacto. Algunas teselas de este compuesto son enormes, muestran la importancia que han tenido en nuestras vidas una persona o un hecho y que siguen presente en nuestra personalidad. Otras son más pequeñas, representan algún hecho esporádico, una noche con un persona que nunca hemos vuelto a ver, una mascota que hemos querido mucho o algún paisaje que se ha quedado marcado a fuego en nuestra retina. Piezas pequeñas pero esenciales.
                Es más, estos hilos que formas el manto de nuestro ser, pueden ser directos e indirectos, como Zafón, que sin saber de mi existencia ha condicionado la escritura de esto que estás leyendo. O incluso puede que a través de mi influya a otros, todo es posible.
Sin embargo, no todas las piezas son buenas. Las influencias también son malas, algunas nos corrompen y nos manipulan para cambiarnos, para hacernos aprender que el mal existe. También puede ocurrir que alguna pieza no encaje con las demás, o que algunas de ellas se pierdan en la inmensidad de nuestro subconsciente. Entonces llega la locura, el vacío, el sentirse incompleto porque nuestra mente está inacabada, porque nuestro espíritu está incompleto… Porque nuestra razón de ser no está totalmente definida.

Todo a nuestro alrededor nos influye, nos transforma y hace mella en nosotros, queramos o no. Incluso las cosas que parecen insignificantes o que acabamos olvidando son capaces de hacer una mella en nuestro cerebro. Todo puede hacernos felices, desgraciados o enloquecernos. La posibilidad de poder vivir bien radica en nuestra capacidad de conocernos a nosotros mismos, de poder ver el rompecabezas de nuestra cabeza y comprenderlo, sin huir, simplemente aceptándolo, porque cualquier puzle es bonito. 

divendres, 6 de maig del 2016

Humanos

Hace un par de días iba paseando por la calle con una amiga cuando comenzamos a hablar sobre un conocido. El chico tenía una situación familiar terrible, pero había tenido la posibilidad de seguir hacia delante y, en parte, la había rechazado. Mi amiga comentaba apenada lo desgraciado que era, yo compartía su opinión, pero también le dije que ya no tenía excusa porque por dura que sea la vida cada uno es capaz de elegir como afrontarla y seguir adelante.
                Sé que en parte tenía razón, pero también me di cuenta de una cosa: apenas fui empático con ese chaval. No me puse en su piel y apenas intente comprender como era tener tal obstáculo en la vida. Pero eso no fue lo peor, después de reflexionar descubrí que, tristemente, no era el único, la sociedad en general carece de empatía. La empatía es la capacidad de ponerse en el lugar del otro, de entender la vida del prójimo. Pues bien, desde mi punto de vista, el mundo no sabe o no quiere ser empático. Es más, hay diccionarios que incluso no contienen la palabra en ellos.
                Solo hace falta dar una vuelta a la historia. Empezando por España, la Guerra Civil se inició por falta de empatía: durante décadas, cada régimen perseguía y reprendía de forma brutal a sus opositores. Miles de españoles murieron porque los republicanos no supieren comprender a los nacionales y porque los nacionales no entendieron que era la República, dejando de lado la moral de ambas ideologías. Y de igual forma, los romanos no pensaron en los judíos o los dacios, la Iglesia no quiso saber en que creían los cátaros, los hispanos no se pararon a echar una mirada en la cultura indígena e igual los británicos y los franceses en Norteamérica, África y Asia… Y así desde el fin de los tiempos hasta hoy en día.
                Está claro que la humanidad sigue igual que hace 2000, 1000 o 100 años. Europa está tratando a los refugiados como si no fueran personas. Los gobiernos actúan con una insensibilidad y con una falta de solidaridad que asustan. Europa tiene recursos territoriales y alimenticios de sobra, pero es mejor deshacerse del problema, sin ver a la gente asustada, hambrienta, desmoralizada, abandonada, a los niños sin padres, a los padres sin hijos. Europa no ve humanos en los que huyen de un conflicto bélico y religioso, sin darse cuenta que ellos son los realmente humanos. Ese es el mejor ejemplo de falta de empatía del siglo XXI, pero no es el único. La guerra arrasa Ucrania y Siria, el hambre, el SIDA y la malaria asolan África y los animales y las plantas desaparecen a pasos agigantados, porque la empatía nace de los humanos, pero no solo se aplica a ellos. “Homo homini lupus”, el hombre es el lobo del hombre, decía Plauto en el siglo II antes de Cristo, y que razón tenía.

                No tenemos empatía, lo que lleva a que no podamos juzgar, ayudar o simplemente comprender. No somos empáticos, lo que hace que los humanos no tengamos humanidad, porque no sirve de nada poder sentir si no podemos ver los sentimientos de los demás. Hoy en día, los humanos somos menos humanos que nunca. 

diumenge, 1 de maig del 2016

Fogonazo

                El cielo se tiñe de color verde, después de rojo y finalmente de morado. Y otra vez, alguien perdido en un lugar oscuro de la calle aprieta un botón y se inicia la cadena de fogonazos que sueltan las cargas explosivas. Palmeras de chispas doradas, columnas retorcidas de humo y fuego y bolas de calor estallan tintando el lienzo nuboso para acabar con un sonoro estallido, que recorre la avenida levantando el ánimo de la gente.
                Estoy feliz, no tengo lo que quiero pero casi, y eso ya es más de lo que se puede pedir. Observo embelesado el teatro de luces y explosiones rodeado de amigos y amigas, todos vestidos de blanco, negro, gris o azul marino. Todos de gala, todos disfrutando de nuestro momento. Un cuadro idílico que se rompe cuando por el rabillo del ojo veo un fogonazo. Extraño, porque es un fogonazo que sale desde una ventana, en diagonal y hacia el suelo, en lugar de hacia el cielo.
                Tardo un segundo en comprender, los segundos necesarios para que el proyectil le haya reventado el corazón a la amiga que tengo al lado. Cae a cámara lenta. Ante mi mirada horrorizada, la veo, hermosa, derrumbarse en el suelo y comenzar a colorear su puro vestido de rojo. Los fuegos artificiales siguen y lo acallan todo, el disparo, mi grito y el sonido hueco de su cuerpo al golpear el cruel asfalto.
                Ni siquiera tengo tiempo de arrodillarme para consolar a una amiga muerta cuando el siguiente cae. Esta vez más gente se da cuenta. La cabeza de mi mejor amigo explota como una sandía, esparciendo trozos de hueso, piel y cerebro junto con sus recuerdos y sentimientos. Me quedo clavado en el sitio, media agachado, con los parpados paralizados y los ojos enrojecidos.
                Otro disparo se lleva por delante la mano de otro amigo y otro le revienta el ojo. Entonces el castillo de fuegos artificiales es lo de menos, porque los gritos y llantos son tantos y tan estridentes que las detonaciones solo son un eco de fondo, insignificantes. La gente corre frenética a mí alrededor mientras me enderezo. Los que se supone que son mis amigos me empujan y me dan golpes para huir, sin importarles quien este en medio. La única amiga que me tira del brazo para correr está desesperada. La miro llorando y en ese momento cuatro rosas de color rojo intenso florecen en su pecho, fagocitando su alma. Me da un último apretón con la mano, el más fuerte que me han dado nunca, antes de aflojar y caer al suelo, con las extremidades retorcidas, como un maniquí en el vertedero.
                Comprendo: yo puedo ser el siguiente. Hecho a correr y resbalo con algo, no quiero saber qué. Pies desconocidos y aterrorizados me pisan las manos y las piernas. Los rodillazos de inocentes me llueven sobre la cabeza y me hacen perder el norte. Tengo el traje manchado de sangre y tierra, mi precioso traje. La palmera final ilumina el cielo como un millar de meteoritos. Y el cielo se tiñe de rojo. Y el suelo se tiñe de rojo. Y yo me tiño de rojo.

                Sin poder levantarme observo un último fogonazo. Y siento mi cabeza esparcirse por todo el lugar. 

dimecres, 13 d’abril del 2016

Mar de tejados

                Con un movimiento elegante, el dedo vaporoso de la nube atrapa el sol del atardecer. Rápidamente, pero con sutileza la penumbra cubre tenuemente todo lo que pilla a su paso, sumiendo, en cierto modo, al pueblo en una atmósfera relajada, tranquila de primavera.
                Desde la barandilla cochambrosa de yeso, el mar de tejados se extiende. Es una marabunta de tejas marrones, rojizas y negruzcas que llega incluso a deformar el horizonte. Ventanas, claraboyas y placas solares se asoman entre ella como barcos piratas en busca de alguna isla de bonanza donde atracar y poder saquear. Algunas fachadas de colores se entrevén entre el caos formando un arcoíris descompuesto y lleno de desconchones, pero que tiene la belleza de la ruina, el toque de felicidad de la pobreza.
                Pero hay más. Terrazas y balcones también navegan sin rumbo, sin fuerza. Algunas son grandes pero abandonadas, llenas de polvo, hojas y nidos de pájaros que cantan sin pudor, sin importarles que haya gente intentando estudiar o dormir. En cambio, hay otras llenas de vida, engalanadas con muebles de jardín, con sillas y mesas de plástico blanco y con maceteros llenos de plantas verdes o mustias.
                También, como en cualquier mar de tejados que se precie, las antenas proliferan como si fueran la peste. Apuntan al cielo con sus extremidades rígidas y frías, acusándolo de millones de barbaridades y atrocidades  sin sentido, sin pies ni cabeza. Pero el cielo las ignora. Sobre su inmutable superficie azulada viajan las nubes. Algunas gordas y otras finas, hoy todas gigantes. Son divertidas, la forma más sencilla de belleza, sin contar a los virus. La parte que mira al pueblo es gris y plana, sin emoción, sin embargo, la parte de arriba son cascadas de blancura algodonada, palacios de vapor y ciudades inmensas y puras. Pero la más bonita es también la más osada. La valiente que ha cubierto al sol y se ha convertido en una masa grisácea y brillante, con los bordes del color amarillo del metal incandescente, como un caleidoscopio de calor. Y siempre moviéndose, sin pausa.
                El campanario parece agitarse, tan alto y solitario en medio de tanta actividad. Da pena, en comparación con las casas e incluso con las torres del castillo que apenas se atisban de lo bajas que son, el imponente campanario no es nada. Un testigo casi mudo de un pueblo que sigue adelante sin él.

                Entonces es el propio campanario quien decide empezar con el fin. Rompe con su habitual mutismo y las campanadas se extienden montaña abajo como un alud de ondas sonoras. En el preciso instante en que la séptima campanada es acallada, la nube heroína empieza a flaquear. Su cuerpo débil es llevado por el viento, siguiendo un camino que solo podrá acabar en la lluvia. Los primeros rayos de sol empiezan a extenderse por el mar de tejados y la atmósfera de paz es arrasada con la fuerza de un huracán.

dijous, 7 d’abril del 2016

De trapo

                Cáscaras, eso somos. Como muñecos de trapo vacíos y sin relleno, llegamos a un mundo que es como una gran caja de juguetes llena de muñecos de trapo como nosotros, de castillos de piezas y de coches destartalados. En realidad la caja de juguetes es tan grande, tan inmensa, y el vacío de nuestro interior tan infinito que en el momento en el que abrimos nuestros ojos de cristal, lo único que pedimos es desear.
                Deseamos existir, deseamos respirar, deseamos comer y deseamos dormir. Un deseo que con la edad no se atenúa, como mucho cambia de dirección. Nuestros deseos se vuelven más concretos y más ambiciosos. Entonces nuestras entrañas empiezan a tener sus propios hijos. Un aquelarre de monstruitos que la propia diosa Nix envidiaría. Algunos de esos hijos son Envidia, Ambición, Pasión, Rencor, Desazón... Solo las lenguas han conseguido ponerle límite a este flujo interminable de torturas al englobar con cuatro letras bien hiladas todo lo que sentimos.
                Pero hay una que escapa a todo control. Esa hija se llama Resignación y es la cabronceta que nos colma a todos en nuestros anhelos. A los que consiguen lo que desean, benditos cerdos, la resignación llega como una especie de aire frío imperceptible. Se posa en sus cuerpos y empieza a congelarlos sin darse cuenta. Y para cuando descubren que quieren más, que se han conformado con demasiado poco o que no es lo que esperaban, ya es demasiado tarde. Es la resignación sorpresa, por decirlo de alguna forma.
                Por otro lado, está la resignación más conocida, la que te atropella como un tren desbocado. Es la que te tumba todas las expectativas, la que tira por el sumidero de la desesperación todo el tiempo malgastado en luchar, la que disfruta viendo como tu alma se consume. No sé si esta resignación es peor o mejor que la anterior, pero sí que es la más dolorosa en su momento.
                Siempre encontraremos a gente sin estos deseos, muñecos rellenos de bolas de poliespan que no saben que es sufrir. Gente que puede ser muy feliz o estúpida, o las dos cosas, personas que te llaman inconformista o te acusan de ser un llorica porque siempre hay alguien peor que tú. Y es verdad, sin embargo todos tenemos derecho a sufrir. Cada uno con sus metas diferentes, por lo tanto, cada uno tendrá un punto donde se sentirá abatido. El que lucha por llegar a los 100 metros se sentirá hecho mierda si llega a los 75, ya que él pensaba que podía llegar hasta el final, se creía capaz. El que luchaba por los 50 o por los 25 no tiene por qué meterse con el otro por tener una buena marca y quejarse, ya que esta no era por la que estaba luchando.

Somos arquitectos, nuestros sueños son los planos de edificios y se debe intentar construirlos. Todos serán diferentes, pequeños y grandes, anchos y estrechos, barrocos o románicos… todos tendrán algo por lo que ser bonitos. Pero los edificios sin acabar, lo siento Gaudí, son feos y ondean como una insignia de nuestra incompetencia y resignación. Lo último que le falta al arquitecto es que le vengan a decir que no llore, que por lo menos es alto.